Preludio espinoso

Acatalepsia. Una novela por entregas. Capítulo 1

Hallándose atormentado por los males de su profesión, Constancio Mercerón notaba que no estaba haciendo las cosas bien; que no las estaba incluso contando bien, pues confundía realidad con ficción, por lo que intentando construir otra, destruía, por tanto, el escenario real.

Si bien se arrimaba a las letras, no hacía ver que por eso tenía mayor cabida para calificar los hechos, porque si se miraban las causas suscritas por letrados de diversas épocas, muchas eran marranas y de miradas soberbias y oligarcas sobre la realidad y, más que todo, cuando hablaban como desde una peana mancillada.

Su verdad estaba malherida de hostilidades. Sabía mucho menos de Dios, que cuando Moisés recibió la encomienda. Y no le era posible decir las cosas como eran: silenciaba los retumbos de la verdad. Se cambiaban sus títulos y se le daba otro sentido a lo que pretendía avisar. Lo que se leía era el mensaje más varonil; no así el más verdadero. Su veracidad existía, pero se la ahogaban ferozmente con el esponjoso almohadón mediático.

Así decía ver la vida a sus casi cien años. Y no era que se revertía pueril, sino que se encontraba aún cual niño. Como quien no tenía porvenir e ignoraba lo que el mañana le reservaba, y sin que dejara de experimentar la felicidad. Y no llegar a los cien –temía– debido a no saber al dedillo –no sólo a su edad, sino a cualquiera– en qué momento podía su vida ser cancelada.
Constancio Mercerón era achaparrado y de asidua cachucha ocurrente. De cutis lipoideo, como de cera, y además texturizado sin que le resultara decorativo; con muchos lunares de diversos tamaños y con una sonrisa, tan perenne, que se le veía deprecatoria. Pero siempre le comentaba a su mujer, que si conseguía no ser un testigo del pasado, sino vivir en un presente inacabadamente actualizado, podía vivir más. Su mujer retemblaba. Acostumbraba ante todo seguir el rastro a alguien con su pensamiento para saber lo que tenía de propio ese ser al que no le quitaba el ojo de encima. Pero también el tiempo era seguido con su mismo pensamiento, para saber qué tenía de propio ese lapso que percibía lento a veces.

Su peso era apenas de treinta y cinco mil gramos. Sus piernas, más que piernas orugas y una cámara, que alcanzaba escanear todo lo hallado a su paso circunspecto, eran sus ojos. Capaz era de explorar, en búsqueda de la verdad, en los lugares de difícil acceso que siempre ofrece la vida, como el pirofilacio de la mentira o del error que construyó el destino humano bajo la estructura del templo de la Sinceridad Perdida y que fuera bloqueado, deliberadamente, para que nadie nunca más entrara, no sin antes haber depositado en él objetos para ofrendar, no se sabe qué, o a quién. Pero era posible que en ese inframundo, donde incluso naciera el tiempo, viviera la respuesta de que allí estuviera aún la Sinceridad Perdida buscando polvo humano.

También resultaba cierto, que como amigo de un saber tal como aquel era, públicamente además de industrioso promotor del desarrollo, un afanoso generador era de poner a los rezagados a escuchar lo que les hablaba desde lo más impresionante y hondo de la técnica moderna, cuando su mujer, por cierto se había desvestido en público, dizque para quitarse de encima muchas inhibiciones que bloqueaban sus recuerdos, fantasías y sensaciones ligadas a su parte ardorosa y táctil, que le permitieran una respuesta satisfactoria: o bien en la cama, o bien en un sitio azaroso cualquiera. Y así pasaría –¡ah mundo!– de ser una esposa perfecta, a la perfecta presa de fotógrafos y chismes de jauría. Uno de ellos decía, que a veces era paseada en un ovni, mediante el cual, su original piloto, la llevaba al séptimo cielo… Ciertamente no era ella una mujer estudiada, pero reflexiva, sí, filosóficamente hablando: tiraba siempre con intelectuales orgánicos y, tradicionales a veces, cuando salía de misa los domingos, a quienes terminaba sacandoles también conocimientos. Y todo a pesar de que, cuando la invitaban a tomar algo, decía automáticamente: “Virgen de medianoche! Y se persignaba. “!No, no me tomo ese traguito porque se me va para la cabeza, y no sé qué pasará”. Y lo divertido era que los móviles de vida de Constancio Mercerón al parecer habían sido: el periodismo, y las mujeres entretenidas.

