La presidencia de Daniel Noboa, iniciada en noviembre de 2023, ha tejido un proyecto político donde las reformas económicas neoliberales avanzan de la mano con una creciente militarización y represión por parte del Estado. Mientras se aplica un ajuste fiscal que responde a las directrices del FMI y del BID [Banco Interamericano de Desarrollo], el país vive bajo estados de excepción casi continuos que han ido naturalizando la represión como parte del paisaje cotidiano. Esta combinación de austeridad y control remite de inmediato a las advertencias de Hannah Arendt sobre los riesgos del totalitarismo y la banalidad del mal: ese momento en que funcionarios comunes, amparados en la lógica de la eficiencia y la obediencia, ejecutan políticas dañinas sin detenerse a evaluar su dimensión ética.
Los recortes en salud o educación se justifican con indicadores macroeconómicos, mientras que la expansión de la violencia institucional se presenta como un sacrificio inevitable en nombre de la seguridad. Bajo ese marco, este texto propone que en Ecuador se articulan dos fuerzas que se retroalimentan: un necro-neoliberalismo que admite la pérdida de vidas como costo de las reformas, y un proceso de securitización que, al suspender de manera continua derechos constitucionales, empuja al país hacia formas de autoritarismo.
Lo ocurrido el 8 de diciembre de 2024 en el barrio Las Malvinas, en Guayaquil, ilustra esta deriva: cuatro niños fueron detenidos por militares y aparecieron sin vida días después con signos de tortura cerca de una base en Taura. Un año después, sus familias siguen enfrentando demoras y obstáculos institucionales. El caso no es aislado: revela un sistema donde la vida queda subordinada al control militar.
Amnistía Internacional ha advertido que esta tragedia expone fallas profundas en un modelo de seguridad basado casi exclusivamente en la militarización, que ha derivado en violaciones graves de derechos humanos y desapariciones en la costa ecuatoriana, sostenidas por un clima de impunidad. Aunque existen militares procesados, la falta de cooperación castrense ralentiza las investigaciones.
Desde una mirada arendtiana, estos hechos muestran cómo ciertas vidas (pobres, jóvenes racializados, afroamericanos, habitantes de periferias) quedan expuestas a un poder que decide quién merece protección y quién puede ser descartado. Allí convergen Arendt, Mbembe y las lecturas del necroneoliberalismo: el Estado administra la muerte de forma eficiente, deshumaniza los cuerpos y convierte la supervivencia en privilegio. La frialdad burocrática con que se ejerce esta violencia encarna la banalidad del mal: acciones ejecutadas sin pensamiento ni responsabilidad ética.
El caso de Santa Elena (ocurrido el 9 de diciembre de 2025), donde un joven murió tras presuntos golpes de militares, confirma el patrón de fuerza excesiva, opacidad institucional y falta de rendición de cuentas. Los casos de Las Malvinas y Santa Elena no son excepciones; delinean un Estado que, en nombre del orden, decide qué vidas importan y cuáles pueden sacrificarse. Allí donde se presume descartabilidad social, la nuda vida; la militarización se despliega con facilidad y los mecanismos de rendición de cuentas se erosionan.
Necro-neoliberalismo en acción: austeridad y abandono estatal
Las políticas económicas de Noboa responden fielmente al recetario neoliberal: ajuste fiscal, privatizaciones y liberalización acelerada bajo presión del FMI. Como advertía Arendt, cuando la tecnocracia domina la política, la eficiencia se vuelve un fin en sí mismo y el sentido humano de la acción pública se diluye. En Ecuador, ello se expresa en recortes que afectan directamente a la población más vulnerable. El presupuesto 2026 reduce más del 50 % en áreas clave: salud pasa de 3219 millones de dólares estadounidenses en 2023 a 2798 millones en 2025, generando desabastecimiento y colapso hospitalario. En educación superior, 19 universidades perderán 128,9 millones y la universidad intercultural Amawtay Wasi sufrirá un recorte del 69 %. A esto se suma el Decreto 60, que eliminó ministerios, fusionó áreas sociales y dejó sin trabajo a más de 5.000 servidores públicos.
