(con la perspectiva que da el tiempo)

Semblanza de un presidente

Domingo, 20/07/2025 05:51 AM

Veinte años después, José María Aznar sigue siendo un personaje que despierta asombro, aunque ya no por su poder, sino por lo que representó: el ascenso del cinismo revestido de cursilería, de la arrogancia disfrazada de convicción patriótica. A estas alturas, su figura se ha fosilizado en el imaginario colectivo como la del alumno aplicado que acabó haciéndole chuletas a la historia para aprobar con trampas.

Quizá el rasgo más distintivo de Aznar fue, y sigue siendo, su infantilismo. Pequeño de estatura y de alma, veía en los demás a niños como él. Por eso jugaba con sus ministros, con los medios y con los ciudadanos, como si todo fuera un recreo de poder. "Hacer los deberes", decía, creyéndose el primero de la clase. Pero lo suyo no era excelencia, sino mediocridad con ínfulas. Y desde esa vulgaridad fue escalando hacia lo grotesco.

Aznar era —y en cierta forma sigue siendo— un niño grande, sin sentido del ridículo, que jugaba a la geopolítica como quien juega a hundir la flota. Solo que, en vez de barcos, hundía la dignidad nacional. Recordaba al Groucho Marx de Sopa de ganso, pero sin el genio, sin el humor, sin el disfraz: grotesco sin gracia, esperpento sin máscara.

Otra faceta de su personalidad infantil y desconfiada era su amor por el secreto. Mintió sobre las armas de destrucción masiva de Irak, se escudó en informes amañados, y años después aún se sacaba de la manga nuevas justificaciones para su alineamiento con Bush. Una de las más memorables: que en Estados Unidos había 40 millones de hispanohablantes. Como si esa cifra avalara la masacre que ayudó a justificar.

En sus peores momentos como gobernante, Aznar parecía un boxeador sonado, incapaz de encajar las preguntas de la prensa. Esquivaba malamente los golpes, como un púgil sin defensa y sin pegada. Pero lo más preocupante era su indiferencia ante el dolor ajeno. Nada le importaba el precio pagado por sus "regalitos". Cepsa recibió millones de barriles iraquíes, y él, satisfecho, celebraba el botín. Bandoleros de despacho, herederos de los forajidos del Far West, socios de los piratas del Golfo Pérsico: Bush y Aznar perpetraron juntos un atraco que aún hiede en las páginas de la historia reciente.

Sumiso hasta lo nauseabundo con los poderosos, se mostraba feroz con los débiles. En un gesto típicamente autoritario, anunció castigos severos contra la pequeña delincuencia, como si con eso pudiera compensar la inmensa impunidad de la gran delincuencia que él mismo representaba.

Su capacidad de mimetismo era pasmosa: en Miami, se soltó a hablar como un pijo con acento latino, revelando que en su fondo más íntimo no había ideas, sino disfraces. Si se le hubiera oído hablar así antes de llegar al poder, habría hecho el ridículo más épico de la democracia. Pero una vez en el trono, pudo permitírselo todo. Incluso hacerse el políglota en privado. O el abstemio en público.

Algunos hábitos suyos quedaron envueltos en sospechas. Nunca confesó ciertas aficiones, quizá porque en España sigue estando mal visto admitir la adicción, la debilidad, el exceso. El país donde nadie se confiesa envidioso ni alcohólico, tampoco tolera líderes vulnerables. Pero a Aznar se lo adivinaba más por lo que ocultaba que por lo que decía. Y cuando la situación se complicaba, parecía el tipo que se esconde debajo de la mesa.

Su estilo político tenía la lógica de los adictos: alternaba momentos de lucidez con estallidos de irracionalidad. Amplificaba naderías y despreciaba lo que de verdad importaba. Y mentía. Mentía con la compulsión del niño que aún no distingue entre lo que cree y lo que es verdad.

A su lado, políticos de verdad, como Chirac, le dejaban en evidencia. Aznar nunca fue un estadista. Fue un oportunista, un arribista con ínfulas de profeta. Y si algo mereció —y aún merece en la memoria pública— es una buena azotaina simbólica y un retiro oscuro, sin focos, como se hacía antes con los niños caprichosos e insolentes.

Porque si algo representa Aznar, a estas alturas, no es una etapa política superada, sino una advertencia: el poder en manos de un infante altivo puede ser más peligroso que el de un déspota declarado.

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