La conocí hace dos años, recién cumplidos los diez, allí sentadita en una silla reclinable en un corredor de la humilde casita de sus padres. Tenía más carita de niña de la cuenta. Su padre, Santiago, me miró como con vergüenza, me sonrió e intentó que yo olvidara la sorpresa. Tenía un bebé mamando con placer su enorme teta derecha. Y por añadidura, estaba embarazada.
Santiago y su mujer, mis amigos, me conversaron de muchas cosas como esperando que se me saliera de la cabeza, la escena de aquella bebé amamantando a otro bebé, en aquel humilde hogar del muy difícil Barrio Unión de Naguanagua, una de las zonas más rojas de Carabobo. Dos días antes, me contaba Santiago, una muchacha venía caminando con un niño de tres años agarrado de la mano, cuando de pronto se apareció una moto, el tipo se paró frente a ella, sacó una pistola y le pegó cuatro tiros en la cabeza. Un año atrás, dos miembros del consejo comunal habían sido asesinados por denunciar a las bandas y los malandros que allí operan.
Finalmente Santiago entendió que no se me saldría de la cabeza la impresión que me causó ver a la última de sus tres hijas amamantando un bebé y embarazada. "No me juzgue compañero" me dijo. "No lo hago hermano", le respondí, "solo que no he podido evitar lo sorprendido que estoy porque no hace mucho esa niña corría de un lado a otro de la casa con sus hermanas y venía llorando donde ti porque sus hermanas le pegaron. Por eso me sorprende". Fue cuando se animó a explicarme. "Este barrio es candela mi hermano. Los malandros se apropiaron de él y la gente buena se esconde en su casa. Algunos no pueden vender la casa y la abandonan. Hasta se han metido en algunas casas y se roban las cosas como si nada. Ya mandé a las mayores para casa de sus tíos en Duaca, porque no puedo vender y no puedo salirme de aquí. Hay un carajito por aquí que la mira. Viene habla con ella, carga una pistola más grande que él; y al final me dio miedo que si yo prohibía eso, se fuera a vengar jodiéndola o haciéndole daño a mi mujer. Es el malo de la partida, tiene 18 años. No sé en qué momento la preñó y terminé consintiendo que viviera con ella aquí en la casa. Él viene y le da dinero a mi mujer para mercado, le trae un regalo, atiende a la chama, cargas a los bebés, mira televisión con ella y a las seis se va para la calle. Ella sigue siendo una niña. Creo que todavía no sabe qué le ocurre". Fue la más dura narración que le había escuchado a algún ser humano. Creo que esperaba a alguien para desahogarse. Creo que necesitaba decir todo lo que dijo, en más de una hora, tiempo en el que yo solo escuché, asombrado, con ganas de llorar, viendo apenas dos lágrimas que brotaron de los ojos de Santiago. Tantos años en mi ajetrear político por los barrios de este país, tantas historias insólitas escuchadas, y creo que ninguna como esta.
Hace dos semanas, de dos años después, me los tropecé en el mercado municipal de Naguanagua donde suelo comprar. Santiago parecía un zombie, enjuto, con la mirada perdida, cargaba a un chamo. Detrás venía una chica, joven, adusta, con un bebé en los brazos, desaliñada, descuidada en su presencia, me sonrió y me expresó un "cómo está" como de sorpresa, como de alegría. Santiago pregunta muchas cosas. "Está igualito compañero" es una expresión de placer, y mira a la hija como buscando la confirmación.
Hacia un año que al padre de los niños lo habían matado apenas cumplir los 19, no de un balazo, sino de 18, como para confirmar la muerte. Tres meses después de ese hecho, la esposa de Santiago, de 46 años apenas, moría de un infarto fulminante. "Nunca supimos que sufría del corazón. Simplemente se levantó de la cama, fue al baño, salió y dijo que iba a hacer café, cuando se cayó. Estaba muerta", explicó Santiago sin vergüenza alguna para ocultar la lágrima frente a todo el que pasaba y lo miraba como extrañada. Fue como el clic para que la hija también llorara, una niña de doce que parece de 30, hasta con un diente menos.
También me dijo que las hijas que viven en Duaca, le imploran que venda o que agarren todos los corotos y se vaya de allí. "Pero no puedo hacer eso porque con los reales que venda la casa aquí, me da para comprar aunque sea un pedacito de tierra por allá. Ahora tengo los nietos y a mi hija, no puedo abandonarlos. Qué puede hacer una niña de doce años que apenas sabe leer, con dos hijos. Pa´donde vaya tengo que llevármela". Ella había ido con los niños a comprar jugo de naranja. Él la contemplaba riendo con los hijos y me dijo "es la misma risa de cuando tenía seis años con aquellos dienticos de ratón. Ya ha vivido toda una vida, es hasta viuda y apenas tiene 12 años. Pobrecita mi niña".