La redención del placer

La ingeniería social determina el grado de gobernabilidad. Desde que la persona nace –y hasta mucha antes- recibe en el cálido seno de su madre los rudimentos que darán forma a su existencia dentro de una sociedad que lo asimila para los fines subsecuentes de la preservación de la especie.

Ontológicamente, el individuo está predeterminado para ser un miembro individualizado aunque al mismo tiempo enajenado en la división social y el trabajo.

Sigmund Freud (Príbor, 6 de mayo de 1856 - Londres, 23 de septiembre de 1939) estableció que “nuestra civilización estaba fundada en la supresión de los instintos”; los controles sociales deben estar en función de reprimirlos, de lo contrario “la civilización se inclina a la autodestrucción”.

La autoconciencia y la razón que han conquistado y configurado el mundo histórico, en consecuencia, lo han hecho sobre la imagen de la represión, interna y externa. Han funcionado como agentes de dominación; las “libertades” que hoy invocamos como “derechos humanos” crecieron en el terreno de la esclavitud y han conservado la marca de su nacimiento.

Por tanto, la humanidad, cual Prometeo, está destinada al sufrimiento para poder satisfacer sus necesidades básicas como la comida, el vestido y la habitación, quedan fuera y debilitadas las afectivas y estéticas.

Ese es el cuadro de la Civilización que conocemos hoy. Según Freud ella nace de un crimen que tuvo lugar en el pasado: el asesinado del padre original por los hijos (Complejo de Edipo), quien fue represivo e impuso su poder sobre los individuos. Confinó a los hijos al “trabajo útil” para la subsistencia de la horda y se arrogó el derecho del placer con la exclusividad de poseer las mujeres. “El principio del placer” quedó sometido al “principio de la realidad”.

La sexualidad, su potencial y fuerza que reclama satisfacción, descarga emocional y ontológica, son canalizadas para el trabajo, lo que Freud llamó el Eros, el conjunto de impulsos e inclinaciones de la personalidad humana al placer y que es definida como la gran fuerza universal que preserva la vida, en oposición a Tánatos, el instinto de la muerte, la agresión, inserto en el “principio del placer”.

Tras un tortuoso desarrollo histórico, la civilización se ha ido permutando; la “culpa” producto del parricidio (el asesinato del padre), reprodujo la organización de la sociedad, de la fraternidad pasó a la institucionalidad, tal como la conocemos hoy: la administración pública. Sólo que ahora, la sola idea de intentar matar al “padre metamorfoseado” en instituciones, familia, escuela, Estado, policía, ejército, significaría una atrocidad que nadie aceptaría, puesto que ello significaría la destrucción de lo que somos, retroceder a la bestialidad.

Freud encuentra que el “crimen viene a revalidarse en los conflictos entre nuevas y viejas generaciones, revuelta y rebelión contra la autoridad establecida y su subsecuente arrepentimiento: la restauración y glorificación de la autoridad: “retorno de lo reprimido”.

La sociedad así surge como un sistema de actuaciones útiles, duradero y extensivo; la jerarquía de las funciones y relaciones asume la forma de la razón objetiva; la ley y el orden están identificados con la vida de la sociedad misma.

Freud va más lejos e ilustra con la Psicología de la Religión, un análisis donde coloca a Jesús, en el lugar de los hijos en rebelión contra el Padre, que pretende derrocar la Ley (dominación) e implantar el Ágape (que es Eros). Finalmente, Jesús es deificado y llevado al cielo con el Padre, Dios, quien es sublimado en la autoridad fuera del tiempo de los humanos.

Freud evidencia que tanto la vida individual como colectiva contiene el impulso de la muerte (el Tánatos). Toda civilización está condenada al fracaso, tarde o temprano como lo ha demostrado la Historia misma.

Ese asombro que nos obnubila ante las ciertas evidencias del pasado, como al Dr. Mariano Soler al contemplar Las Ruinas de Palmira (1889): ¡Qué sublime emoción se experimenta cuando, al pisar ruinas inmortales, uno oye decir: Aqui fue Troya, Tebas, Palmira, Menfis, Atenas, Palemke y Mitla!

Arnold Toynbee (1889-1975) en su controversial Estudio de la Historia (doce volúmenes escritos entre 1934 y 1961), manifiesta que se vio impulsado a escribirlo como consecuencia del impacto devastador que la Primera Guerra Mundial tuvo sobre los imperios europeos, y que él observó como lúcido y angustiado testigo. Esta guerra le reveló de manera directa el carácter precario, permanentemente vulnerable y sujeto a la decadencia que impregna aun las más elevadas e imponentes creaciones del genio y la perseverancia humanas.

