La franqueza, la parresía y la edad

Viernes, 26/12/2025 12:29 PM

Este texto fue escrito en agosto de 2011. No ha sido reescrito, solo revisado estilísticamente. Si hoy se publica es porque el problema que aborda —la ausencia de parresía en el espacio público— no solo persiste, sino que se ha agudizado. En una época saturada de opinión, pero escasa de riesgo personal al decir la verdad, la franqueza sigue siendo una virtud incómoda y rara.

La franqueza, la parresía y la edad

Michel Foucault rastrea en la literatura y la filosofía grecorromanas una función —la parresía— y una posición del sujeto —el parresiastés— caracterizadas por una relación específica con la verdad a través de la franqueza. Su efecto es la crítica y la autocrítica; su coste, el peligro.

La parresía suele traducirse al castellano como "franqueza". El parresiastés es quien la ejerce: quien dice la verdad. Pero no toda verdad dicha convierte a alguien en parresiastés. La prueba de su sinceridad no es la exactitud del contenido, sino el valor del hablante. Decir algo peligroso —algo que contradice a la mayoría o incomoda al poder— es una fuerte indicación de parresía.

Cuando nos preguntamos cómo saber si quien habla dice la verdad, en realidad formulamos dos preguntas distintas. La primera: cómo reconocer a un individuo concreto como parresiastés. Esta cuestión fue central en la sociedad grecorromana y fue tratada explícitamente por Plutarco, Galeno y otros autores. La segunda —cómo puede estar seguro el propio parresiastés de que lo que cree es verdad— es una cuestión escéptica moderna, probablemente ajena al espíritu griego.

Para los antiguos, alguien merece el nombre de parresiastés solo si asume un riesgo al decir la verdad. Un profesor de gramática puede enseñar verdades indiscutibles a sus alumnos sin exponerse a nada; por ello, no es un parresiastés. En cambio, cuando un filósofo se dirige a un soberano o a un tirano y le dice que su poder es injusto y contrario a la justicia, entonces dice la verdad, cree decirla y, además, se expone al castigo, al exilio o a la muerte. Ahí aparece la parresía en su sentido pleno.

El riesgo no siempre adopta formas extremas. Quien advierte a un amigo de su mala conducta, arriesgando la amistad; quien, en un debate político, se enfrenta a la opinión mayoritaria aun a costa de su prestigio o popularidad, también ejerce la parresía. El peligro es variable, pero nunca inexistente.

Ahora bien, es más fácil ser parresiastés a cierta edad que en la juventud. El joven puede decir la verdad, pero suele envolverla en retórica, cálculo o prudencia estratégica, lo que atenúa el impacto necesario para afectar el pensamiento y la acción de quienes detentan responsabilidades públicas.

La parresía depende, en último término, del valor personal. Quien no ha conocido el miedo en la juventud difícilmente lo sentirá en la vejez. A cierta edad desaparecen la prevención, el temor a las consecuencias y la preocupación por la aceptación social. Lo único que importa entonces es el propio estilo y la necesidad de deponer —uno a uno— los aspectos de la vida social que juzgamos falsos, viciados o corruptos. Esta franqueza actúa, además, como una forma de medicina: al nombrar el mal, lo neutraliza.

Por eso, de las personas mayores pueden obtenerse ideas que otros callan no por prudencia, sino por miedo. De ahí también el recurso sistemático al rodeo, al circunloquio y a la ambigüedad por parte de periodistas y docentes de relieve dudoso, siempre atentos a coincidir con las expectativas del poder. En este país no hay voces críticas eficaces frente a lo instituido. No hay parresiastés. El mundo acomodado tiembla ante la tentación de incomodar al poder, y los políticos no son una excepción: muchas iniciativas mueren en su cabeza antes de ser formuladas, y más aún antes de ser emprendidas.

No hago aquí apología de la brusquedad, la violencia verbal, el cinismo ni la provocación gratuita. Me refiero a vicios estructurales incrustados en la sociedad, cuyo remedio exige tiempo y, sobre todo, voces que incomoden. Cuando no existen voces atronadoras frente a los gobernantes y los poderes fácticos, cuando falta la parresía, la rutina se adueña de los pueblos, incluso de aquellos que ya viven oprimidos.

En las sociedades donde religión y poder político se confunden, ese papel lo desempeñan los mulás y los imanes; en el mundo judeocristiano pretende hacerlo el papa y su cohorte. Pero su falta de humildad, su ostentación y su boato convierten el mensaje en una forma más de poder, incapaz de apaciguar al pueblo y a menudo propensa a soliviantarlo.

Estos son los motivos de mi lenguaje directo. No es una pose reciente: he venido aportando estos granos de arena desde siempre. Si me he librado de la persecución no ha sido por habilidad, sino porque he comprobado a lo largo de mi vida que, cuando la verdad se dice como la dice el parresiastés, no hay nada que temer. Sospecho, además, que muchos movimientos históricos nacen de personas de edad que se resisten a dejar de vivir para limitarse a existir.

Creo que a la muerte física —salvo en los casos de muerte repentina— siempre la precede una muerte moral. Y la muerte moral del intelectual es el silencio cómplice frente al poder.

Los movimientos sociales recientes cumplen, en parte, una función parresiástica, aunque sus efectos sean a menudo modestos. Con todo, reconozco que en ciertas circunstancias es necesario integrarse momentáneamente en la muchedumbre: el contacto con ella aproxima a la realidad, endurece y pule.

 

Nota leída aproximadamente 148 veces.

Las noticias más leídas: