El país latero que éramos

Conocí a Chávez una madrugada fría de febrero cuando una entrañable amiga mía me secreteó que en pocas horas estallaría un golpe cívico-militar.  

Esa noche recordé las palabras de mi padre quien pulsaba que los golpes de Estado son como los rayos: nadie los puede vaticinar.

Cuando escuchamos esa misma madrugada movilizaciones y disparos de FAL en las inmediaciones  supimos que la fuente era fidedigna.

Infinitas horas después teníamos a Hugo Chávez de cuerpo entero diciéndole al país que no se había podido derrocar el entreguismo, pero que se podría.

Que el oprobioso gobierno pitiyanqui sería derrocado más temprano que tarde. Y que la palabra Bolívar había renacido de entre los vivos, hecha esperanzas, utopías y pueblo.

Recordé esa mañana las palabras de un primo que decía: lo grave de la situación de Venezuela no es que nos hayan metido en este lóbrego túnel de ruina e impotencia sino que nadie le ve el final a este despeñadero.

Y Chávez vino a anunciar que sí era posible construir, como pueblo, un final a este abismo.  Nadie sabía muy bien cómo. Pero todos más que divisarlo, táctilmente lo soñábamos, lo necesitábamos.

Corrían tiempos en que protestar contra el aumento al triple o cuádruple del pasaje en horario nocturno, como en el barrio La Vega, era la norma.

Y en que los lugareños que protestaban eran aleccionados sobre la razonabilidad de la tarifa —tanto por policías y como por los mismos conductores de las líneas— a punta de peinilla y pistoletazos.

La fase celebérrima de Betancourt había sido mutada de facto a esta otra: “disparen tres veces, primero, y no pregunten ni un vez, después”.

En ese contexto en que Venezuela había sido adrede sometida a la caída más drástica de su PIB y de la calidad de vida de las grandes mayorías, surge Chávez.

La clase B habían hecho caer a clase C. La clase C, a clase D. La clase D, a E.

Y la clase E, estaba literalmente alimentándose de limosnas, desperdicios y perrarina.

Cuadrillas de policías metropolitanos se daban diariamente a la tarea de aprehender a los denominados “lateros” por el solo delito de recoger humildemente las latas de cerveza desperdigadas por las calles. Todo porque la actividad de los “lateros” les afectaba parte del negocio de recolección masiva y procesamiento industrial de aluminio en el basurero municipal.

Me tocó a mi enfrentar una tarde en el centro de Caracas una docena funcionarios policiales que intentaban llevarse preso a un “latero” en situación de extrema indigencia, sin importarles dejar abandonado en plena calle al hijo de este, de apenas 5 años.

Y mientras el niño lloraba entre desesperado y desconsolado por su padre, dos policías sujetaban al chiquillo para impedir que entrase él también a la jaula policial donde tenían esposado a su padre que también lloraba tras recibir una andanada de planazos. Desde luego, decían “obedecer instrucciones”. Esa era la corpulencia moral de las “autoridades” políticas y policiales de aquel tiempo.

Creo que ni el mismo Chávez imaginaba en aquel tiempo que él pudiese ser capaz de conducir, revolucionar y sacar al país de aquel atolladero infernal. Camino al infierno neoliberal que sentíamos nos conducía derechito hacia una haitinización de Venezuela.

Siento que por más que se muestren datos y publiquen estadísticas, es imposible entender para quien no lo haya vivido la tragedia a la que no pocos vende patrias habían llevado al país a cambio de un puñado de dólares, una Green Card o una maliciada cátedra universitaria en EE.UU.

Y de aquel país resignado y latero que éramos, al que nos habían condenado a desmoronarnos, Chávez nos llevó de nuevo a ser el País Bolívar y el País Miranda.

El País Zamora y el País Rodríguez.

El País Luisa Cáceres y Manuelita.

El país que habíamos conquistado ser.

Y que ahora somos y merecemos seguir siendo.



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Luis Delgado Arria


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