EEUU y la (ya vieja) excusa de la “guerra contra las drogas”

Las acusaciones de EE.UU. contra Venezuela siguen el clásico libreto de la diplomacia de guerra norteamericana. Es ya viejo y conocido el arsenal de excusas a las que acude Washington cuando de injerencia se trata: en nombre de la libertad y la democracia, han adelantado sus campañas desde la llamada “lucha anticomunista”, pasando por las más actualizadas “luchas contra las nuevas amenazas” en diferentes partes del globo. Entre ellas se destacan la “lucha contra el narcotráfico” y la “contra el terrorismo”.

En América Latina y el Caribe la injerencia estadounidense es una práctica común desde hace al menos 170 años, cuando le arrebató a México más de la mitad de su entonces territorio soberano. Desde entonces -y especialmente desde fines del siglo XIX- EE.UU. desarrolló una política imperial agresiva y, en sus términos, efectiva en el marco de su competencia por el comando de la geopolítica mundial. 

Primero la disputa se dio con las potencias europeas, en particular el reino de Gran Bretaña; y luego con su gran contendiente histórico en el siglo XX: la URSS, en representación del comunismo. 

Caído el Muro de Berlín, durante la década de 1990 EE.UU. emergió como el gran triunfador y único hegemón de un capitalismo cada vez más globalizado y sin adversarios de peso a la vista. En ese momento, el Estado profundo norteamericano -uno de cuyos componentes esenciales es el complejo militar industrial, sobre el que alertó Dwight Eisenhower en su despedida de la presidencia, hace casi seis décadas- apeló a un cambio de doctrina, reemplazando al menos en el discurso al peligro comunista. 

Aparecieron así las “nuevas amenazas”, concepto difuso y maleable que bien puede incluir al terrorismo, el narcotráfico, las crisis climáticas o las catástrofes humanitarias, según convenga en cada caso, para justificar la intervención político militar. 

En este contexto, desde fines de siglo XX y principios de XXI, Washington impulsó políticas de asistencia y entrenamiento militar a los países de la región que consideraba más estratégicos. 

Ejemplo de ello son los diferentes tratados militares y políticos con Colombia, principal aliado regional en materia de desestabilización política: vínculo geográfico entre Centro y Sudamérica, con un gran alto de conflictividad interna, principal productor mundial de cocaína y vecino de Venezuela. Esto se reforzó con la emergencia de un polo antiimperialista en la región al calor del crecimiento de la Revolución Bolivariana, que de inmediato pasó a ser un blanco principal de la política exterior norteamericana. 

Plan Colombia, militarizar toda la región 

Entre estos convenios de cooperación impulsados por la Casa Blanca se destaca el Plan Colombia, firmado en 1999 durante el gobierno de Andrés Pastrana con el nombre de Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado. Se trata de un programa que supuestamente tiene como objetivo principal “acabar con el narcotráfico”, pero que terminó decantando en un rotundo fracaso en ese plano. No solamente no desapareció la producción de narcóticos, sino que aumentaron y se diversificaron los mecanismos de producción y de exportación especialmente hacia EE.UU.

De acuerdo a datos de la oficina de Naciones Unidos contra la Droga y el Delito, durante 2019 Colombia exportó 1200 toneladas de cocaína. Asimismo, según un informe de la Fundación Paz y Reconciliación, de acuerdo a información de la Base de Datos Antidrogas Consolidada Interagencial de EE.UU., para el año 2017 el 70% del tráfico marítimo de drogas se dio a través del Océano Pacífico, de esa manera “la cantidad de cocaína que fluye a través de Venezuela cayó un 13% de 2017 a 2018 y parecía continuar disminuyendo ligeramente hasta mediados de 2019”. 

Es importante mencionar que la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito no tiene entre los países incluídos dentro de las rutas del narcotráfico a Venezuela. Inclusive, así lo ha certificado la ONU en numerosas oportunidades, como un país “libre de cultivos ilícitos”.

No obstante, con el Plan Colombia lo que sí alcanzó éxito fue la financiación de la guerra y la inyección de entrenamiento militar al Ejército colombiano para la lucha antisubversiva, lo que devela el eufemismo de la llamada “guerra contra las drogas”. En este proceso, el país sudamericano sufrió la pérdida de soberanía, marcada especialmente por la instalación en su territorio de al menos nueve bases militares estadounidenses y por la subordinación al papel de Washington en los principales foros internacionales, al punto de convertirse en mayo de 2018 en “socio global” de la OTAN. Desde ese alineamiento -y sus 2200 km de frontera- es el socio perfecto para el asedio contra Venezuela. 

No deja de ser paradójico que en este nuevo ataque contra la Revolución Bolivariana, ahora con la acusación de narcoterrorismo, EE.UU. -el principal país consumidor de cocaína del mundo- ponga en el lugar de socio privilegiado a Colombia, que es el principal productor. 

Venezuela como excusa y como deseo 

En el último informe elaborado por el Observatorio de la Coyuntura en América Latina y el Caribe, que impulsa el Instituto Tricontinental, señalamos como un hecho central del mes de marzo la nueva arremetida de EE.UU. en la región. Esto se expresó puntualmente en el caso de Venezuela en tres hechos puntuales pero inscriptos en un proceso de creciente agresividad y donde cada vez más aparece en escena el rol protagónico de Washington y el papel instrumental, cuando no decorativo, de las figuras locales elegidas para ser el rostro que encabece el cambio de régimen. 