Estos recortes siguen una lógica clara: fortalecer al aparato coercitivo a costa del bienestar social. La propia proforma 2026 reconoce que prioriza estabilidad macroeconómica y seguridad por encima de salud o educación. Cada dólar recortado termina engrosando el presupuesto policial y militar. Así, el Estado se convierte en un gendarme que deja morir en silencio a quienes dependen de la protección pública. La vida de los pobres se administra como un gasto prescindible, mientras la propaganda oficial justifica la austeridad con lenguaje técnico que oculta su costo humano.
El dramático recorte al sistema penitenciario (reducción de más del 70 % de gasto en 2026) es necroneoliberal (en el sentido de que con el neoliberalismo el Estado decide dejar abandonado y con el necroneoliberalismo el Estado decide hacer morir) y a la vez parte de la austeridad punitiva (como veremos en la siguiente subsección). Tras masacres carcelarias que sumaron más de 400 reos asesinados desde 2020, cabría esperar más inversión en ese estado de emergencia permanente. Importante es señalar que el 7 de diciembre fallecieron 13 reos de la Cárcel de Machala, que sumados al reporte (Prison Insider, 2025) de enero a 8 de diciembre han fallecido 788 reos por enfermedades, desnutrición y muertes violentas; según informe del SNAI, una persona privada de libertad muere cada nueve horas.
En este escenario, la securitización ecuatoriana no opera mediante medidas aisladas, sino a través de cinco dinámicas que se retroalimentan y configuran un régimen de excepción permanente. La primera es la normalización del estado de excepción: desde 2024, el país vive bajo un continuo despliegue de decretos que suspenden derechos y permiten el uso extendido de la fuerza pública (14 estados de excepción); en apenas 638 días de gobierno, ¡506 de ellos han estado bajo estado de excepción! La excepcionalidad dejó de ser un recurso extraordinario y se convirtió en un modo rutinario de administración estatal, justificando la presencia militar en territorios urbanos y rurales sin controles democráticos efectivos. Cuyo resultado final es que ante la ausencia de hegemonía y consenso, la dominación militar es la normalidad.
La segunda dinámica es la militarización de la seguridad pública y del sistema penitenciario. El discurso oficial y construcción narrativa del conflicto armado interno abrió la puerta para que las Fuerzas Armadas intervengan en tareas policiales y penitenciarias. Miles de operativos conjuntos han derivado en denuncias de tortura, ejecuciones extrajudiciales y violencia institucional. A ello se suma una crisis carcelaria marcada por masacres y motines, donde la incapacidad estatal para gestionar las prisiones se traduce en una violencia extrema que se normaliza como parte del paisaje represivo.
En tercer lugar, se ha consolidado una expansión del aparato de inteligencia y vigilancia impulsada por leyes y decretos que amplían el monitoreo estatal sin controles independientes. La nueva arquitectura de inteligencia opera con opacidad y discrecionalidad, reforzando un poder que vigila más y rinde cuentas menos. En este contexto, la información se convierte en instrumento de control político, más que en herramienta de prevención o seguridad ciudadana.
La cuarta tendencia es la criminalización de la disidencia. Categorías como terrorismo, subversión o narcoterrorismo se aplican no solo a actores violentos, sino también a organizaciones sociales, defensoras de derechos humanos y movimientos indígenas, estudiantiles o ambientales. Este etiquetado político amplía la frontera del enemigo interno y legitima el uso de fuerza desproporcionada contra voces críticas, desdibujando la diferencia entre protesta y amenaza.
Finalmente, emerge una quinta dinámica: la asfixia institucional de organizaciones sociales mediante mecanismos coercitivos financieros y administrativos. Durante las protestas de 2025, el Estado congeló las cuentas bancarias de organizaciones indígenas y ambientalistas (así como de algunos de sus líderes) sin orden judicial, basándose en informes de inteligencia inaccesibles. Aunque parte de estas medidas fue revertida por los tribunales, el daño ya estaba hecho: las comunidades vieron paralizados proyectos, movilizaciones y estructuras de apoyo mutuo. Es la securitización como forma de sofocamiento político y económico.
Estas cinco tendencias: excepcionalidad permanente, militarización, expansión del aparato de inteligencia, criminalización de la disidencia y asfixia de organizaciones sociales configuran un ecosistema autoritario que, bajo la retórica de la seguridad, erosiona la vida democrática y profundiza la lógica necroneoliberal del abandono estatal.
