Hacia un nuevo sujeto político: la reivindicación revolucionaria de la nación, el trabajo y la comunidad

Domingo, 21/12/2025 09:19 AM

El aire político parece viciado, atrapado entre dos falsas alternativas: por un lado, una izquierda fragmentada, acomplejada, que ha cedido el terreno fundamental de lo comunitario —la nación, la patria, la familia, el trabajo— a una derecha que lo vacía de contenido emancipador para convertirlo en herramienta de dominación. Por otro, un progresismo "woke" que, bajo la bandera de luchas identitarias particulares, pospone sine die el conflicto central: la lucha de clases. En este panorama desolador surge, sin embargo, un murmullo que va tomando cuerpo, un pensamiento que se articula desde diversas tradiciones pero con un propósito común: forjar un nuevo sujeto político emancipador que no rehúya las realidades históricas y comunitarias, sino que las recargue de sentido revolucionario.

Esta corriente, que bebe de fuentes diversas —desde el marxismo clásico reinterpretado hasta el republicanismo combativo—, rechaza la premisa de que la nación sea un concepto obsoleto o necesariamente reaccionario. Aquí se recuerda, con firmeza, que fue el infame Zapatero quien declaró que la nación era "un concepto discutido y discutible", desarmando así simbólicamente a la izquierda frente a uno de los marcos de identidad y lucha más potentes de la modernidad. Pero la nación, como la clase o la familia, es una realidad que puede ser resignificada y dotada de sentido popular y emancipador. No se trata de un esencialismo inmutable, sino de un espacio de conflicto que, abandonado por los posmodernos y los habermasianos, es ahora ocupado por la extrema derecha. La patria, lejos de ser un fetiche fascista, puede ser el hogar común por el que luchar, el proyecto colectivo de un pueblo que se emancipa. La familia, como institución, no es necesariamente el núcleo de la opresión patriarcal si se la concibe como una comunidad de solidaridad y apoyo mutuo, liberada de las lógicas capitalistas y machistas. Estos conceptos, cargados de historia, son susceptibles de una reconquista ideológica.

El pensamiento de figuras como Monereo, Fusaro, Collin, Blanco o la estela del gran Julio Anguita en España, apunta precisamente en esa dirección: recuperar un plan de lucha netamente comunista que no tenga miedo ni reparo alguno al hablar de patria cuando esta significa justicia social, soberanía popular y dignidad para los trabajadores. Frente a la fragmentación identitaria, que a menudo es funcional al capital —pues divide a los oprimidos en colectivos que compiten por migajas de reconocimiento dentro del sistema—, esta corriente impugna con fuerza el ideario "woke". Denuncia cómo ciertos movimientos, como el etnicismo vasquista de Bildu, el catalanismo secesionista de "España nos roba", o el activismo LGTBIQ+, de corte burgués, desplazan el eje del conflicto hacia reivindicaciones que, con frecuencia, son compatibles con la explotación económica, y solo se preocupan de su propia agenda victimista (que esconde el deseo de acceder a recursos públicos mayores y cuotas de privilegio). No se trata de negar las opresiones específicas, sino de subordinarlas a la lucha estratégica contra el capital, que es la que condiciona materialmente la vida de la gran mayoría.

Por ello, el nuevo sujeto político debe aspirar a ser un frente republicano español, de carácter federalista pero anti-supremacista, que supere el régimen de las Autonomías —herencia del R78 y mecanismo de perpetuación de élites regionales— y que impugne de raíz el sistema constitucional del 78, pacto de la transición que blindó los intereses del capital y de la oligarquía bajo una fachada democrática. Este frente ha de ser capaz de articular una comunidad política basada en la solidaridad de clase por encima de identidades fragmentarias.

En el centro de este proyecto se encuentra una reivindicación fundamental, casi olvidada por cierta izquierda utópica y desmaterializada: el trabajo. No el trabajo alienado, explotado, que reduce al ser humano a mera fuerza laboral mercantilizable, sino el Trabajo con mayúscula como actividad transformadora, como aquello que, en la tradición marxista, nos humaniza al permitirnos modificar la naturaleza y, al hacerlo, modificarnos a nosotros mismos. El trabajo es la fuente de la riqueza social y, potencialmente, de la dignidad humana. Resulta profundamente preocupante —y sintomático— que en revistas de referencia de la izquierda como "El Viejo Topo" encuentren cabida corrientes "abolicionistas" del trabajo, herederas del "derecho a la pereza" de Lafargue y hoy representadas por autores como Alfredo Apilánez. Esta visión, que puede parecer radical, es en el fondo una capitulación. Al renunciar a la reivindicación del trabajo como actividad dignificante y centrarse en su mera abolición, se cede al capital la definición misma del trabajo: lo acepta como puro sufrimiento y aspira solo a escapar de él, en lugar de luchar por su transformación radical. Se abandona así el terreno de la producción, que es donde se decide el poder, y se condena a la izquierda a un discurso gestionario del ocio en un sistema que sigue explotando.

La tarea, por tanto, es doble: por un lado, recomponer el sujeto político alrededor de instancias comunitarias fuertes —nación, clase, patria común—, arrebatándoselas a la derecha y cargándolas de un proyecto de emancipación colectiva. Por otro, reivindicar el lugar central del trabajo en la civilización y en la lucha por una sociedad justa, oponiéndose tanto a su explotación capitalista como a su demonización nihilista. Solo un sujeto así, arraigado en lo real y ambicioso en su horizonte, podrá reactivar los conflictos estratégicos al servicio de las clases desfavorecidas. No se trata de nostalgia, sino de actualización combativa: la bandera de la república, ondea aún en el imaginario de lo posible. Se trata de izarla de nuevo, no como reliquia, sino como programa. Un programa que empieza por dejar de pedir disculpas por creer en la comunidad popular, en el trabajo digno y en la patria de los de abajo.

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