La Revolución Permanente

Uno de los grandes avances que ha tenido el proceso revolucionario está relacionado con la posibilidad cierta y efectiva de darle voz al que históricamente estuvo desvozado: el pueblo. Como nunca antes en la vida nacional, el pueblo había sido tan justamente invocado, pero además, y sobre todo, jamás había asumido tanto protagonismo. Por doquier salen a relucir las opiniones de la gente; gente de sectores populares ahora con más ímpetu que nunca habla y no pide permiso, arenga sin temor a que los organismos de seguridad los repriman ferozmente- cómo me hubiese gustado ver a los Manitos Blancas lanzarse una de esas famosas manifestaciones en tiempos de la IV; de seguro esos carajitos no tuvieron noticias del “disparen primero y averigüen después” de Betancourt. Tampoco, de seguro, supieron de las desapariciones a estudiantes y obreros que protestaban en contra de las medidas económicas y políticas de los gobiernos puntofijistas. Pero no, la canalla mediática se encarga de ocultar esos “pecadillos” de los adalides de la libertad y la democracia. En todo caso, la mentira siempre tiene las patas cortas y los días contados-.

Ahora bien, el rrrrrrrrrrrégimen, como tendenciosamente llama la derecha al proceso popular bolivariano, no exhibe tan penoso prontuario; por el contrario, con Chávez el pueblo se supo dueño de su destino, constructor de sus propias dinámicas, edificador de su propio horizonte ético, político y social. Lo que le pesa a la derecha venezolana es la madurez de este pueblo. Madurez que se expresa a través de las discusiones políticas en plazas, parques, avenidas, en definitiva, allí donde palpita la calle al son de la política realenga inaugurada por el Gigante de Barinas. Y eso, estimados lectores, sí que no admite interpretaciones malintencionadas. Pocos países como el nuestro están tan eléctricamente consustanciados con su dinámica política; con sus formas de ejercicio del poder ciudadano.

Las democracias liberales y burguesas hacen constituciones a la medida de las pretensiones y aspiraciones de los más poderosos, de hecho, las constituciones en muchos países son libros que no tienen mayor importancia en la vida menuda y cotidiana de la gente; en suma, las constituciones en varios países vienen a ser libros para “entendidos den la materia”, para abogados constitucionalistas y para políticos profesionales; con la Revolución, no sólo nos dimos una nueva y vigorosa Carta Magna, misma que está atravesada, de principio a fin, por la huella firme y poderosa del poder popular. Es que además de ello, nuestra Constitución no sólo es una de las más avanzada en todo el mundo en cuanto a derechos de participación efectiva del pueblo en la construcción de su propio destino, sino que consagra, entre otras cosas de avanzada, la remoción vía mandato popular, a través de la figura del referéndum revocatorio, de cualquier funcionario electo por el voto popular. Eso es un avance significativo y sin precedentes en la historia política latinoamericana.

Pero hay un hecho que me resulta aún más importante: nuestra Constitución no es un “libro más” para expertos en la materia; definitivamente no. La Constitución ahora está en manos de cualquiera, y sus artículos son conocidos por amas de casa, obreros, moto-taxistas, buhoneros, pregoneros… Nuestra Carta Magna es lenguaje común, sobre todo, entre la gente humilde. El pueblo ahora, y gracias a Chávez, es un sujeto político vital. Ya no hay gato por liebre. Por allá una señora te dice que tiene derechos e inmediatamente te suelta una serie de artículos; eso no es cuento, es realidad. Con voz bravía, otra señora le dice al burócrata: “Yo tengo derechos…”. Esa expresión condensa, en gran medida, el cambio de época que estamos atravesando, que está aconteciendo día a día en la calle, ahora también devenida en ágora, espacio de discusión y debate.

Porque la política es, en esencia, un acto de habla, de disconformidad con lo establecido; es un acto de rebeldía en contra de la injusticia; la política es, como diría Gramsci: “…organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista superior de conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes.”. Bueno, de eso el pueblo venezolano ha aprendido bastante en estos últimos 14 años; ya tiene “el cuero duro” y sabe que la Revolución se defiende de dos formas: con ideas o con enfrentamiento físico. Estamos en la etapa de las ideas, del debate, de la acción colectiva organizada. La otra etapa, la de la lucha revolucionaria aún no ha llegado; pero “cuando el clarín de la patria llama, hasta el llanto de la madre calla”, y así debe ser. Las conquistas logradas deben ser defendidas, eso sí, siempre atentos para no perder el ritmo revolucionario, para no caer en contradicciones (que no dialécticas) que nos desdibujen el camino.

Principios y fines revolucionarios son siempre la mejor guía. Entender que la palabra y las acciones deben estar en función de la transformación radical de la sociedad que hemos heredado. Esa tarea de ruptura con el viejo orden no puede ser aplazada, necesario es romper con esos códigos que nos amarran a los viejos postulados, a los imperativos del Dios Mercado, a formas de gestionar y ejecutar políticas públicas. La primera ruptura es interna, íntima, personal. Tiene que darse ese quiebre interno, he allí el mayor desafío, partirle el espinazo al diablo que llevamos dentro, ese que nos invita a la codicia, al individualismo más atroz, al despilfarro. Pero también es el mismo diablo a partir del cual vemos al mundo y operamos en él sin atender a lo sensible, lo profundamente humano; ese mismo demonio que nos hace gestionar la vida y nuestras labores cotidianas desde una racionalidad tecno-instrumental deshumanizada y mecánica. Eso sucede con muchos funcionarios públicos, que a pesar de llevar gorra y franela roja, aún siguen operando desde el más radical blanco adeco. Eso debe cambiar, eso hace que perdamos espacios importantes. La Revolución debe deslastrarse, siempre, de este tipo de actitudes; el burocratismo (o la burocracia, para ser fiel a la cita de Trotsky): “Es el taller que retrasa a los demás talleres”. Hay que emprender una lucha sin cuartel en contra del flagelo de la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia. Pasar de las palabras a la acción ejemplificante y aleccionadora.

Mientras ello acontece, el movimiento revolucionario debe operar en dos frentes: uno material y el otro espiritual. En la medida que logremos una transformación en el orden material, en las formas de vida de la gente, en sus modus vivendi, en esa misma medida estaremos abonando el terreno para avanzar en el plano espiritual, en la humanización de la sociedad, en la purga capitalista: la expulsión del demonio interno que nos envilece y que ha ido horadando la voluntad humana hasta reducirla al denigrante estatus de mercancía. El trabajo no es fácil, muchas voluntades se han sumado a esta tarea de reconfiguración de lo humano, de los sensible; habrá que avanzar con paso firme en estas dos grandes dimensiones. No hay que esperar tanto, la espera termina siendo funcional al capitalismo. Avanzar inteligentemente, a ritmo de poder popular y a partir de lo que he denominado la política del padecimiento: desde el dolor, desde la pena, desde la ausencia, a partir de allí generar las respuestas efectivas (y afectivas) al pueblo, ello nos apalancará a un futuro promisorio: una sociedad justa y feliz.

johanmanuellopez@hotmail.com


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Johan López


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