El mayor tenía como 25 años y el menor unos 17. Entre los cinco sumaban más maldad que Ares, aquel Dios de la mitología griega. Protegidos por sus pistolas y la capacidad de descerrajarle un tiro a cualquiera. Así controlaban a toda una comunidad de tres calles en aquel barrio al sur oeste de Valencia, en cercanías del Hospital Central. Nadie osaba acercárseles. Debieron crecer a la sombra del abandono, en hogar sin padre, de madre drogadicta o alcohólica. No tenían pruritos, ni patrones morales, solo la capacidad de hacer lo que les venía en ganas, por lo que ya no valía que los vecinos se enconcharan en sus casas a las cinco de la tarde. Si a ellos les provocaba entrar, entraban. No sabían de cortejos, ni piropos, ni enamoramientos, cualquier mujer con una vagina o un recto para desahogar la erección, era buena. No importaba si era casada. Incluso, no importaba si era mayor o si estaba enferma pues podía servir para chupar.
Los únicos dos hombres que se atrevieron a protestar, hace tiempo son alimento de los gusanos en el cementerio municipal que queda cerquita. El miedo y el instinto de vivir, podía más que el enfrentamiento y la reacción colectiva. Se cansaron de llamar a la policía. "Hasta hablamos con un teniente coronel de la Guardia del Pueblo. Nos dijo que nos ayudaría y nunca más volvió. Después supimos que había ido a Tocuyito a rogarle al pran para que le devolvieran su carro. Quedamos a la buena de Dios y de esos salvajes. De esos monstruos que vinieron al barrio para apropiarse de todo. Este es su territorio. Me quiero mudar camarada, pero no tengo cómo. Si a mi esposo le dan las cuatro de la tarde en la calle, no quiero que venga. Me da mucho miedo", me contó mi amiga con lágrimas en los ojos.
Así vivían en esa comunidad. Ellos eran los reyes de la calle, los impunes, los que con hablar, todo el mundo se atemorizaba. El verbo de una pistola es muy convincente. Si el de la pistola se droga, más aún. El viernes primero de abril decidieron que vivirían todos en una casa. Así que escogieron la mejor y les dijeron a sus propietarios que se fueran, un matrimonio y tres niños. Recogieron todo y se marcharon a casa de una amiga que vive más abajo. Ellos, simplemente tomaron posesión de aquel hogar. Allí era la música, allí la droga y el alcohol, allí las armas, allí las carajitas para culear. Ignorantes, animales, sin educación, sin costumbres, no previeron que la tolerancia tiene límites. El sábado, los vecinos se reunieron en secreto "hasta estaba la maestra de catequesis para los chamos que van a la iglesia del otro barrio", y decidieron que ese era el límite. Aunque hubo peros, la discusión no duro mucho, la decisión fue unánime y los planes fueron concretos.
El viernes de la semana siguiente, llegaron a la casa de la que se habían apropiado. Eran las tres de la mañana. La droga no los dejaba estar parados, cayeron como piedras en colchonetas. La turba llegó. "Éramos como 60, había hasta chamos de diez años". Los hombres tumbaron el techo de asbesto que les cayó encima. Ya estaban mal heridos. Fue como la campanada, como Fuenteovejuna, todos a una le lanzaron bloques de escombros, listones, piedras, un frenesí que duró casi una hora donde decenas de manos alzaban bloques y los tiraban contra sus cabezas, quizás en la esperanza de desfigurar los rostros, de que nada quedara intacto, de que ninguna parte del cuerpo quedara en su lugar. "Salimos todos de allí como en paz, relajados, salpicados de sangre, sin ninguna culpa. Fue como si nos hubiéramos quitado un peso de encima. Todo ocurrió hace dos semanas. La policía vino, los recogió y ni siquiera preguntaron. Creemos que ellos sabían lo que hacían en el barrio esos desgraciados. Es increíble. Algunas noches nos reunimos, hablamos de todo, pero nadie menciona el tema. Es como si se hubiera olvidado, como si nada hubiera ocurrido. No dejo de llorar desde entonces".
Ningún medio de comunicación habló de los cinco muertos en ese barrio.