Todo ello ocurre con el aval de un discurso alarmista: según el diario Primicias, a pesar de estos recursos la violencia no cede (2025 fue "el primer semestre más violento de la historia del Ecuador") y la militarización, advertía Amnistía Internacional, ha derivado en violaciones de derechos humanos (desapariciones forzadas y torturas atribuidas a militares). Mientras tanto, la propaganda gubernamental vende que rescatamos la paz, ocultando que el fuego comienza en casa.
Hanna Arendt y la banalidad del mal en Ecuador
Las dinámicas descritas evocan directamente las claves teorizadas por Hannah Arendt sobre el totalitarismo y la banalidad del mal. Arendt señaló que los regímenes totalitarios buscan la "dominación total" de la sociedad, eliminando cualquier realidad de disenso. En Ecuador se vislumbra esa tendencia: la fusión de ministerios y la propaganda estatal única equivalen a uniformar el espacio político. La judicialización y sanción de la protesta (por ejemplo, intentar sancionar como subversivos los actos públicos de manifestarse) actúan como si toda oposición debiera desaparecer del ámbito público. En términos de Arendt, las fuerzas de seguridad reemplazan gradualmente la deliberación democrática con un estado de obediencia masiva. Bajo tales regímenes, "el verdugo totalitario debe deshacerse de sí mismo como persona", operando sin odio personal, sino con frío racionalismo. Como advierte un testigo judicial citado en prensa, "el exterminador no obra impulsado por el odio hacia sus víctimas. Solo procede con celo profesional. Su meta es la eficacia". Esta descripción calza con la lógica gubernamental ecuatoriana: cada decreto de represión se firma con la misma rutina administrativa (celo técnico) sin que los funcionarios asuman responsabilidad moral alguna.
Asi pues, Arendt agrega que en los totalitarismos modernos el pensamiento se convierte en un obstáculo. "El burócrata (…) no piensa. Desconoce el trato con las ideas. Privado de espíritu crítico, comprender, para él, significa acatar". Bajo el régimen actual, la política transcurre de ese modo: las discusiones sobre desigualdad, pobreza o salud pública desaparecen del discurso oficial; en su lugar, el único relato es "el gobierno te protege si obedeces y callas". La acción política se reduce a consignas de obediencia. Esto se refleja cuando el gobierno enumera sus "logros" incluyendo uniformes militares junto a médicos y maestros, como si proveer seguridad fuese equivalente a hospitales o educación.
El enorme incremento de presupuestos militares se presenta como un sacrificio patriótico al mismo nivel del gasto social normal, silenciando cualquier cuestionamiento. En este proceso, el mal se banaliza: los agravios al pueblo se cometen con la misma eficiencia técnica con que Arendt describe a Eichmann. "Lo intolerable se ejecuta con celo y eficiencia sin que nadie se sienta culpable", resumió la filósofa. En Ecuador, cada recorte social y cada decreto militarizado se vive como un trámite burocrático: los funcionarios actúan sin considerar vecinos ni consecuencias, acentuando la banalidad del mal en la administración pública.
En este sentido el esquema actual en Ecuador combina tres fenómenos estrechamente vinculados: un necroneoliberalismo que abandona deliberadamente vidas humanas, una cultura del miedo que militariza el orden público y la normalización de medidas excepcionales que desmantelan garantías constitucionales. Juntos, estos elementos dan forma a un modelo de gobernabilidad que se asemeja peligrosamente a la estrucrta totalitaria descrita por Arendt. El Estado, antes garante de derechos, renuncia a su rol protector y empodera a las fuerzas coercitivas. Mientras tanto, las voces de los sectores más vulnerables quedan relegadas al silencio. Un análisis crítico del presupuesto concluye que la estrategia de Noboa es presentar al crimen como enemigo único para "hacer que la población acepte tanto la mano dura como los sacrificios económicos" (FMI). Este consenso forzado cercena el debate público y empuja la política hacia la obediencia.
Como hace 100 años lo advertía Arendt, la política muere cuando se clausura el espacio público y se impone la obediencia. Hoy, Ecuador enfrenta una deriva donde necro-neoliberalismo, securitización y cultura del miedo convergen para naturalizar el autoritarismo. Recuperar un espacio público plural es el único antídoto frente a esta banalización del mal.