La guerra más larga del mundo

 

Es posible que tú y que yo fuéramos también Lucía, o María, o Ana, o Julia, o Martha, o Libia, o tantas; atravesadas desde el ano hasta el centro de la vida con una estaca de madera, senos abiertos a navaja, cortadas en pedazos dentro de bolsas negras en una carretera, azotada en plaza pública por andar de la mano con un hombre en las aceras, por viajar “solas”, por vestir de forma “provocativa”, por ser “atractivas”, por salir de noche sin un hombre al lado que nos “cuide”. Es posible que tú y yo hubiésemos muerto desangradas en un hospital público por no recibir a tiempo atención médica después de un aborto, es posible que nuestro peor día haya sido el día que parimos a nuestrxs hijxs, que no quisiéramos parir nunca más para no sufrir de nuevo esa experiencia, es posible que los hombres que una vez dijeron amarnos hoy nos sometan a la humillación y la tortura, que nos lesionen en la cama, en la sala y en la calle, es posible que creamos que no hay solución y es nuestra culpa por “escoger mal”, por “creer que van a cambiar algún día” a fuerza de nuestro abnegado amor, es posible que creamos que sabemos amar porque no esperamos nada a cambio, ni de nuestros compañeros, ni de nuestrxs hijxs. Es posible también que hayamos sido vendidas como prostitutas en el mercado ilegal de la guerra después que el enemigo saqueara nuestra tierra y estallara nuestras casas. Es posible que en algún momento deseáramos no vivir encerradas en la carne del deseo de otros, no ser una mercancía andante accesible al mejor postor, con o sin nuestra voluntad, no ser mujeres.

Recuerdo tener 15 años y vestir como “niño”, raparme el cabello al ras, no usar maquillaje, ni adornos, jeans y franela negra, zapatos de tela;  sólo quería perderme en los libros porque empecé a entender el mundo donde nací y el panorama que me mostraba era detestable, todo lo que había aprendido no era suficiente para enfrentar la violencia, el absurdo y la estupidez vuelta sentido común, que afuera me esperaba. Salir de casa era un dilema, hablar en público un reto insufrible. Intenté con frustrantes resultados ser valorada por mis ideas, sin distractores, pero tenía la misma talla de sostén y la misma altura que ahora, 13 años después, entonces el morbo masculino, regidor de todo orden, me condenó objeto. Comencé así a despreciar mi cuerpo, me atornillaba la cabeza con la fijación de que nuestro cuerpo no es nuestro, desde pequeñas es de otros, sobre todo de otros hombres; con tristeza crecí separada de mi cuerpo y despreciando el cuerpo de las otras, las mujeres que me rodeaban. Aún hoy sacudo la cabeza en señal de rechazo cuando veo pasar a una mujer que decidió (por los humillantes motivos que conocemos) hacer más evidente su condición de objeto, y para eso se sometió al dolor y a la anestesia, y para eso usa el poco o mucho dinero que gana; me pregunto si será feliz en su cuerpo, pero no me atrevo a preguntarles porque habita en mí el odio, el mismo que me hizo querer ser “niño” a los 15 años, cuando mis primas y sus amigas estaban preparando su presentación a la “sociedad” (léase la venta al morbo masculino, al legado de Dios en la tierra, al capital, a los ojos de sus madres), yo quería ser lo más oscura, lo más invisible posible. En ambos extremos está presente el desprecio al cuerpo, la negación del ser (cuerpo y mente); por un lado el hedonismo y por el otro el aislamiento; síntomas enfermizos de una sociedad fálica, violenta, opresora. Tuvieron que pasar muchos años y muchos golpes contra la vida (la deseada) para que pudiera acoplarme en mi misma, una mujer cuerpo, una mujer pensante y deseante, enteramente mía. Hoy puedo mirarme al espejo y reconocerme, me gustan mis ojos porque contemplo en silencio los cambios de clima en los cielos que me habitan, porque con ellos puedo mirar la belleza, me gustan sus curvas oscuras de línea negra permanente, recuerdo de ser mora. Me gustan mis piernas y mi boca de gruesa negritud, mi cuello largo. Cuando amo puedo convertirme en la plenitud de mi deseo, así como bailar o nadar en mar profundo, el agua, las caricias y la música me hacen libre, poseedora de un cuerpo hermoso, que he aprendido con temor y dudas a querer, a aceptar, a defender del saqueo simbólico y concreto que implica toda conquista.

