La Burbuja Turística

Agustín Franco Martínez
Profesor universitario. Cáceres.

“Turismo es hoy sinónimo de globalización, mercantilización de recursos y personas, consumo desaforado e irresponsabilidad medioambiental en todos los niveles. (…) Bastarán unas pocas décadas más de turismo de masas para convertir la Gaia viva de Lovelock en un desafortunado planeta-zombi que vaga por el espacio sideral…” (Abecedario zombi, 2016) [1].

El turismo ya se vio inmerso en medio de la quiebra inmobiliaria y financiera de 2007-2008, si bien no sufrió con la misma intensidad el estallido de la burbuja, ¿por qué? Porque todavía tiene margen para aumentar la explotación laboral y medioambiental en el sector turístico a nivel planetario: basta comparar los sucesivos porcentajes de empeoramiento de 2015 de la escala del Índice Global de Derechos Laborales (IGDL) con los datos promedios del Índice de Competitividad de Viajes y Turismo (ICVT) y del Índice de Brecha de Género (IBG).

Vemos en la gráfica que los niveles de competitividad turística como de igualdad de género se pueden presionar más a la baja hasta equipararse a los ritmos crecientes de degradación de los derechos laborales (desde violaciones irregulares hasta derechos no garantizados). Observándose que incluso el nivel de empeoramiento posible en el caso de la dimensión política de la Brecha de Género ya ha sido ampliamente superado, en casi 10 puntos porcentuales, para el escalón de violaciones repetidas del IGDL (el segundo escalón más bajo de este índice).

Teniendo en cuenta que la ‘competitividad turística’, según la concepción neoliberal del Foro Económico Mundial, no es más que un eufemismo de explotación, como se aprecia de un modo mucho más directo comparando la sistemática inferioridad del salario real del sector turístico con respecto al del PIB turístico. Así, por ejemplo, en España, entre 2000 y 2007, el PIB turístico crece un 18%, el número de turistas crece un 19,5%, el empleo turístico aumenta en casi un millón (pasa de 2 a 3 millones de empleos) y, en cambio, ¡el salario medio anual real disminuye!, pasando de 11.053 € en 2000 a 10.598 € en 2007. [2]

De hecho, a nivel laboral las cifras de precariedad y feminización son alarmantes, siendo representativo del empleo turístico las quejas y denuncias de las kellys, las que limpian, las camareras de hotel. Además, la proliferación del alojamiento turístico no hotelero es otro síntoma importante, ya que tiende a concentrarse en los mismos espacios que el hotelero, generando no sólo competencia empresarial desleal, sino turismofobia creciente, acompañada de los clásicos procesos de gentrificación (desplazando del centro urbano a la población residente que presenta bajos niveles de ingresos).

La gentrificación, aunque etimológicamente proviene de gentry (nueva clase burguesa intelectual), tiene ciertos ecos y resonancias –de connotaciones negativas– con el campo semántico de lo geriátrico, la gerontología, es por lo que, además del elitismo a secas, podemos hablar también de elitismo putrefacto, cuyo reflejo más fiel es ese turismo de borrachera y de balconing, turismo zombi, tan conocido en la costa española, que paradójicamente protagonizan jóvenes acomodados y cualificados.

En definitiva, todo un proceso neocolonial al servicio de los intereses de las clases pudientes del norte global. Donde el incremento anual de turistas internacionales es celebrado por los políticos de turno como un éxito económico sin igual, ignorando que tal crecimiento no puede ser indefinido, hasta el infinito. Ignorando que hablar de ‘capacidad de carga’ o ‘capacidad de acogida’ turística una vez que ésta ha sido ampliamente superada ya no es una solución sino otro problema más.

Gestionar la capacidad de carga es como regular el flujo de agua con un grifo, abriendo más o menos la llave para regular la cantidad de agua que queremos. Pero una vez que se ha inundado la casa, de nada sirve abrir o cerrar el grifo, pues está roto. Así, gestionar la masificación turística exige medidas al mismo nivel que la gestión de una inundación, medidas de emergencia y evacuación, lo mismito que en una crisis zombi.

Tiene gracia que la capacidad de acogida sea minuciosamente aplicada en el caso de los refugiados, que entran en Europa a cuenta gotas debido a las (supuestas) múltiples carencias de nuestras sociedades en materia de empleo y asistencia social, así como de seguridad. Y en cambio, se aplica de un modo tan laxo con quienes llevan plata en el bolsillo y el virus T (turístico) en la cabeza.

El turismo se convierte así en el estandarte de la globalización de la explotación, lo que bien podríamos sintetizar como explotalización. No es sólo un juego de palabras, es la expresión de cómo el capitalismo encuentra nuevas formas de expandirse a niveles cada vez más profundos y globales sin necesidad de moverse, sin necesidad de cambiar de planeta. Esto es, siempre se podrán inventar nuevos procesos neocolonizadores y recolonizadores que abran nuevas vías inéditas a la explotación de siempre.

Y a nivel medioambiental, ya en el Financial Times se reconocía en 2006 que el turismo será el enemigo público número uno del medioambiente [3]. La propia creación de los parques naturales, configurados como zonas vírgenes según el modelo excluyente (mediante la expulsión forzosa de la población nativa) inaugurado en 1872 por Roosevelt en Estados Unidos con el primer parque nacional del mundo, el parque de Yellowstone, se ha extendido como una plaga por todo el planeta [4].

Bajo el capitalismo todo es negocio. No hay opción de sostenibilidad ni resiliencia bajo las reglas de juego del mercado, por mucho que se cacaree la pretendida responsabilidad empresarial como un mantra de solidaridad y justicia social.

Como señalaba el conocido geógrafo y anarquista Eliseo Reclus en 1866: “En la costa, muchos de los acantilados más pintorescos y las playas más encantadoras son presa de codiciosos propietarios o de especuladores (…) Cada curiosidad natural, …, incluso el sonido de un eco, se convierte en propiedad individual. Los empresarios arriendan las cascadas y las cercan con vallas de madera para impedir que los viajeros que no pagan disfruten de la vista de las turbulentas aguas. Después, mediante una avalancha de publicidad, la luz que juega con las diminutas gotas en dispersión y las ráfagas de viento que rasgan las cortinas de llovizna se transforman en el tintineo resonante del dinero”.

Notas

[1] Díaz, J. y Meloni, C. (2016). Abecedario zombi. Madrid. El Salmón Contracorriente.

[2] Murray, I. (2015). Capitalismo y turismo en España. Barcelona. AlbaSud.

[3] Buades, J. (2009). “Copenhague y después”. Opiniones en desarrollo, artículo 4. AlbaSud.

[4] Survival (2014). “Los parques necesitan a los indígenas”. Informe. Madrid. Survival International.



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