Muchos cayeron heridos y luego fueron rematados

Alejandro Velásquez, sobreviviente de la masacre de Cantaura: “Teníamos que morir como héroes”

Pasaron meses para que las autoridades se los entregaran a sus familiares.

Pasaron meses para que las autoridades se los entregaran a sus familiares.

Credito: Panorama Digital

08-11-13.-A las 5:30 de la mañana los 40 hombres del campamento militar Américo Silva ya estaban de pie, algunos en la improvisada cocina, otros en su punto de vigilancia, cuando el sonido de aviones les alertó que una situación inusual y terrible estaba por ocurrir.

Para las 5:50, Alejandro Velásquez ya había tomado su acostumbrada taza de café y había regresado a su puesto de control, cuando sus temores más recónditos se hicieron presentes. La frase tantas veces repetida por él mismo: “Tenemos que morir como héroes y no como cobardes” cobró más vida que nunca.

El sonido de las bombas de racimo y las metrallas lo hizo abandonar su puesto de vigilancia, en procura de salvar la vida. Ocho hombres lo acompañaron en la huída. Al final, con él, solo lograron salir cuatro, quienes resultaron levemente heridos durante el escape. “La columna se dividió en dos. Los otros 13 sobrevivientes lograron escapar por otros medios”, explica el combatiente, que ahora escribe sus recuerdos.

Los aviones Bronco y Gamberras fueron los primeros en tomar el improvisado campamento. A la par se unieron cientos de militares a la toma del punto estratégico, ubicado en el sector Los Changurriales, de Cantaura, en Anzoátegui, hasta formar tres anillos de seguridad.

En total fueron movilizados dos aviones Bronco del grupo aéreo de operaciones especiales número 15, dos aviones Gamberras del grupo de bombardeo aéreo número 13 y tres helicópteros UH artillados, además de 400 efectivos de infantería del Ejército, 100 comandos de la Disip, guardias nacionales y policías uniformados.

El avezado guerrillero sabía que algo terrible estaba por ocurrir. Desde hace un año tenían la certeza de que el frente guerrillero estaba infiltrado por la Dirección General Sectorial de los Servicios de Inteligencia y Prevención (Disip) y que sus operaciones estaban al descubierto para el Gobierno central, que mantenía una fuerte ofensiva en contra de las actividades ejecutadas por el brazo armado de Bandera Roja.

“El enemigo lo teníamos adentro —afirma sin lugar a dudas—. No fue casualidad que llegaran. Estábamos alerta. De hecho a las 8:00 de la noche del día anterior ya le había informado a mi comando que partiríamos a primeras horas del día”; sin embargo, el ataque llegó primero.

Como consecuencia, 23 personas, militantes de BR, murieron, 17 lograron salvar sus vidas luego de romper el cerco militar que se impuso ese día por integrantes de la fuerzas militares y de la policía política.

Las autopsias practicadas en fechas posteriores revelaron exceso militar. “La mayoría de los cuerpos presentaron tiros de gracia, múltiples disparos, torturas”, afirmó Ricardo Ochoa, quien para ese entonces era el comandante del frente guerrillero Américo Silva y, fue uno de los responsables —en compañía de otros combatientes— de organizar el rescate de los sobrevivientes.

Después de 32 años, Ochoa destaca el carácter de masacre de esta incursión armada. Reconoce que como militante de un partido de izquierda siempre conoció los riesgos de asumir el camino de las armas en su lucha política. Siempre aceptó la muerte como un acompañante; sin embargo, rechaza la forma en que su grupo de compañeros fue asesinado por organismos del Estado, que estaban obligados a respetar los acuerdos firmados por la República, y fundamentalmente los estamentos establecidos en la propia Constitución nacional.

“La masacre la determina que fue un grupo pequeño, sitiado, de 40 hombres, contra el que se utilizó una fuerza descomunal. Fue una operación de exterminio como lo que planificaba la escuela de Panamá. No había posibilidades de escapar. En vez de capturarlos, fueron masacrados, muchos, la mayoría, cayeron heridos y luego fueron rematados, violaron todos los acuerdos que la República tenía a nivel mundial”, afirma el dirigente de izquierda.

Para el momento en que se realiza la operación militar, el objetivo de los insurgentes, que propició la reunión de cuatro comandos en Anzoátegui, era tomar en armas un puesto militar en Anaco, en protesta por las medidas económicas llevadas a cabo por el Gobierno del presidente copeyano Luis Herrera Campins, y en contra de la represión sufrida por los combatientes durante varios meses.

“Nos quedaban pocas horas en el campamento. Ya habíamos decidido abandonarlo, sabíamos de la filtración y que en cualquier momento podía venir la arremetida; sin embargo, los demás comandantes no creían fielmente en los informes que estábamos recibiendo desde hace un año, había mucha división en ese instante. De hecho para el momento del ataque yo estaba escribiéndole una carta a Gabriel Puerta explicando esta situación”, recuerda el único de los cuatro comandantes que sobrevivió el cuatro de octubre de 1982.

“No nos daba tiempo de nada —continúa Velásquez su relato, quien asegura que no le gusta hablar de estos hechos, ‘y menos por teléfono’—. Después de esperar 15 minutos y no escuchar nada, mandé a retirar a mi gente y nos internamos en el bosque. Uno ya venía fogueado de otros combates y había pasado por manos enemigas y torturas”.
Afirma, que en ese momento solo pensaba en las batallas de Bolívar y Sucre. La llegada del alba les permitió romper los anillos de seguridad más débiles y así escapar del infierno que se había desatado en Cantaura. A las 8:30 de la mañana habían violado el cerco, impuesto por las autoridades del Estado. Para ello debieron rampar por más de dos kilómetros para que los pilotos de los aviones y de los helicópteros no los visualizaran.

“Eran más peligrosas las metrallas que las bombas de racimo, ya que las granadas explotaban en los árboles, pero las balas sí llegaban al piso, para evadirlas hicimos cadenetas unidas a los troncos y así lograr salir de la zona”, asegura el hombre que para ese momento contaba con 40 años de edad, desde los 12 años ya tenía encendido la llama de la izquierda en su espíritu.

Pasaron tres días para que sus compañeros heridos recibieran atención médica. Por más de 72 horas caminaron en busca de ayuda. Un campesino fue la primera persona que les tendió la mano y el primer plato de comida desde la taza de café del cuatro de octubre. Ya habían recorrido 12 kilómetros desde Los Changurriales.

Mientras Velásquez escapaba con su grupo de cuatro hombres, el comando militar de Bandera Roja se había activado en procura de rescatar a los sobrevivientes. Médicos amigos tendieron la mano para ayudar a los heridos más leves, mientras que otros fueron forzados por las circunstancias para operar a los más delicados.

“Debimos tomar una clínica militarmente y llevamos a dos de los heridos, los que estaban más graves. Tomamos el consultorio y los médicos los atendieron y operaron. Luego los sacamos de ahí, enseguida, no podíamos dejarlos porque si la Disip los agarraba los mataba. La recuperación la hicieron con médicos amigos”, recuerda Ochoa, quien en un principio aceptó la noticia como una batalla más en la confrontación en contra de los gobiernos de la 4ta República.

No obstante, cuando conoció las circunstancias movilizaron a los familiares, grupos de derechos humanos para denunciar la masacre. Hasta la recuperación de los cuerpos representó una guerra. Los 23 cadáveres fueron echados en una fosa común, pasaron meses para que las autoridades se los entregaran a sus familiares. Tras 32 años aún se desconoce el paradero de uno de los combatientes: José Isidro Zerpa, de 28 años.


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