Si buscamos al doctor José Gregorio Hernández, no lo encontraremos solo en grandes catedrales. Él vive donde la fe aprieta: en el altar humilde, en el tablero del taxi, en la cartera de la abuela. No es una figura histórica lejana; es el "Doctor del Pueblo," ese pariente de confianza que siempre cuida de la salud, el ancla que, de alguna forma, siempre sentimos en casa.
Su retrato, sobrio y con ese maletín de médico de otro siglo, es un código de nuestra identidad. Ver su estampa en cualquier rincón del mundo es un reconocimiento: ahí hay un venezolano. Su gran triunfo cultural no fue solo su brillantez —fue un científico de vanguardia que trajo el microscopio a nuestro país—, sino su humildad absoluta. Un sabio que atendía sin cobrar, poniendo el conocimiento al servicio del más necesitado.
Esta vida de servicio desinteresado creó una devoción que la iglesia tardó en oficializar, pero que el pueblo ya había canonizado. La gente no lo reza por el dogma; lo busca por la certeza íntima de que es un intercesor efectivo y cercano. Su culto es una fe práctica, de "promesa": una negociación afectiva donde se ofrece una vela, un sacrificio, a cambio de la salud. Es una relación profunda, muy de nuestro pueblo, de tú a tú con el médico de Dios.
En los tiempos duros, esta figura se agiganta. Para quien ha tenido que migrar, José Gregorio se vuelve un pedazo de Venezuela en el exilio, un consuelo portátil. Invocarlo es invocar la protección de la casa y la resiliencia de nuestra gente. Él encarna esa nobleza que tanto buscamos en el gentilicio: honestidad, dedicación y una fe sencilla, a prueba de todo.
José Gregorio Hernández no terminó siendo un héroe de guerra o de política; terminó siendo algo más grande: un héroe de lo cotidiano que une a los venezolanos y su legado nos obliga a recordar que la verdadera grandeza se encuentra en el servicio desinteresado. Es la fe que llevamos en los bolsillos, el símbolo vivo de que el mejor talento debe estar siempre con y para el prójimo. Y por eso, su luz no se apaga.