Nicolás Maduro: el heredero de la tormenta

Miércoles, 23/07/2025 04:55 AM

Semblanza del presidente Maduro

Ayer me publicó Aporrea el artículo Semblanza de un presidente. Las lecturas del día terminaron contabilizándose en 464. Pero esta mañana, en España, veo que se han disparado a las 4.000. Sin duda eso no puede ser debido a otra cosa que el lector ha pensado que el título habría de referirse al presidente Maduro. No puede explicarse de otro modo. Pues bien, al hilo de esta coyuntura, ofrezco a los lectores esta otra semblanza que esos lectores esperaban: la de Nicolás Maduro.

En estas democracias que no son directas, aunque aparatosamente se les atribuya a los presidentes de gobierno un poder inusitado, no lo tienen. En ninguna. Pero es preciso seguir la farsa…

Nicolás Maduro no llegó al poder montado sobre un relámpago, sino empujado por el viento espeso de una promesa agónica. Fue el designado, el "hijo político" de Hugo Chávez, ese caudillo de voz de trueno y verbo telúrico que lo señaló en su última alocución como el custodio de la revolución. Maduro no era un guerrero carismático, ni un estratega brillante, ni un líder magnético; era, más bien, un hombre de aparato, de fidelidad ciega, de lealtad incondicional. Un hombre que escuchó más de lo que habló hasta que tuvo que hablar por todos.

Y cuando habló, lo hizo con el eco prestado de un titán que ya no estaba.

Asumió la presidencia en 2013, en un país al borde de la fractura, heredando un relato mitológico y una economía tambaleante. Pero en vez de corregir el rumbo, se aferró a los símbolos: la boina roja, el verbo antiimperialista, la narrativa de la guerra eterna contra enemigos invisibles o lejanos. Desde el balcón del Palacio de Miraflores, con pájaros que decían hablarle con la voz del Comandante difunto, Maduro parecía más un médium que un presidente. Y sin embargo, resistía.

Durante su mandato, Venezuela se desangró: hospitales sin medicinas, mercados vacíos, millones de exiliados huyendo a pie por las fronteras. Pero él, inexpugnable, sobrevivía entre las ruinas, envuelto en cadenas nacionales, rodeado de militares, aupado por alianzas con potencias distantes. Cada elección suya fue contestada, cada victoria tachada de fraude, cada protesta reprimida con violencia. Y pese a todo, se mantuvo. Como si la revolución hubiese dejado de ser un sueño para convertirse en una inercia.

Su figura es densa, casi inexplicable: un conductor de autobús sindicalizado que terminó dirigiendo un país desde la cúpula de un régimen que mezcla socialismo desdibujado con autoritarismo férreo. Un presidente sin épica, pero con una tenacidad silenciosa. Para unos, un tirano sin grandeza; para otros, un bastión contra el neocolonialismo. Para la historia, todavía una incógnita por resolver.

Lo que sin ninguna duda adorna a Maduro es una voluntad de hierro, que debería agradecer el pueblo. Porque no especialmente en Venezuela, sino en todas las naciones articuladas por el neoliberalismo hay una realidad que resplandece. Y esa relidad es que es preciso olvidar por momentos el modo habitual de contemplarse la política. Y entonces se observa que al presidente de una democracia de partidos se le hace responsable y culpable de todo. Gráficamente los italianos dicen: "piove, porco governo". Pero, observando aún más detenidamente el asunto, todo presidente, sobre todo el que rebosa conciencia social y desea ser socializante, ha de librar una batalla de titanes con los poderes fácticos; poderes fácticos que, como todos sabemos, son los poderes económicos y financieros que, aliados entre sí los nacionales y los internacionales no van a permitir que el gobernante de turno traspase líneas rojas trazadas por ellos. En cambio, el gobernante que profesa el liberalismo y lo ahonda, no va a tener más problemas que los que la oposición política le presente, por regla general educada y débilmente.

De modo que el presidente de ideología neoliberal y el presidente que no la comparte aunque la soporte, son dos títeres, sí, en manos de los poderes fácticos. Pero el que pasa por conservador es un aliado, más bien un lacayo de ellos, y el socializante, y ese es Maduro, aunque a menudo sin éxito, les hace frente. Esta es la pura relidad, sin afeites y sin la propensión, que en estos regímenes occidentales reina y gobierna sobre las conciencias, a dejarse engañar acerca del poder de un presidente de gobierno. Es el modo de simplificarlo todo, para no ver el ser humano la vida tan cruel y descarnada, en la línea razonada por Erasmus de Rotterdam en su obra capital Elogio de la estulticia. Maduro, como Sánchez, como Trump... y como todos, tienen el poder que los poderes en la sombra le permiten manejar.

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