De la malcriadez a la revolución bolivariana

Esa tendencia muy criolla que se caracteriza por la desmedida valoración de alguien en particular como responsable exclusivo de conceptualizar e impulsar las transformaciones colectivas, esconde con bastante probabilidad una actitud cómoda, inmadura, egoísta e individualista. Tan pronto como el deslumbramiento llega, se retira en forma de decepción; el amor eterno deviene en odio infinito. Es típico de esta actitud las mudanzas permanentes, así como también las exigencias fáciles y fantasiosas que si no llegan a cumplirse a la medida, entonces provocan feroces e injustas críticas. Es la búsqueda incesante de un Padre que organice todo lo que haya que organizar, y que dado que implícitamente me sitúo frente a Él en posición de minusvalía (al menos de cierta incapacidad), me borro a mí mismo en lo que de responsabilidad debería tener en aquello que quiero o sueño. Relacionándome con el líder en calidad de hijo, espero que no me defraude en mis demandas y lo único que tengo que hacer es patalearle cada vez que me venga en ganas. Si percibo que mis expectativas están siendo amenazadas, sólo tengo que incrementar la intensidad de mi berrinche. El Padre (el líder) es en mi mente todopoderoso, pero en mi egoísmo infantil guardo la convicción de que a pesar de todo Él me necesita, de manera que es difícil disuadirme de que en realidad tengo cierto poder, pero es el poder de la malcriadez.

Al igual que el pueblo judío en la Palestina de hace aproximadamente dos mil años, muchos compatriotas venezolanos se han dejado arrastrar por una suerte de mesianismo que frecuentemente denominamos (no sé con cuánta pertinencia) caudillismo. Somos un pueblo con cicatrices abiertas y también uno acostumbrado a la malacrianza, dos situaciones que alimentan ese profundo temor a las responsabilidades. Aún se pasea por nuestras calles y por nuestras almas ese espíritu de viveza, hedonismo y rebelión contra el máximo esfuerzo para construirnos mejores individuos. Ya que se aludió al pueblo judío hace dos mil años (y ya que nos definimos en general como cristianos), hay que reparar en que Jesús (un gran revolucionario) no se le presentó a tal pueblo con un mensaje que los anulara, erigiéndose él (o Él, según quieran) como la figura exclusiva, “monopolizante” –si se me permite esta travesura lingüística- del cambio, sino que invitó a que cada uno realizara una profunda, radical transformación interior que a la postre es lo que tendría éxito cultural y permanecería. Es ilustrativo de esto la conversación que tiene con Nicodemo y que es relatada en Juan, capítulo 3.

No podemos ni debemos eximirnos de la admiración: ella contribuye a tejer grandes hazañas humanas, pero la adoración, especialmente aquella que me anula como constructor de mi destino, debe cuestionarse. Peor todavía cuando me anulo no a consecuencia de la adoración de un padre, líder, mesías, caudillo o como quiera llamársele, sino porque me da miedo o flojera afirmarme para contribuir a hacer la revolución. Es innegable que el proceso venezolano tiene, en principio, un rostro y un nombre, el del presidente Chávez, pero la medida de nuestro crecimiento como sociedad (y también como individuos) la tendremos positivamente cuando asumamos que este proceso somos todos, no alguien particular. Presumo que sonará muy polémico lo que diré a continuación, pero no me importa: nuestra madurez revolucionaria requiere (en el sentido que he tratado de exponer) la disolución del mesías…

Jmhd75@gmail.com


Esta nota ha sido leída aproximadamente 1110 veces.



Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter