Tenemos que escribir para contarlo y debemos sobrevivir para testimoniarlo

Cuando esta tragedia venezolana culmine, y culminará sin duda, los sobrevivientes a la devastación nacional serán testimonio viviente de la horrorosa tragedia provocada en nuestro país por el régimen gubernamental integrado por el triunvirato cívico-militar: maduro, diosdado, vladimir padrino lópez. Los sufrientes de ahora serán los testimonios de mañana, los jueces de sus verdugos, los querellantes de los carniceros; y serán millones los que estarán allí en el primer lugar de la tribuna judicial con su dedo apuntando hacia los acusados.

Esta gente no parece medir las pavorosas consecuencias que sus acciones han provocado ni tampoco mirar hacia adelante y darse cuenta que un día, más temprano que tarde, tendrán que salir de los lugares de poder que hoy ocupan.

Nada es por siempre señores, todo tiene su final. La historia se mueve de forma zigzagueante, nunca en línea recta ni tampoco es manejada por los mismos de siempre. Miren los tiempos pasados de nuestro propio país para que aprendan y se comporten, no con la arrogancia que hoy muestran, sino con la humildad del gobernante sabedor de la finitud de su mandato.

La historia, maestra de la vida, en nuestro caso venezolano está ahí para mostrarnos a todos nosotros varios casos de regímenes despóticos, cuyos mandatarios, aspirantes al continuismo, fueron barridos en su oportunidad por la turbamulta popular hastiada del cabecilla respectivo, de sus funcionarios y de lo que su política representaba.

El primer caso lo constituye la prestigiosa figura del prócer José Antonio Páez. Diecisiete años se mantuvo el país bajo el dominio exclusivo del Centauro de los Llanos. En su tiempo fue la figura política más prestigiosa de Venezuela. Fue el primer gran latifundista de Venezuela, el jefe de las montoneras, el primer gran elector, Primer Magistrado de la República, el caudillo indiscutible del gran latifundio que era entonces nuestro país. Y ese que una vez fue todo poderoso caudillo nacional, dueño de la vida y destino de los venezolanos entre 1830 y 1847, se vio obligado a salir de Venezuela y morir, en Nueva York, bien lejos de los llanos que lo vieron nacer. De poco le sirvieron sus proezas militares en la guerra de independencia una vez que el país nacional se cansó de sus excesos. Murió desprestigiado y aborrecido por los venezolanos.

Algo parecido le pasó al triunfador de la Revolución de Abril, Antonio Guzmán Blanco, el cacique de los venezolanos entre 1870 y 1888. Sojuzgó nuestro país durante 18 años, robó a manos llanos, maltrató a amigos y enemigos. Generó tanto odio que pocos días después de haber dejado la presidencia de Venezuela y salir del país, junto a familiares y allegados, sus estatuas y monumentos fueron derribados por una turba enardecida hastiada de su despotismo y megalomanía. Murió desterrado, bien lejos de Caracas, su lugar de nacimiento. Hoy día el Guzmancismo se recuerda por la corruptela y la pillería habida en esos tiempos.

Y el más odiado de todos, el instaurador del horror gomecista, Juan Vicente, el Bagre, dueño absoluto de Venezuela durante 27 años, entre 1908 y 1935, llegó también a su fin. Se lo llevó la muerte, seguro al infierno, pues su maldad no conoció límites. Con su muerte terminó su régimen y el país se abrió a nuevas y mejores experiencias políticas. Fueron 27 años de sufrimiento nacional. Este hombre maltrató en extremo a los venezolanos durante todos sus años de satrapía. Odiaba a sus compatriotas y, en consecuencia, los trató con sevicia, con extrema crueldad, con saña enfermiza. Como era de esperarse, una vez fallecido el tirano, en diciembre de 1935, se produjo la inevitable reacción nacional en su contra. En los pueblos y ciudades de nuestro país la gente, antes asustada, soltó las amarras y se lanzó a las calles a cobrarse todas las tropelías cometidas por el gomecismo. Saquearon e incendiaron casas y haciendas de los favoritos del régimen, lincharon a muchos de sus secuaces, las propiedades del bagre fueron confiscadas todas y sus familiares tuvieron que huir del país para evitar así su muerte segura en manos de la población; muchos gomecistas fueron a la cárcel a pagar sus fechorías. Y hoy día el gomecismo, en nuestro país, es equivalente a brutalidad, a represión, a crueldad, a tortura, a atraso, a primitivismo, a barbarie Y nadie se atreve a reclamarse gomecista, a menos que esté desquiciado.

Luego, tocó el turno a Pérez Jiménez, otro espécimen de la camada presidencial de ingrata recordación. Su dictadura se extendió durante ocho años, entre 1950 y 1958. En esa década la represión contra los políticos venezolanos opuestos a su gobierno fue en extremo radical. Abundaron los muertos, los torturados por la policía política, los encarcelados y los desterrados. Fueron ocho años de verdadero terror para la inmensa mayoría de los venezolanos. Pánico y desasosiego fueron el pan de cada día esos terribles tiempos venezolanos. Pero en enero de 1958, luego de varios días de huelgas, protestas antigubernamentales y deserciones militares, el sátrapa huyó de Venezuela en un avión, en compañía familiares y allegados. Y ese mismo día murió el perezjimenismo. El tirano falleció luego, exilado en España, lejos de su país, repudiado y odiado por la mayoría del pueblo venezolano.

Todos estos bárbaros han pasado a integrar la pequeña historia, la que está reservada a los peores hombres y mujeres, a los sátrapas, a los criminales, a los ladrones, a los déspotas. Y es lógico que sea así, pues estos bichos no pueden compartir escenario con los mejores venezolanos, con los más virtuosos, con los nobles y bondadosos, con los que han hecho el bien, con los que han aportado al engrandecimiento de nuestra nación. Para estos se reserva un puesto en la Gran Historia, la que nos brinda las mejores lecciones, esa de la que aprendemos a no cometer los mismos errores y la que nos ayuda a formarnos como ciudadanos virtuosos. En esta historia ocupan puesto los más queridos, en el caso nuestro se trata de Miranda, de Bello, de Sucre, de Bolívar, de Simón Rodríguez, de Prieto Figueroa, de Andrés Eloy Blanco, de Juan Germán Roscio, de Mariano Picón Salas, de Jacinto Convit, de Teresa Carreño, de Arturo Uslar Pietri, entre muchos miles. Todos ellos hicieron aportes en beneficio nuestro y de la humanidad y por eso son queridos, no odiados como los anteriores.

Según vemos entonces, para los de ahora, para estos despiadados gobernantes del chavismo, oficiantes del mal, la pequeña historia les tiene reservado un puesto seguro. No podía ser de otra manera, pues los centenares de presos políticos, los torturados, los desaparecidos, la ruina económica nacional, la desaparición de la moneda venezolana, la destrucción de la industria y el comercio del país, el hambre generalizada de nuestra gente, el empobrecimiento de casi todos los venezolanos, el sufrimiento general de la población, los miles de muertos por falta de medicina y asistencia médica, los millones de desterrados, la corrupción gigantesca y el desfalco del fisco patrio, el endeudamiento del país y la entrega a manos extranjeras de las fuentes de riqueza económica de la nación, constituyen motivo más que suficiente para sumar esta gente al osario donde reposan los bellacos. Y por esto mismo, tal como ha ocurrido antes en este territorio, tendrá que presentarse más temprano que tarde, pues es ley histórica inapelable, la reacción popular venezolana ante el hartazgo de esta situación límite. Así será, sin duda. Ya no soportamos observar los rostros de los culpables, de los mismos de hace veinte años. Fracasaron y su tiempo se acabó. La buena noticia es que la primavera se avecina, vientos cargados de fragancias así lo indican. Y estaremos aquí para brindar nuestro alegato como testigos directos de esta tragedia.



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Sigfrido Lanz Delgado


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