Las continuas guerras por los recursos vitales, la hegemonía de EEUU, el Nuevo Orden mundial, el terrorismo islámico que amenaza destruir las conquistas de la “civilización” nos obligan a replantear nuestros modelos políticos.

Herbert Marcuse (1898-1979), en “Eros y Civilización” (1953), resume la metapsicología de Freud: “La civilización es antes que nada progreso en el trabajo —esto es, trabajo para el procuramiento e intensificación de las necesidades de la vida—.

No obstante objeta la postura de Freud en relación a que el trabajo es sufrimiento: “En primer lugar, no todo el trabajo envuelve desexualización y no todo el trabajo es desagradable, es renunciación. (…) Lo que es más, el trabajo en la civilización es en gran parte utilización social de los impulsos agresivos y es así trabajo al servicio de Eros (la Vida)”.

La Civilización de alguna manera ha tomado una dirección contraria al “Eterno retorno” freudiano. La teoría de Freud está centrada en el ciclo recurrente “dominación-rebelión-dominación”. El mundo organizado debilita el impulso agresivo. La transformación del capitalismo libre en organizado, las corporaciones de empresas, las provisiones de alimento, vestido a la moda, vivienda, el poder de los medios de comunicación masiva al servicio de los “intereses de la civilización”, la cultura de masas, las tecnologías de la información y comunicación de libre acceso, brindan una oportunidad a la sociedad de deslastrarse de las etiquetas de Ortega y Gasset (1883-1955): “hombre-masa” y “sociedad-masa”.

Estamos en un momento histórico donde es posible trocar la “racionalidad del progreso”: el hombre como engranaje, el hombre como extensión de sus mercancías.

Marcuse descubre un poder omnímodo, donde el “control es administrado normalmente por oficinas en las que los controlados son los patrones y los empleados. Los amos ya no tienen una función individual. Los sádicos principales, los explotadores capitalistas, han sido transformados en miembros asalariados de una burocracia, cuyos sujetos se encuentran como miembros de otra burocracia. El dolor, la frustración, la impotencia del individuo deriva de un sistema altamente productivo y eficiente en el que él lleva una vida mejor que nunca”. No obstante, aunque alienado en ese sistema el hombre piensa, desea, sueña y juega con la fantasía. Crea utopías.

Conserva aún su autodeterminación. Puede liberarse de las cadenas del progreso que lo reducen. Pero, ¿querrá cambiar su comodidad para luchar por una utopía? Es poco probable que lo haga. El hombre en una sociedad industrializada avanzada con el confort que le brinda, sin duda que no pensará en “descabelladas aventuras”.

Estas son para los hombres de los países pobres y subdesarrollados, donde los tiranos y opresores los utilizan como mercancías y esclavos que construyen sueños personalistas.

El poeta Charles Baudelaire (1821-1867) le dio un sentido a la civilización: “La verdadera civilización no consiste en el gas, el vapor o las plataformas de ferrocarril. Consiste en la reducción de los rastros del pecado original”.

Todos los logros científicos y tecnológicos al servicio de la humanidad. Esa es la Gran Meta de toda revolución.

Desde Platón hasta las leyes del mundo moderno, la difamación del principio el placer ha demostrado su poder irresistible: la oposición a tal difamación sucumbe fácilmente al ridículo.

Freud subrayó la verdad fundamental de que la fantasía (la imaginación) guarda una realidad que es incompatible con la razón. La fantasía es cognoscitiva en tanto que preserva la verdad del Gran Rechazo, o, positivamente, en tanto que protege, contra toda razón, las aspiraciones de una realización integral del hombre y la naturaleza que son reprimidas por la razón.

Este Gran Rechazo es la protesta contra la represión innecesaria, la lucha en favor de la última forma de libertad: vivir sin angustia.

La declaración de Novalis (1772-1801) acerca de que “todas las facultades y fuerzas internas, y todas las facultades y fuerzas externas deben ser deducidas de la imaginación productiva” ha permanecido como una curiosidad, del mismo modo que el programa surrealista de pratiquer la poésie.

