Enchúlame la Patria

Era el único día en que podría ir a la Feria Internacional del Libro antes de la fecha límite para entregar la pauta. Se me hacía tarde y, por supuesto, mi automóvil eligió ese momento para descomponerse. Lo dudé, pero la posibilidad de fallar en mi entrega me convenció de pedir el taxi. No regateé, el humor no estaba para esas cosas. El taxista, un joven delgado y barbudo, encendió la radio. Comenzó a sonar una voz que me recordó al Chunior, aquel jocoso personaje de Emilio Lovera. El locutor saludó atropelladamente, supongo que luchaba para contener las palabras que le rogaban las dejase salir. Así pues, comenzó a vomitar todo aquello que yacía aprisionado dentro de él. Me extrañó que dijera “el Presidente Chávez”, después de su verborrea híper-subjetiva, pensé que diría algo más parecido a un improperio.

       Lo intenté, lo juro. Respiré, abrí mi libro sin leer nada, traté de recordarme de mi ruptura amorosa, pero fue inútil; tuve que abrir la boca. Furtivo, le pregunté al chofer qué le parecía la Feria Internacional del Libro, me preguntó qué era eso. Me invadió el dolor que produce ver a los ojos de la clase trabajadora, cuando éstos están llenos de extravío y vaciedad. Intenté explicarle, le hablé además de otras iniciativas culturales, que sólo ahora eran impulsadas desde el gobierno. Mis palabras rebotaron en su coraza como una flecha inerme contra un escudo de hierro. Ese hombre, perteneciente al bloque histórico de los oprimidos, me explicó impávidamente cómo lo mejor que le podía pasar a este país es que llegaran los norteamericanos a arreglarlo, como arreglan los automóviles “en ese programa tan bueno de MTV”.

       Yo pensaba: “Cuando me cobre, le voy a decir: no tengo dólares, no puedo pagarle”. Pero logré sobreponerme a mis miserias y, en cambió, le mostré el libro que llevaba en las manos. Una antología de jóvenes poetas venezolanos, llamada “Amanecieron de bala”, donde yo soy el autor más joven. Le expliqué que ninguno de los 36 autores ahí publicados tuvimos nunca la oportunidad de ser rescatados del ostracismo literario, y que sólo ahora se le daba valor a nuestra palabra, y no sólo eso, sino que se hacía accesible a todos, gracias al bajo costo de venta y la distribución gratuita. El muchacho me miró como con lástima, negó con su cabeza: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

       El tablero golpeó mi rostro. La rodilla la enterré no sé dónde, pero ha dolido por días. La señora del carro de enfrente se bajó insultando al muchacho. Yo no pude contener la risa. Miento, la sonrisa. Mientras los dos se insultaban, yo recuerdo haber pensado algo sobre la ceguera y el choque, algo que me hizo reír a fondo. Fue entonces que recordé que tenía un billete de 10 dólares en la cartera, recuerdo de un viaje nefasto, del que emergí heróico. Me costó mucho trabajo, pero me convencí de desprenderme de él. Coloqué el billete en su asiento, me bajé del taxi, él gritó algo. Sólo recuerdo que le respondí, después de ver el estado en el que quedó su vehículo: “Espero que cuando vengan los gringos arreglen también tu carro, o mejor aún, traigan a esos tipos de Mtv para que te enchulen la máquina”. 

jose_miguel_casado@hotmail.com



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