Y se olvidaba que su construcción no flotaba como una pompa de bálago, sino que se desplomaba como una placa sobre otra dando al traste con todo lo que había entre ellas. Sin embargo abrigaba el convencimiento de que, siempre la verdad tendía a triunfar, aunque fuera en la rápida versión en la que siempre se refugiaba.

Y no debía diluir él, su pacto con el lector, abandonando la objetividad y diciendo quién era, pero lo hacía, logrando hacer bastante entretenida la fiesta de su impudicia.

Y es que había faltado madurez para aplicar las normas. Madurez atendiendo en forma simple a la idea de seso, de sensatez, de haber llegado, si no al henchido, al menos pasadero nivel de desarrollo de la capacidad de entendimiento.

¿Era qué acaso cincuenta o sesenta años no habían bastado para haberla adquirido?

Era lo que obligaba entonces, no a platicar de madurez, sino de la real voluntad de hacer las cosas, y ajustadas, porque muchas parecían ser producto más bien del agudo talento de los creadores de ríos revueltos, donde gustaban pescar ventajosamente.

Se hallaban cosas de muy vieja data como para decir, que por su novedad, no se conocían. Incluso estudiantes de arquitectura habían ofrecido proyectos gratuitamente para mejorar la realidad y resolver aspectos acuciantes, y nadie le daba importancia. Resultaba sorprendente que la inteligencia no hubiera podido hacer normal nada de los aspectos sobre los cuales se sentían tan ufanos. Y ninguno respondía por todo esto. Era tiempo entonces de que se enseriaran, con ellos mismos, cuando se respiraban aún manejables aires de zozobra.

Había pérdida de confianza y los minoristas temían que las navidades no resultaran lucrativas. El índice había bajado (en nueve años, lo más) y las cifras superaban con creces todas las predicciones. Se esperaba un retroceso moderado de sólo diez puntos. Era el quinto mes consecutivo en que el índice caía. Ni siquiera el derrumbe tan perfecto, de las dos elevadas erecciones, repercutieron tan negativamente sobre el indicador.

Y para rematar se planificaba un ataque que también influía sobre el pesimismo que reinaba en aquel mundo de dimensiones limitadas, cuando en un balneario varios jefes hablaban del terrorismo como una seria amenaza para su libertad de intercambiar bienes.

El mar sin embargo se expresaba, pacíficamente.

Se llamaba a los vecinos a la reconciliación y se condenaban las arremetidas perpetradas contra inocentes en la inauguración de las fiestas patronales.
Les tiendo la boca, no la mano para conversar, alguien diría con salero e ilusoria prudencia.

Quiero vivir con mis vecinos encontrando un proceder que vaya en beneficio de nuestra seguridad común.

Pero los vecinos tambaleaban y amenazaban con romper la alianza acusados además de manirrotos por no ser almas precisamente de la normalidad administrativa, al tiempo que Idígoras Moreno, otro de ellos, pero de mucho peso, amenazaba con excluir a los que objetaran sus eficientes procedimientos.

Los vecinos laboriosos decidieron entonces, apoyar sus guisas, entre otras cosas por sentirse conquistados y ante la arremetida justiciera de vecinos más allá de los confines del tronado edificio.

Pero un hecho temerario y catastrófico se presentaría, cuando varios discrepantes de Idígoras Moreno secuestraran a las personas que se encontraban en su casa conversando con él sobre asuntos privativos. Aquello parecía un real teatro si se miraban los variados personajes que en ese instante ensartaban hebras.

Los discrepantes eran quince hombres y doce mujeres. Los hombres portaban amenazantes y enormes yucas, y las mujeres moderadas mallas cerdosas.

Uno de los hombres, el más jadeante, le vociferaba a Idígoras Moreno palabrotas inéditas, pero sin hilar la razón que lo asistía para haber ejecutado semejante acto antagonista.

Y dos trémulas mujeres, de senos túrgidos, al mismo tiempo lo miraban con manifiesta enemistad balanceándose ambas, discretamente, como para neutralizar sus despejados instintos.

Idígoras Moreno, sin sentirse en nada amenazado por los gritos del hombre, se dirigía entonces a las dos mujeres diciéndoles que lo que ambas pensaban era embuste, pero sin reprimir un deseo picarón de reírse que perturbaba, aún más, a las ya desgreñadas féminas.