Primero, el descubrimiento en Colombia de un vehículo con 26 fusiles de asalto AR-15, 30 miras láser, 37 visores nocturnos, ocho silenciadores, chalecos antibalas, cascos y otros elementos para la guerra, que de acuerdo a lo denunciado el 25 de marzo por el ministro de Comunicación de Venezuela, Jorge Rodríguez, tenían como destino su uso en acciones terroristas en su país. 

Esto fue confirmado casi de inmediato por uno de sus denunciados, el ex militar venezolano Clíver Alcalá, quien confesó tener un contrato firmado con J.J. Rendón, Juan Guaidó y funcionarios norteamericanos para comprar las armas y los equipos. Estos elementos serían trasladadas hacia el Estado venezolano de Zulia, fronterizo con La Guajira colombiana, presumiblemente con el objetivo de asesinar con ellas a altos funcionarios del gobierno bolivariano.

Por esos mismos días fue la acusación formal contra Nicolás Maduro y Diosdado Cabello bajo el cargo de “narcoterrorismo” y el ofrecimiento de entre 15 y 12 millones de dólares por información que permita su captura, un hecho insólito para el derecho internacional que -al menos en teoría- enarbolan las principales democracias liberales del mundo. 

No satisfechos con esto, de inmediato el presidente Donald Trump anunció la movilización de buques cerca de la frontera marítima de Venezuela, para «controlar y evitar el contrabando de estupefacientes», en clara alusión a Venezuela. 

Todo en medio de la crisis global por la expansión del Covid-19, mientras la curva de afectados y muertes por la enfermedad ya comenzaba a escalar fronteras adentro de los propios EE.UU., lo cual permite especular con la posibilidad de que el tema Venezuela, ya convenientemente instalado en al agenda por años de guerra mediática, pueda funcionar como un recurso para desviar la atención de los graves problemas que enfrenta la administración Trump, que a su vez está en campaña por su reelección, de cara a las votaciones de noviembre.

El asedio a Venezuela como excusa puede ser perfectamente posible, pero al mismo tiempo hay que destacar que también encaja en el deseo de largo alcance por parte de la política exterior de la Casa Blanca, conducida fundamentalmente por la cancillería -el Departamento de Estado- junto al Departamento de Defensa.

Desde la llegada al gobierno del comandante Hugo Chávez, Venezuela inició un proceso de integración regional alternativo al proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), derrotado en Mar del Plata en 2005. Este proceso liderado por Caracas, que incluyó decisiones gubernamentales inéditas en materia de soberanía y administración de los recursos de las naciones latinoamericanas, como la creación de Unasur y CELAC, preocupó a EE.UU. 

Por primera vez en décadas los países de la región no estaban signados por los deseos y las recetas de Washington, sino que estaban orientados en gran medida a reforzar las estructuras estatales latinoamericanas y a fortalecer las relaciones con los países vecinos a través de acuerdos políticos y comerciales, con una fuerte impronta alternativa al capitalismo. Sin contar la enorme riqueza energética del país, que por añadidura, ahora se ponía en función de articular a los más débiles, como en el caso de Petrocaribe. 

También hay que considerar, en este panorama, que en en el correr del siglo XXI se acrecentó la disputa por la influencia global, con un crecimiento de China en el campo económico y cada vez más diplomático; y de Rusia en el campo militar, que dejaron a EE.UU. sin su efímero mundo unipolar. Y que Venezuela desarrolló una alianza sólida con ambas potencias orientales, que también contribuyeron a convertirlo en uno de los principales jugadores de la región. 

De esta manera, la ofensiva estadounidense contra Venezuela pasó a ser una cuestión de primer orden y con el correr de los años se fue convirtiendo en una obsesión de vieja data, acrecentada a partir de 2013 con la desaparición física de Hugo Chávez. 

En este marco, las alianzas con China y Rusia, a un nivel; y con las naciones insulares del Caribe, en otro plano muy diferente, se mostraron hasta el momento fundamentales para contener lo que parece una pretensión cada vez más abierta por parte de Washington: llegar hasta última instancia para quedarse con Venezuela. Lo que se vivió desde 2019 con el experimento Guaidó y su actual corolario con la preocupación por el narcoterrorismo y la propuesta de una “transición” bajo amenaza, es parte de ese proceso estructural, profundo y previo a la pandemia.

Nada nuevo bajo el sol, apenas una piel ya desgastada por el uso que no puede convencer a nadie de la legitimidad de sus intereses y por eso, bajo el gobierno de un presidente como Trump, puede desencadenar una acción inédita e históricamente peligrosa: una invasión de marines en América del Sur. Para qué le dará al Deep State de EE.UU. está por verse, pero lo central es que hay un movimiento real y progresivo en esa dirección. 

* Integrantes del Observatorio de la Coyuntura en América Latina y el Caribe (OBSAL) del Instituto Tricontinental de Investigación Social

Tomado de Notas Periodismo Popular



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