El demonio de la violencia política como campaña electoral

La primera vez ocurrió en uno de los encuentros iniciales con los vecinos del barrio Raúl Leoní, al oeste de Maracaibo. En un patio, en medio de taburetes de madera, hablábamos sobre la situación del país. Ese día, ella llegó como una más. Tomó una postura de desafío y luego de cierto tiempo, comenzó a grabarnos con su teléfono. Los demás la identificaron como «dirigente parroquial del PSUV». Hubo uno que otro grito. Uno que otro desplante. Uno que otro manoteo… y ya.

La segunda vez fue una tarde, en el barrio Miraflores. Estábamos terminando otra reunión en casa de un vecino y dos sujetos irrumpieron dentro de la vivienda. La misma historia, «somos los líderes del barrio», «ustedes no pueden hacer esto sin nuestra autorización», me amenazaron, le arrancaron el teléfono a un periodista presente, la luz se fue, hubo forcejos y golpes. Los agresores intentaron quitarle el arma de fuego a la agente policial que tengo como guardaespaldas. Se tuvo que hacer un tiro al aire para desalentar a los atacantes.

La tercera vez, salíamos de otra reunión y afuera nos esperaba un grupo de mujeres y niños (unas 12 personas), con banderas del PSUV. Nos gritaban «fuera». En plena calle, me lanzaron un balde de agua que no me alcanzó y una de ellas (enfurecida de odio) se abalanzó hacia mí para golpearme. El pescozón se lo llevó uno de los vecinos que me acompañaba. Él, ante la evidente amenaza, intentaba apaciguar (sin lograrlo) la tormenta de golpes e insultos que, entre las banderas rojas, tomaban forma contra nosotros. Cuando ya montado en mi vehículo (voy a los barrios en mi carrito viejo que tengo hace años) con un tubo metálico rompieron el vidrio posterior, en un golpe que iba dirigido a mi cabeza.

Pertenezco al PCV, un partido (todo el mundo lo sabe) sin recursos económicos. Por eso, para hacer campaña, no cuento sino con el aliento de mi propio cuerpo. Ah… y como ya dije: con mi carrito viejo que tengo hace años. Por eso voy de casa en casa y hablo con la gente. Me siento bajo las matas de cují, de mango o de níspero y escucho sus problemas, sus quejas, sus desilusiones. Me tocó ser candidato en uno de los circuitos de Maracaibo más empobrecidos, uno en donde cada experiencia de vida de la gente es una lucha hiriente con la vida.

Las campañas electorales son un mal necesario en la democracia liberal burguesa. En ellas, las ideas, la ideología, los valores y los proyectos políticos quedan empanizados como una pieza de pollo más de Burger King o de McDonald. Por el contrario, para mí, una campaña electoral no puede ser otra cosa sino una situación comunicativa de encuentro con el pueblo, con sus esperanzas, intentar que se entusiasmen por mis ideas y mis valores y buscar cómo convencerlos de que podemos compartirlos. Pero por sobre todo, que podemos, juntos, hacer de las ideas y los problemas una lucha común para su comunidad. Y eso fue lo que me propuse hacer en cada casa que me recibiera de ese circuito.

Al contrario de la estrechez de recursos económicos con la que yo y mi partido podemos llevar nuestro mensaje a cada casa del circuito 4 de Maracaibo, la otra alternativa en ese circuito (apoyada por el partido de gobierno) exhibe una inversión económica difícilmente justificable. El dinero que se gasta en cada evento o acción que ellos realizan en esos barrios no es normal ni decente. Sobre todo, si pensamos que se hace delante de la cara de gente que la está pasando realmente mal.

Una campaña hecha en los mismos barrios en que ya, anteriormente, el PSUV y su mismo candidato ganaron (con votación pírrica) un curul para la actual Asamblea Nacional Constituyente. Precisamente, barrios a los que nunca se regresó a dar cuenta de qué se había hecho con ese cargo obtenido. Esto es lo que la misma gente cuenta en esas reuniones bajo las matas de cují, de mango o de níspero. Incluso, muchos son de la dirigencia del PSUV en esas comunidades y con una evidente decepción revolucionaria, me lo han dicho con molestia.

Uno puede terminar entendiendo el uso de la violencia como arma política. Es más, existen casos en los que es imprescindible. Pensemos en la lucha del pueblo palestino. O la que recientemente tuvo que librar el pueblo chileno para que el Estado burgués que lo gobierna admitiera una reforma a la Constitución que les dejó el dictador Augusto Pinochet. Ahora bien, no es cierto que (en cualquier caso y en todos los casos) el fin justifica los medios. Recordemos: desde que el presidente Maduro obtuvo aquella estrecha victoria ante Capriles en el año 2013, la derecha entreguista llamó a sus seguidores a drenar su «arrechera». Entonces vimos cómo la cúpula opositora dirigió y planificó un desangre social para todos. Allí están los quemados, asesinados, degollados, baleados, enfermos o mutilados de esa política. Ahí están los semestres perdidos, los edificios destruidos, las plazas destrozadas, la rabia agazapada dispuesta a atacar a todo aquel que no aceptara la destrucción como forma de hacer política. Creyeron que con su cólera guarimbera lograrían el poder necesario para empujar el proyecto que no habían obtenido por votos. Al fracasar, llevaron la violencia más arriba, directamente a las manos de EE.UU, para matarnos de hambre, para enfermarnos, para paralizar al país, para dejarnos en la más absoluta indigencia cultural y material. Y es así como esa violencia se ha llevado por delante a la misma gente (el pueblo) que ellos dicen defender. No hermanos. El fin no justifica (siempre) los medios. Sobre todo, si existen medios menos homicidas con que conseguir ese fin. Y esos medios nos los dio Chávez con la Constitución de 1999.

Por eso es lamentable que la dirigencia municipal y regional del PSUV permita hoy que un reducido sector de su militancia, en un circuito de gente humilde y trabajadora, apele a la violencia física como herramienta política. Es lamentable que mire hacia otro lado y que no recuerde los heridos y los muertos de las guarimbas, la más lamentable expresión de violencia política vivida por nuestro pueblo en estos últimos años.

Esa guarimba que estimuló la violencia del ciudadano contra el ciudadano como parte del programa golpista de un sector de la oposición. En este caso, un dirigente desbocado, desde un sector muy reducido del PSUV, opta por la violencia como estrategia política, pero más lamentable aún resulta que los ciudadanos a los se quiere poner a pelear sean camaradas parados en la misma acera izquierda de la historia. Eso es una falta revolucionaria que el PSUV no debería permitirle a su militancia. Es deplorable que un partido político termine haciendo (o permitiendo) aquello que más combatió. La pobreza ideológica, discursiva, ética y política que tiene esa campaña electoral no puede esconderse detrás de unas cuantas mujeres y niños que griten contra mí. Son prácticas importadas que están haciendo mucho daño a las bases en Idelfonso Vásquez, Venancio Pulgar y Antonio Borjas Romero y que, posteriormente, le pasará la factura a la dirigencia municipal y regional del PSUV.

Nuestro pueblo, hoy más que nunca, reclama que la palabra y la acción sean la verdadera arma revolucionaria. Después de Chávez, este pueblo no come cuentos. Ya en Venezuela tenemos suficientes pruebas de que cuando se sueltan los demonios, nadie sabe cuáles serán las tenebrosidades que saldrán a atacar. Por eso, dejemos quieto a lo que está quieto. Nuestro pueblo lo merece y lo reclama.

@soto.one



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