Arribadas las fuerzas policiales, no vacilarían pues en actuar rociando de inmediato un gas no identificado científicamente –eso sí, inodoro– que paralizaba los órganos genitales de la gente, y que evitó el accionar de aquellas terribles armas.

Ocho cuadras más allá emergía Prudencio Guerrero con una cómoda ventaja sobre su contrincante, Santos Dramón.

Prudencio Guerrero los invitaba a todos a construir en un mundo donde se destruía con armonía y más aún con inflexible respaldo destructivo. De torero había pasado a jefe aquel domingo. Sus primeras letras las había recibido siendo adolescente, mientras que Prudencio Guerrero había adquirido, para entonces, un revelador friso académico.

Si bien José Verde se alegró sobre su victoria, un truhán del mimo barrio, Edgar Burral, la había enumerado de brillante. Pero la verdad era que Prudencio Guerrero lo que perseguía era derrotar al hambre y por ello no se dejaba seducir por galanterías.

Terepaima Ojeda, en la misma onda de intransigencia general contra la penetración perniciosa de galanes intensos dentro del Guamo, donde la fuerza de lo falso era histórica, andaba por las calles rezongando acompañado de miles de indigentes contra esta posibilidad, que abarcaba sobre todo lo mercantil, y que se esperaba comenzara a operar dentro de los próximos dos años. Terepaima se proponía probar con hechos que la dignidad nunca cedía ante la grandeza de los todopoderosos.

Pero no solo los indigentes alzaban sus voces desconsoladas, sino también organizaciones de ecologistas y hasta de monjas que, con sabia cantilena, formaban tales bataholas en el parque La Matica.

El domingo anterior había arribado al Guamo, Ariel Saldivia, acompañado de dos damas beligerantes: Cándida Cova y Malena Martí con la misión de abrirle la puerta al echar un párrafo entre Terepaima Ojeda y los vecinos que no habían dejado de andar de las greñas. Los vecinos incluso algo contaminados del virus estruja y como posesos de un talante malhechor.

Ariel Saldivia defendió su actitud de condenar la rebelión, postura criticada por los vecinos, con sus gritos habituales.

Y tras reunirse Ariel Saldivia con los vecinos, se abrumarían estos entre acudir al diálogo o mantenerse inmóviles hasta que Terepaima Ojeda se fuera para siempre.

Y era juicio del viejo Chente Curiel, que la buena voluntad llegara a los oídos de todos los vecinos esperando además que fuera excluido del diálogo todo lo que oliera a gorila, porque había que descontaminar la política en el Guamo del golpismo cretinoide. Y en cierta onda con Ariel Saldivia, advertía que los rebelados podían contaminar la escena guamoneana mediante eventuales repeticiones en otras regiones importantes. Y que no se debía caer en el impulso, ni en el desafío de estorbar a los perturbadores, asunto que mucha gente pedía incluso con gritos vagabundos. Las fuerzas del orden, no obstante, expresaban respaldo incondicional.

Pero Constancio Mercerón en sus crónicas expresaba un dramático pesimismo ante la gestión facilitadora de Ariel Saldivia con su menudo tamaño, su escaso peso y su paralela demacrada voz. Afirmaba estar decepcionado por el no arribo de una carta... Llegó hasta el extremo de afirmar, que el solo hecho de no materializarse los cálculos aspirados, hacía casi inevitable una tángana feroz en el Guamo y lamentaba que Idígoras Moreno no tumbara a Terepaima Ojeda por hacerlo con el turco Harb. En respuesta Ariel Saldivia sugería que Júpiter de Dios debía formar parte de tal proceso de reconciliación también como terciario mediador, por haberse reunido ya con Cintio Quiñones, quien de entrada afirmaba que Júpiter de Dios era imparcial no obstante que el pájaro Ignaro hubiera refrendado una frustrada orden que había acabado temporalmente, y metódicamente, además, con todo.

Empero, Júpiter de Dios, fue aceptado.

Los vecinos hasta ese momento se remitían –ab imo pectore– al voceo de consignas que hacían relumbrar como categóricas; entre ellas, esta nada benéfica:

¡Terepaima Ojeda, debe ceder, o habrá sangre!

