Lo que el asalariado se llevó

Los estrategas de la guerra económica contra el Pueblo de Venezuela impusieron que los asalariados fueran las primeras víctimas de su metralla monetaria, la razón: eran muchos a perjudicar, se caracterizaban por ser alegres consumidores, habían sido en un tiempo los famosos "tabarato", cobraban un monto fijo quincenal y no tenían verdadera organización de clase. Al comienzo de la crisis, en los primeros y tímidos requiebros de la especulación, siguieron gastando lo que no tenían, mientras los comerciantes informales, sus primos de clase: mecánicos, peluqueros, buhoneros y vendedores al detal, vieron la oportunidad de lucro cobrándoles sobreprecios que multiplicaron ganancias e hicieron de todo trabajo informal un bachaquerismo descarado, una "inflación por aplique", el "si no te gusta no lo compres" del perrocalentero, el kiosquero o el lavacarro.

Pronto, la multitud de violadores de las empresas de servicios se abalanzó sobre la doncellez indefensa de la clase trabajadora asalariada, cuyo poder adquisitivo se vio asaltado desde la venta de aceite para carros hasta la panadería traidora, a quién de nada valieron años de fidelidad por parte de sus clientes. Hubo una especie de ruptura entre el portugués del abasto, el panadero y las ventas de fritanga, con todo pasado solidario y confiable hacia sus vecinos, el "quince y último" pasó a ser "el conejo" a ser cazado.

Poco más tarde apareció el "millonario de 10 dólares" a inflar más los precios, un subespecimen hijo ilegitimo del "Dolartoday". Vino de quienes tenían a alguien en el exterior y comenzaron a recibir 10, 20 y 30 dólares desde afuera, los cuales al cambio especulativo se lo pagaban a 10 veces su valor real. Con los 10 dólares que vale un almuerzo modesto en el mundo, conseguían en Venezuela comprar 10 comidas y seguir manteniendo las imposibles adquisiciones diarias de queso amarillo, jamón de pavo, aceitunas y chucherías que, siendo en el mundo baratijas, acá se convirtieron en costosos manjares solo al alcance de informales, comerciantes y los noveles "millonarios de 10$".

Como los empleados y obreros no trancan calles ni queman negocios, debido a que están trabajando en un horario, el abuso perdió el miedo y la pena se ausentó de las caras, ahora se cobraba lo que daba la gana, en tanto los ingresos de los asalariados quedaban restringidos a los regulares aumentos del ejecutivo, ante cada uno de los cuales venía una nueva ola de inflación. Pronto, empresarios, comerciantes, informales y choros hablaban de millones cuándo se trataba de precios, independientemente del costo de producción.

Era natural, el antiguo carnaval de la renta petrolera había invisibilizado al asalariado haciéndole una clase multitudinaria pero oculta, sin conciencia ni dirección colectiva. Ahora, en la fiesta de la crisis, los buhoneros, bachaqueros y comerciantes vieron en los sueldos de aquella masa ingenua el botín a saquear.

Por su parte los intelectuales ni siquiera salieron a comentar acerca de ese tumulto informe y sin poder de los trabajadores a sueldo, reconociéndole al menos su papel de víctima mayoritaria, no, lo "paisajearón", el proletariado era una entelequia de los libros que solo se ve en la sociedad industrial, por lo que invocar su defensa en Venezuela sería como hablar de la protección de los caballos en el mundo de los burros, pero nadie pensó que llamar "burguesía" a sus jefes, los "hacendados industriales" criollos, quienes montaron el "desabastecimiento programado", era tratar de explicar la conducta del gato parasitario sinvergüenza, utilizando la psicología del tigre del mundo desarrollado, demasiado camisón pa’ Petra.

Pero por algo dijo Engels que el asalariado es lo mejor surgido del capitalismo. Ahí permaneció fiel saliendo a trabajar, soportando su último lugar adquisitivo con aquellas quincenas de sal y agua que en 4 años le llevaron a percibir solo el 25% de su salario real. Hizo milagros: retiró prestaciones, le dio palo a la caja de ahorros, usó la tarjeta de crédito y de vez en cuando trató de mantenerle a sus hijos cierta calidad de vida, hasta que se rindió y dijo "no, ya no da para eso".

Ahora, el otrora asalariado alegre de los viernes de quincena, dejó de detenerse en los chinos y en la licorería, quitó prioridad a trapos y lujos, se despidió de sus hábitos como el pollo asado, las empanadas y los refrescos.. Racionó la alimentación, paró el carro, y lo poco que consiguió se lo dedicó a los estudios del muchacho; en tanto el resto de la sociedad siguió montada en la borrachera de los aumentos con una agresividad propia de maleantes, donde al reclamo por lo caro de un producto se le respondía con un insolente: "Y tabarato, aprovecha, mañana trae a otro precio"

Así, el proletario "volvió a ser pobre", sintió otra vez la dureza de tener hambre y esperar llegar a su casa, la de estar un fin de semana limpio metido en sus cuatro paredes. En muchos casos tuvo el viejo sabor del pasar trabajo que vivió en la universidad, cuando se le hacía tarde sin tener que comer y sin haber conseguido para el pasaje. No obstante, se dio cuenta que tenía los códigos para resistir, aquello no era ni nuevo ni definitivo, fue aprendiendo otra vez a vivir.

En los humos y estragos del hundimiento económico que producía la guerra antichavista, las victimas se multiplicaron: empresarios, comerciantes e informales comenzaron a sufrir males que no podían ya remediar subiendo los precios.

Quienes carecían de un sueldo y no tenían productos para especular se atrevieron a hurgar la basura para comer ese día, a los comerciantes les cayó la especulación de los mayoristas y a estos la de los fabricantes, pero la cenicienta siguió siendo el asalariado, capeando el temporal de sus cuentas de colegio, casa, ropa para trabajar, pasajes y su largo etcétera, echando mano de la disciplina que trae vivir años de una mensualidad.

Pero la luna no es pan de horno ni el sol se puede tapar con un dedo, a los verdugos les llegó también la hora de arrodillarse ante el hacha. Ya no hubo hábitos, fidelidades de marca o tradiciones que amarraran la clientela asalariada al pollos Arturo "mata quincena", a la cocada astronómica, a los abusos del mecánico o las pretensiones del manicurista, el asalariado tenía el enorme poder de desaparecer y quebrarlos a todos.

Una vez que el matapalo secó al árbol asalariado de cuya savia se había alimentado, le tocó su propia muerte por inanición, no sin llantos y dedos señalando al gobierno. El pollero, el licorero y el mismísimo perrocalentero vieron pasar sus antiguos clientes asalariados por el frente, raudos y veloces, indiferentes, lejanos. Pollos y cervezas permanecieron en las neveras, las hamburguesas quedaron por hacerse, las grasientas empanadas retorcidas de las 12 del día agarraron camino para el estómago del empanadero y su familia, las cuentas no daban, la quiebra apareció con su rostro de calavera.

El nombre en economía de ese fenómeno era "la caída de la demanda agregada", significaba muchas mesas y puestos vacíos, botellas y empaques con fecha vencida por falta de venta, gente rematando lo que fuera para poder echarle algo al estómago, empresarios preguntándole a Fedecámaras por qué el gobierno seguía firme después del "auto suicidio" que hicieron los patrones de sus marcas y mercados confiados de que eso derrumbaría al estado, ahora la crisis que habían invitado a entrar apuntaba directamente a sus cabezas.

* Ph.D en Economía

miguelvillegasfebres@gmail.com



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