El fantasma de la restauración de Santa Capilla

Sólo del reconocimiento sale una crítica válida. Si todo tiene que ser o bueno o malo, seguiremos dejamos astillas a nuestro paso o hipócritas alabanzas. En tiempos maniqueos, priva el desengaño, porque nada puede satisfacer expectativas totalizantes. Hasta cuándo tanta energía en la autodestruirnos, míseros herederos de nuestro siglo XIX. Basta sembrar ruinas, para cosechar frustraciones. La metáfora Helicoide atormenta, la ambición de modernidad y su dolorosa "incompletud" se transformó en cárcel. Otra metáfora es el Hotel Humboldt, tour de force (en bueno y pedante francés) del perezjimenismo. Su abandono pesó sobre la ciudad como una maldición de altura. Hoy es albergue de riqueza y su luz ilumina la desigualdad en nuestro norte. Es que no todo tiempo pasado fue peor. Cada etapa cocina sus propias llagas, pero sólo vemos la viga encendida en la mirada del otro.

El tema: la restauración de la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas. Nuestro principal conservatorio, la sede de la Escuela de Santa Capilla, que hizo del arte sonoro una religión para todos. En esa casa, un humilde guatireño, que torcía tabaco para sobrevivir, recogió lo que había del pasado y cambió la música en el país para siempre. Vicente Emilio Sojo demostró cómo ser músico y hacer música académica con lo venezolano. Hasta entonces, la enseñanza formal era barniz de niñas-bien, fundamentalmente caraqueñas. En 1871, Ramón de la Plaza, miembro de la élite social y política del guzmancismo, escribió: «Sólo la clase privilegiada que posee los medios de lograrla, se dedica al estudio [de la música], más por adorno en su educación que por voluntad decidida de entrar de lleno en una carrera que no es la suya...»

Sojo, con una rigurosidad a veces injusta –si bien sus aciertos siempre lo justificaron–, la dirigió a quienes demostraran talento, sin importar clase ni proveniencia, pero aceptando sólo a aquellos que estuvieran dispuestos a entregarse al arte de manera total. Ya a mediados de la década del 30, comenzó a reunir discípulos de composición, entre quienes se destacaron el guayanés Antonio Lauro, los margariteños Inocente Carreño y Modesta Bor, los hermanos Castellanos y Ángel Sauce de Caracas, Antonio Estévez y Raimundo Pereira de Calabozo, y otros tantos, cuyas obras siguen siendo el centro del repertorio venezolano. Incluso, están todavía activos en el país sus más jóvenes discípulos (y de sus discípulos), y son los dos compositores más importantes y prolijos de la actualidad: Federico Ruiz y Juan Carlos Núñez.

Sojo fue el principal de los fundadores y directores de la Orquesta Sinfónica Venezuela y del Orfeón Lamas. Coadyuvó a la creación de la cátedra de guitarra, de donde surgieron para el mundo el mismo Lauro y Alirio Díaz, así como de otras varias cátedras teóricas e instrumentales. Él, primero que nadie y que nada, y con sus propios recursos, premió el esfuerzo creativo de los compositores, hoy dejados a la suerte adversa de la supervivencia (¿qué pasó con los humildes, pero importantes Premios Municipales?). Fue el primero en preocuparse por sistematizar la recopilación, armonización y arreglo de música tradicional venezolana, creando un "gregoriano nacional" que influiría hasta en el mismo medio popular. Entendió la importancia de publicar música (hoy no se edita ni una pauta, porque un prepotente brochazo burocrático arrasó la fundación que llevaba su nombre). Y transformó la casona de Santa Capilla en el centro de las actividades musicales del país, durante al menos 30 años. Esos son los muros, espacios, aulas recuperadas; hay que llenarlos ahora del espíritu de quien el grandísimo Celibidache dijo: "El maestro Sojo es Venezuela. Ojalá que un buen día Venezuela fuera también el maestro Sojo". Seguimos esperando.