Y uno de ellos agregaba, cómodamente instalado en un hotel muy bien estrellado, que no saldría de la plaza hasta que Terepaima Ojeda no se fuera. Continuaba chocantemente entonces, tematizado, al tiempo que una futura sentencia judicial, que probablemente no habría de favorecer al tipo en su lio, era de antemano tildada de antijurídica por interpretar, dizque aberradamente, un adolorido artículo que los vecinos apaleaban cual zorro en gallinero.

Y en base al robusto criterio jurídico de dos hermanos, donde uno al parecer también en cuanto a carnes, era más robusto que el otro, los haría merecedores de una gentil invitación por parte de los vecinos para hablar de esa futura decisión judicial (cualidad de gentil que por cierto no era necesario destacar, debido a que ya los tenían acostumbrados a sus proverbiales gentilezas). Los vecinos los acusaban de engolosinados, lo cual, por razones más que obvias, no negaban. ¡Ni locos que fueran! Sin embargo no dejarían de tratar de bajar las espadas, aunque las mantuvieran desnudas. Y saldrían de allí, optimistas y aclarando, que no habían recibido presión alguna porque además no las aceptaban.

Ariel Saldivia por su parte, que pensaba asistir a una reunión empresarial, desistió a última hora por obligaciones preferentes que le exigían tales circunstancias. Y menos mal que no asistió, porque hubiera recibido humo del bueno que estaba muy de moda, por aquellos días, junto al plomo grueso.

Aquel 4 de mayo, fue hallado debajo de una vieja caja de herramientas, abandonada a la intemperie, un escrito de Terepaima Ojeda a cuyo lado estaba un papel de taco con esta borrosa y única inscripción: La razón humana es lo que más conspira contra el amor entre un hombre y una mujer, que Constancio Mercerón no supo apreciar en cuanto a lo que revelaba. Así se lo reprochaba Raycón Beló, un cuarentón muy dado a la caña, educado y leído, sin duda, y hasta acomodado –era posible– porque no hacía un carajo y, con un nivel de crítica tal, que también constituía otro brebaje de los que le generaba una repentina embriagués. Había llegado mozo y, por la simple permanencia, se había convertido en hijo adoptivo del Guamo. Sus zapatos de dos tonos eran una antigüedad igual que el Santo Sepulcro y el coche de Isidoro. Su insigne deserción de la iglesia y sus vicios ingratos eran bien conocidos por todos. Y era celoso de su puesto fijo en la barra del Tres Columnas. Allí era fácil apreciarle su tufarada etérea. También era dado a ponencias vagamente substanciales y a cierto pasajero recelo devoto que sacaba a relucir habitualmente, dando énfasis a sus exposiciones con imprecisas palmadas sobre la mesa. Cinco güisquis con leche, bien servidos, era su dosis de cada velada, sin disimular persistir en un estado patético de modorra alcohólica siempre con el vaso suelto muy cerca de su boca y la mano derecha posada a cierta distancia sobre el anular y el meñique, y el resto extendido como con una extenuada pantomima. Parecía haber sido entrenado para hacer ver a los demás que era feliz y para que pensara que los demás lo eran siempre. Y era distante quizás por lo mismo: un desmedido contacto con él lo hacía temeroso de que pudieran verle su busilis. Y sus padres como que se habían empeñado en que no fuera individual, natural, que fuera simplemente él.

Narraba en serena letra cursiva, que ese mismo día había escrito a un tercer ministro, de apellido Brett, solicitándole una entrevista para hablarle de asuntos para él supremos. Y que en caso que Brett no pudiera atenderlo en ese preciso instante, otro debía recibir el contenido de los asuntos.

Dos días después terminarían discutiendo en el bar los ofrecimientos.

El asunto consistía en que Terepaima Ojeda le recomendaba a Brett unirse a Saldivia para recobrar más fuerza liberticida. Brett llevaría luego a su gente esos papeles ojedianos, y otras conversas se realizarían durante los meses siguientes en el mamón de Loma al Viento, durante las cuales se iría concibiendo un plan de operaciones, sobre el mapa, y, con Terepaima Ojeda, a gatas, sobre el estrenado alfombrado.

Confieso que he sido magullado. Que la perversidad humana pudiera ir tan lejos, nunca me había parecido. Y que saber cosas, que hubiesen hecho temblar a Zoffworón, menos. Brett resultó entonces en un monstruo tal, que parecía no haber tenido más guía que los consejos de Veloquías. Me han vendido por una simple transacción, expresaba Terepaima Ojeda despojado de todo equilibrio por la ira.