Fuera del testimonio, comparo los relatos de mis amigas, de mujeres que se cruzan, que van, que sobreviven…todas tienen historias que contar respecto a sus cuerpos, a cómo lo fueron perdiendo, a cómo nunca lo tuvieron, o cómo en una lucha contra el mundo (el que tenemos) lo recuperaron, esa recuperación implicó un estado de conciencia que es político, que no sólo supone una búsqueda de liberación individual, sino la comprensión de la opresión del cuerpo de las mujeres, las muchas, las otras, las nuestras, las suyas, las ellas. Esa conciencia del ser muchas, nos lleva a desmembrar tabúes, a romper con el silencio; cuando eso sucede nos sentimos en el pleno derecho de ejercer la violencia legítima de nuestra rabia, la defensa de nuestros cuerpos es un punto de honor, no debe ser debate último o agregado de la “victoria final” que se piensan y repiensan los gobiernos progre y los partidos radicales, o los grupos de machos héroes nacionales, que quieren hacer una revolución con una “compañera” al lado (dos pasos más atrás) que les cocine y les consienta en las noches de desesperanza. Porque el silencio nos ha costado caro, ya mucha sangre ha corrido en la guerra más larga de la historia de la humanidad, la guerra contra las mujeres, globalizada, encarnada en casi todas las culturas del planeta, revivificada por el capitalismo, practicada una y otra vez contra nuestras voces, contra nuestros cuerpos, por el mercado neoliberal, las religiones, los padres, los maridos, los “compañeros”.

Por eso no debe haber perdón ni cobardes consideraciones contra los y las que han retenido en la última carpeta del olvido el debate por la despenalización del aborto en nuestro país, en la Asamblea “revolucionaria”, y en esta, también mediocre y conservadora. El aborto ilegal es condena de muerte para las mujeres pobres, y eso es algo que casi nadie está dispuesto a debatir desde el poder constituido, al Estado no le interesa que las mujeres sepamos que nuestro cuerpo es nuestro, que hemos abortado como medida de cuidado y por decisión propia desde nuestras ancestras, y lo seguiremos haciendo así lo prohíban las leyes retrogradas de un gobierno que pretendió transformar un país a punta de pañitos de agua tibia, de dádiva para “los pobres”, con los restos de la olla que han raspado los unos y los otros. Al Estado no le interesa que pongamos en contradicción el concepto de la familia heteronormativa, porque si pasamos el discurso de la familia como el núcleo base del capitalismo (que garantiza la reproducción de la mano de obra, hereda la propiedad y reproduce la cultura de consumo), a la familia como núcleo base del socialismo, no hay mucho cambio, cierto? Las madres socialistas agradecemos a nuestro comandante obrero su abnegado sacrificio por nosotras, ahora nos matamos por un cargo en el ministerio “de la Mujer”, hacemos la cola por la comida con orgullo patrio, y además somos “bellas” porque luchamos (nos queda bien bonita la gorra roja y las banderitas cuando vamos a ser masa en la marcha). Es nuestra responsabilidad sacar pa’lante el país, con un sueldo de miseria, y un hambre partiéndonos el estómago, ¡eso es amor! Con la misma idea del “sacrificio amoroso” nos han vuelto a condenar. ¿Resistimos o sobrevivimos? Las crisis nos llevan a hacer con manos propias lo que antes otros nos garantizaban, de eso se aprende, claro, el problema es cuando creemos que sobrevivir es resistir, y resistir a qué? Acá el coco no se llama imperialismo, se llama fuga de dólares, corrupción, negligencia, mediocridad, soberbia.

La historia sin fin de la guerra económica ha sido la estocada final de la desmovilización del pueblo organizado, hoy sólo pensamos en cómo parir la comida que debe estar cada día en la mesa, lo han logrado, no hay tiempo de pensar en nada más, no hay posibilidad de vislumbrar por ahora un camino menos miserable y reducido de liberación, y si lo hubiera, toca deslastrarse de las culpas de un chavismo clientelar, parasitario. En todo este trago amargo y desesperante, hay algo que sabemos hacer las mujeres, víctimas de todas las culpas, condenadas siglos atrás, algo que se nos despierta ante el golpe del hombre y detiene su puño en el aire, que nos hace alzar el rostro y apretar las manos cuando pasamos frente a más de dos hombres en una calle sola, que nos hace acercarnos a otra mujer para ayudarla, para escucharla, que nos levanta de la silla cuando alguien nos maltrata, que manda a la mierda el pecado, que nos hace cargar un arma como unx hijx para defender el cuerpo amplio de la vida, que escupe contra el amo y contra el tirano, que nos hace amar esperando ser amadas, que nos obliga a responder contundentemente a cada rasgo de opresión venga de donde venga…a ese algo lo llamamos dignidad.

A esa dignidad hay que llamarla ahora, para ir juntas, ella con nosotras. No nos caerán del cielo las formas de emancipación, nadie las pensará por nosotras, no habrá firma de ministra que la avale, no habrá presidente que la legitime, no habrá Estado que le interese. Es tarea nuestra defender el cuerpo común, el vientre de una vida libre, no hay otro tiempo. Habrá que seguir develando los rostros de los enemigos, los rasgos del patriarcado, el ruido de la opresión, habrá que armarse con la rabia y la razón, habrá que resistir, no sobrevivir, en la guerra más larga del mundo, la guerra contra las mujeres.



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Las Comadres Púrpuras

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