André Bretón en el Manifiesto del Surrealismo (1924), reclama un lugar para los sueños en el orden concreto, al preguntar: “¿No pueden aplicarse también los sueños a la solución de los problemas fundamentales de la vida?”

Friedrich Schiller (1759-1805) propuso que la belleza es una condición necesaria de la humanidad; es decir, la función estética puede jugar un papel decisivo en el nuevo desarrollo de la humanidad.

Cuando Schiller escribió, la necesidad de tal modulación parecía obvia; Herder y Schiller, Hegel y Novalis desarrollaron en términos casi idénticos el concepto de enajenación.

Conforme la sociedad industrial empieza a tomar forma bajo el mando del “principio de actuación”; restricciones que se imponen al hombre para sujetarlo a su función de trabajador útil, Schiller (Cartas sobre la educación estética del hombre, 1795) manifiesta su negatividad inherente en el análisis filosófico: “... el gozo está separado del trabajo, los medios del fin, el esfuerzo de la recompensa. Encadenado eternamente sólo a un pequeño fragmento de a totalidad, el hombre se ve a sí mismo sólo como un fragmento; escuchando siempre sólo el monótono girar de la rueda que mueve, nunca desarrolla la armonía de su ser, y, en lugar de darle forma a la humanidad que yace en su naturaleza, llega a ser una mera estampa de su ocupación, de su ciencia”.

Pero Schiller, como Marx, cae en el “historicismo”. Ponen su fe en los ciclos históricos; el “estado estético sobrevendrá en la cúspide la sociedad industrial, avanzada; así como Marx creyó que “el triunfo del proletariado” surgiría luego de la consumación del estado burgués, contra el cual se rebelaría.

El hombre será libre cuando esté libre del constreñimiento, externo e interno, físico y moral —cuando no está constreñido ni por la ley ni por la necesidad.

La propuesta busca la solución de un problema político: la liberación del hombre de una condición existencial inhumana. Schiller afirma que para resolver el problema político, “uno debe pasar por la estética, pues aquello que conduce a la libertad es la belleza”. El “impulso del juego” es el vehículo de esta liberación.

El impulso no aspira a jugar con algo; más bien es el juego de la vida misma, más allá de la necesidad y la compulsión externa —es la manifestación de una existencia sin miedo y ansiedad, y, así, es la manifestación de la libertad misma—.

La libertad, en sentido estricto, es liberación de la realidad establecida: el hombre es libre cuando la “realidad pierde su seriedad” y cuando su necesidad “llega a ser ligera”.

La posesión y el abastecimiento de las necesidades de la vida son la condición, antes que el contenido, de una sociedad libre. El campo de la necesidad, del trabajo, es un campo de ausencia de libertad porque en él la existencia humana está determinada por objetivos y funciones que no le son propios y no permiten el libre juego de las facultades y los deseos humanos.

Por consiguiente, se debe subordinar el trabajo a las potencialidades libremente desarrolladas del hombre y la naturaleza.

Un orden no represivo es por excelencia un orden de abundancia. Toda la tecnología y la ciencia deben estar volcadas al logro de este objetivo, deslastrado de los intereses mezquinos de una minoría.

La libertad tendrá que encontrarse en la liberación de la sensualidad antes que en la razón y en la limitación de las “facultades superiores” en favor de las llamadas inferiores. En otras palabras, la salvación de la cultura envolvería la abolición de los controles represivos que la civilización ha impuesto sobre la sensualidad. Y ésta es en realidad la idea que se encuentra en la Educación estética de Schiller.

Ella aspira a hacer descansar la moral en el terreno de la sensualidad; las leyes de la razón deben ser reconciliadas con los intereses de los sentidos; el dominante impulso de la forma debe ser restringido: “la sensualidad debe mantener su lugar triunfalmente, y resistir alegremente la violencia que el espíritu le infligirá por su actividad usurpadora”.

Si el “estado estético” va a ser realmente el estado de la libertad, debe, por último, derrotar al curso destructivo del tiempo. Este es el único signo de una civilización no represiva.

Schiller atribuye al impulso liberador del juego la función de “abolir al tiempo en el tiempo”, de reconciliar al ser con el llegar a ser, el cambio con la identidad. Con esta tarea culmina el proceso de la humanidad hacia una forma superior de cultura.

En cuanto a los controles de los impulsos sexuales, la civilización opone la monogamia; la familia monoparental.

 

glidden35@gmail.com



Esta nota ha sido leída aproximadamente 1210 veces.



Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter