Le pregunto, lector: ¿Hay alguna causal que justifique asesinar de todas las formas imaginables a veinte mil niños indefensos y acorralados? ¿Hay atenuantes para los crímenes cometidos por un poderoso ejército que los entierra e incinera vivos, los mutila, los asecha para dispararles a sangre fría, los asedia para que mueran de sed, inanición e hipotermia; que los priva de atención médica para que no cuenten con alivio y salvación si están enfermos o heridos o que los condena a muerte por abandono porque su familia fue masacrada frente a ellos?
Según Kant el «mal radical» se explica como una propensión de la voluntad a desatender los imperativos morales de la razón, el filósofo en su explicación empleó la palabra «radical» con la primera acepción que se le da en nuestra lengua: Perteneciente o relativo a la raíz. En las siguientes líneas siguientes empleo el término “radical” y “absoluto” de otra manera: como la expresión de la maldad en su esencia pura, total, rotunda y primordial, es decir, lo utilizo con la acepción que le dio Hanna Arendt en sus escritos iniciales.
La existencia del mal absoluto implica su contrapartida: que existen bienes absolutos cuya protección no tiene excepción. ¿Es la vida de niños indefensos un bien absoluto cuya protección no admite excepciones?
La respuesta tiene una dimensión biológica y una cultural. Biológica, porque todas las especies cuidan de sus crías, de lo contrario se extinguirían, pero también es cierto que las crías de otras manadas u otras especies suelen ser material de caza apetecible. En lo cultural, no existe una sociedad o nación que hoy avale, legal o socialmente, el asesinato de niños; todas las sociedades asumen, tácita o expresamente, que los niños son titulares del derecho inviolable a la vida y al cuidado, sin excepciones legítimas de índole cultural. Por ejemplo, la Convención de la ONU sobre los Derechos del Niño (1989), ratificada por 196 países, incluido Israel, establece que todo niño tiene derecho intrínseco a la vida (Art. 6).
Pero si no existen excepciones, ¿cómo es posible que un sector mayoritario de la sociedad israelí, junto a numerosas personas en el mundo, justifiquen el asesinato de 20 mil niños palestinos a manos del poderoso ejército israelí en poco más de veinte meses?
En primer lugar, deshumanizándoles. Un rasgo distintivo del “mal absoluto o radical” es que despoja a sus víctimas de la condición humana. Pero no basta con deshumanizar, noten que la mayoría de los seres humanos juzgaríamos negativamente la matanza de 20 mil gatos o perros domésticos; se requiere algo más, esto es, que la condición animal sea rebajada a la categoría de “plaga”, que el grupo indeseable de personas sea catalogado como una especie dañina e invasora que constituye una “amenaza existencial”. Ya convertidas en “plaga”, se ponen en marcha los instrumentos del horror, ya se puede borrar todo rastro de su existencia.
El mal absoluto no se conforma con la narrativa deshumanizadora, también necesita despojar de facto la condición humana de sus víctimas, y lo hace durante el mismo proceso de exterminio, los reduce a “cadáveres vivientes” mediante la hambruna y el sufrimiento extremo, a Muselmänner (coincidentemente, era el término despectivo que se usaba en los campos de concentración nazis para referirse a los prisioneros gravemente desnutridos, agotados y resignados a una muerte inminente), hay que convertirlos en “lo que queda cuando un hombre se queda sin comida, sin agua, sin dignidad”.
Por la misma razón, el mal absoluto no se conforma con el exterminio y degradación de las personas, también hace lo posible por borrar ─destruyendo o saqueando─ la evidencia testimonial de su humanidad, es decir, su historia, su futuro y su cultura. Por eso destruye escuelas, universidades, bibliotecas, registros civiles, monumentos, museos, templos... ciudades enteras y... mujeres fértiles y niños.
Pero hay más. Asesinar impunemente a 20 mil niños es el resultado exitoso de un horrendo experimento del autoritarismo internacional que están ensayando y desplegando Israel, EE.UU. y varios países europeos. Al respecto, cito a Anna Harendt: “Los campos de concentración y exterminio de los regímenes totalitarios sirven como laboratorios en los que se pone a prueba la creencia fundamental del totalitarismo de que todo es posible”. Los resultados de estos experimentos serán aplicados en otros lugares porque el “peligro de las fábricas de cadáveres y de los pozos del olvido es que hoy, con el aumento de la población y de los desarraigados, constantemente se tornan superfluas masas de personas si seguimos pensando en nuestro mundo en términos utilitarios”, un mundo en el que sin reparos se edifican resorts sobre la fosa común donde yacen pueblos víctimas de genocidio.
Somos testigos inermes del mal absoluto de Israel y sus cómplices, no hallamos un encuadre para explicar cabalmente el horror que han desatado; su abominación sobrepasa nuestra compresión y destruye toda la base normativa y moral con la que creíamos contar. El sufrimiento de los gazatíes no cabe en lo imaginable, mucho menos en lo nombrable, son tantas y tan abrumadoras las atrocidades cometidas contra los prisioneros de Gaza que no podemos vislumbrar perdón posible para los verdugos; son tan graves sus crímenes que no conseguimos un castigo que sea proporcional. Por desgracia, sabemos que actuamos como testigos en un tribunal que carece de medios para hacer justicia porque los acusados son los que poseen el poder de aplicarla. Su poder de agresión y muerte, omnímodo, probado en Gaza con total desparpajo, se cierne amenazante sobre todos nosotros: jueces, fiscales, jurados, testigos, denunciantes, espectadores y... desprevenidos.