Porque sus planes no eran otros que sembrar de felicidad y libertad al Guamo, su propia tierra excesivamente tiranizada. Pero mediante una expresa duplicidad, Brett insistía en que mediante lucida convención podían adelantarse y llevarse a feliz término esos generosos y benévolos planes de Terepaima Ojeda para la felicidad y prosperidad del Guamo, porque nunca pudo evitar que se desbordara su corazón para que se descubrieran al mundo sus sentimientos y sus ideas por las que podía ser crucificado o condenado a la hoguera, incluso.

Y para poder subsistir, Terepaima Ojeda aclaraba lo indispensable que le resultaba la asignación de una chamba honorable por la que hubo de esperar mucho, y por lo que hubo de expresar, a titulo de velada coacción, que una reina lo esperaba para prodigarle protección si acaso con imperiosa prontitud no fuera atendido. Y a requerimiento habría de precisar que, la reina le garantizaba mil antonios de oro anuales, por lo que Brett su palabra le empeñó para que no sufriera de nuevas desilusiones, y por lo que habría de recibir, de inmediato, mil bolos fuertes. Los desasosiegos no le impedían sin embargo regocijarse con viajes a la La Orchila, para ver allí flotas ancladas, y a la vez anclar cosas suyas en su anhelo. En esas evasiones, algunas veces se hacía acompañar también de Tom Bulltom, que se barnizaba como su coach de tercera.

En resumen: Brett había burlado a Terepaima Ojeda excitando sus expectaciones mientras creía poder utilizarle, sobre todo, aprovechando sus inestimables testimonios. Ahora trataba groseramente de deshacerse de él como de un pensionista inadecuado.

A Terepaima Ojeda, entonces, no le quedaría sino buscar una campana tibetana y tocarla, dado que su réplica resultaría curiosa por lo enérgica, pero a la vez mesurada. No me falta después de esto sino suplicarte que me devuelvas mis recaudos y memorias, terminó diciendo para tener que esperar seis meses más. Brett había desvirgado pues la fe de gentilhombre, por lo que, lo menos que podía hacer Terepaima Ojeda, era terminar reprendiéndolo por su nada atenta actuación.

Pasaba Raycón Beló frente al café El cuadro, cuando abandonó pensamientos y volteó para divisar en la penumbra de mediodía una figura a contraluz que le sugirió la estampa típica de Constancio Mercerón, que soplaba un espumoso marroncito recién servido por Nubia, la catira violentada cuyas piernas lo hacían toser cuando las miraba con su proverbial discreción geriátrica. Coff… coff… cofff tosió luego de verlas con inusual desmesura aquel día encapotado. Dio un frenazo, retrocedió tres pasos, y cruzó la manga.

Raycón Beló deseaba desde hace tiempo conversar con Mercerón para ponerlo en cuenta de algunas críticas que tenía alojadas en su pecho joguilloso. Por aquellos tiempos –lo que permitía incluso alejarse un poco de las turbulencias mentales que producía la crisis– se pensaba que, a través del olfato podían ser descubiertos algunos secretos del cerebro y que, bajo esa misma premisa, el mismo cerebro podía ser entrenado para recuperarse de lesiones. Empero, muchas personas no podían identificar el olor de la feromona androstenona. Y nada de raro, porque había muchos que tampoco podían identificar el olor de la indudable democracia. Ni como dijera alguien: tampoco el mal olor del ego, de la inseguridad real, de la intransigencia y del todos encerrados en ellos mismos sin siquiera una mueca de disgusto ante tanto hedor… No obstante, un gran apretón de manos virtual habían logrado darse dos científicos situados a ambos lados del océano, mediante un alargamiento virtual de sus brazos en dos kilómetros y medio, y, teniendo como materia prima, un puto impulso eléctrico. Pero luego se presentarían otros con un cuento mucho más simpático, el de la antimateria: el poético orbitar (en un átomo de hidrógeno por parte de un electrón de carga negativa) de un protón que hace de núcleo, pero qué, en un átomo de antihidrógeno es un electrón de carga positiva –un positrón pues– que orbita un núcleo antiprotón…

–¡No me explico por qué me acusan de complicado! mascullaba Raycón Beló en el Tres Columnas desviado, por supuesto, ya de las nociones.


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Raúl Betancourt López


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