Celebramos el rescate de los espacios de la Escuela Superior (como los de la UCV, el Celarg y, parece, vienen los museos…), y ahora es propicio reflexionar sobre la enseñanza musical en el país, que pasa por uno de sus peores momentos. Preguntémonos si fue exitoso privilegiar las universidades sobre los conservatorios, abandonados. Si tenía sentido ofrecer una enseñanza de tercer nivel, cuando no se habían organizado, ni se han organizado todavía, los estadios previos, las bases educativas necesarias para otorgar algo más que un título de pared. Debe ser ya evidente la imposibilidad de profesionalizar a un joven que a los 18 años no ha estudiado nada de música. Pensemos también si los 50 años del costosísimo esfuerzo de las orquestas juveniles e infantiles (¿alguna vez sabremos cuánto han costado, cuánto cuestan?) han dado resultados en términos propiamente educativos o nos contentamos con un par de dúdameles, por todo pago. ¿Entenderemos alguna vez que el arte y la música son formas profundas de comprensión del mundo, ejercicios de pensamiento, y no algo meramente funcional? ¿Cómo llamaremos a una educación que lo que produce es "mercancía" para la peluda mano del mercado? Nuestro Robinson nos diría que hay que fomentar más bien el pensamiento crítico, y no apuntalar la obediencia leninista o la esclavitud neoliberal. Salvar Santa Capilla es recuperar el proyecto educativo de Sojo, su apasionada rigurosidad ética, su dedicación absoluta a Venezuela, su sinceridad y su entrega: su ejemplo.

Quizás sirva, para entenderlo, comparar su proyecto con el de José Antonio Abreu, que surge una vez muerto Sojo y no como su continuidad. Habrá que convenir, entonces, que el llamado "Sistema" no ha tenido carácter venezolanista. No apoyó la composición (ni siquiera él último atril de las decenas de orquestas fueron para compositores residentes). No apoyó el repertorio nacional (en el centenario de Alirio Díaz, la viajera orquesta millonaria no lleva siquiera un concierto de guitarra y orquesta venezolano), sino la música centroeuropea. No apoyó la musicología ni la historia musical en el país (ni una sola de sus particellas ha sido editada aquí… bueno, quizás la Cantata y su Diablo sean la excepción). Vale el circo, pero no a costa de tanto pan. Cierto que no queremos más hiperlíderes, caudillos, tiranos, dictadores, pero cuánto nos llenamos la boca con el desaparecido maestro Abreu. Hasta la Iglesia ha tenido que confrontar las acusaciones por su amoralidad y su inconsistencia de siglos… ¿no será ya hora de hablar con sinceridad de nuestro Sistema, así sea para borrar toda mancha, toda acusación? Incluso, atrevámonos a responder desde aquí a la crítica internacional (empezando por la de Geoffrey Baker, 2014), así sea para desmontarla… si se puede. Es momento de desclasificar secretos. Démosle al César lo que se merezca, pero me sospecho que Dios seguirá en Santa Capilla.

Santa Capilla no resucita sola, menos si su destino depende del capricho de políticos ignorantes, al menos en lo que a la historia del arte y la música en Venezuela se refiere. Es el medio cultural el que tiene que repensar su espacio y su sentido. No es momento de politiquerías con la institución, ya se hizo abandonándola (y a las escuelas de música) por decenios. Empecemos por escribir una historia actualizada de la Escuela más que centenaria, de las orquestas (la Unión Filarmónica de Caracas se fundó en 1922 y nadie recordó el aniversario), y del movimiento coral; de los grandes compositores nacionalistas, de nuestras cátedras e intérpretes. En todo estará Vicente Emilio Sojo dirigiendo nuestras plumas, ese será el vuelo de reconocimiento. Y sí, celebremos en voz alta esta restauración, tan bienvenida, tan justificada, tan acertada, pero evitemos ensuciarla con otro desacierto que, como con tanto, ya no hay tiempo para más rectificaciones.



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Alejandro Bruzual

Alejandro Bruzual es PhD en Literaturas Latinoamericanas. Cuenta con más de veinte publicaciones, algunas traducidas a otros idiomas, entre ellas varios libros de poemas, biografías y crítica literaria y cultural. Se interesa, en particular, en las relaciones entre literatura y sociedad, vanguardias históricas, y aborda paralelamente problemas musicales, como el nacionalismo y la guitarra continental.


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