El colapso del Estado fallido madurista

La llamada revolución bolivariana llegó a la escena política nacional como una esperanza para solucionar los problemas que enfrentaba Venezuela. La crisis política e institucional del país era evidente y la gran mayoría de los ciudadanos había perdido la confianza en una elite corrupta (las famosas "cúpulas podridas" tan nombradas al comienzo de la quinta república).

Esa situación se convirtió en caldo de cultivo para el surgimiento de un nuevo liderazgo encabezado por el comandante del fallido intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. El triunfo de Chávez representó el anhelo de construir una patria nueva, inclusiva y que respondiera a las demandas de justicia social de gran parte del pueblo. Hoy, a veinte años de aquel sueño posible, la realidad se ha convertido en pesadilla.

Durante el mandato de Chávez se creó una ilusión de mejoría. La economía creció de manera considerable durante varios trimestres y el índice de pobreza se redujo a 33% aproximadamente para 2011. Asimismo, hubo una recuperación del poder adquisitivo y el salario mínimo se ubicó en niveles aceptables (el más alto de América Latina repetía el hijo de Sabaneta una y otra vez). Este súbito experimento de bonanza fue posible por el incremento desmesurado de los precios del petróleo y el incremento –también desmedido- del gasto público (algo muy similar a lo ocurrido durante el primer gobierno del némesis de Chávez, Carlos Andrés Pérez).

Este aumento súbito de los precios del crudo (en el ámbito internacional el hidrocarburo pasó de venderse en unos 25 dólares en 2003 a unos 145 dólares en 2007), provocó unos ingresos fabulosos que sirvieron para financiar proyectos sociales, educativos y médico asistenciales (las célebres misiones) pero también, impulsó de manera brutal la corrupción, el despilfarro y el surgimiento de mafias cambiarias que saqueaban las divisas, burlando (o más bien aprovechándose) del control de cambio que se había establecido.

A la mala gestión económica es necesario sumar el desvío de fondos públicos milmillonarios y de bienes materiales a otros países, bajo la supuesta excusa de impulsar la "unidad latinoamericana", además de la expropiación y nacionalización de empresas que, con el paso de los años, se convirtieron en cascarones vacíos quebrados y expoliados. Esta burbuja fue fácilmente disimulada gracias al caudal de petrodólares que, pese al saqueo generalizado, dejaba una importante cuota de recursos que podían emplearse para paliar el deterioro progresivo y constante del aparato productivo nacional.

La caída de los precios del crudo, alrededor de 2008, comenzó a resquebrajar la burbuja. Sin embargo, el fuerte carisma y el liderazgo de Chávez, así como el control de una PDVSA alineada con las directrices del jefe de Estado y que mantenía una producción que rondaba los tres millones de barriles diarios, todavía permitían disfrazar la inminente crisis.

Con la muerte de Chávez y el ascenso de Nicolás Maduro al poder se desataron -todavía más- los demonios de la corrupción, la incompetencia y la represión. Los clanes que conforman los diferentes círculos de poder han establecido un sistema que ha carcomido absolutamente cualquier valor democrático impulsando, al mismo tiempo, la destrucción de la economía, en un verdadero absurdo orwelliano.

El madurismo, que es una especie de mutación degenerativa del chavismo, ha devastado la nación, desintegrando la esperanza que significó la revolución bolivariana estableciendo un aparato de dominación totalitario basado, entre otros aspectos, en: Culto a la personalidad, uso del hambre como arma de sometimiento, violencia generalizada mediante el empleo de paramilitares (colectivos) y cuerpos represivos con licencia para asesinar y violar derechos humanos, persecución a la disidencia, control comunicacional, aislamiento internacional, saqueo de los recursos naturales, conformación de mafias de todo tipo con poder político y económico, destrucción de servicios públicos, desaparición del sistema médico público, desintegración de la moneda nacional, pauperización de la población y expulsión de millones de desplazados que emigran del país, huyendo del horror. Todo esto apunta hacia la destrucción del Estado-Nación venezolano moderno y sus sustitución por uno feudal, más acorde con los intereses de la actual nomenklatura.

A esta situación lamentable se debe sumar –aunque realmente es una pieza transversal de la crisis histórica que azota la nación- la debacle de Petróleos de Venezuela, que pasó de ser la quinta corporación petrolera más importante del mundo en 2014, a una especie de cascarón vacío en 2019. En cinco años, las huestes maduristas arrasaron con una PDVSA que, pese a sus problemas, producía poco más de tres millones de barriles diarios y que, hoy en día, a duras penas genera unos cuatrocientos mil. El madurismo persiguió –y persigue- a los trabajadores de la principal industria del país, señalando a muchos de ellos como traidores a la patria, corruptos y (quizás la peor de las acusaciones) como ¡seguidores de Rafael Ramírez! El éxodo del personal calificado del holding y de sus filiales es representativo de lo que ocurre a escala nacional. Nuestro país posee las mayores reservas de petróleo del mundo (más de trescientos mil millones de barriles se encuentran bajo nuestro suelo), pero PDVSA no está en capacidad de sacar ese recurso y, mucho menos de procesarlo y comercializarlo.

Nicolás Maduro y sus compinches han convertido Venezuela en un Estado fallido, donde el crimen y la impunidad cabalgan para desgracia de la población. Nuestro país posee el potencial necesario para tener un alto nivel de vida, por encima del de otras naciones de América Latina. La excusa oficial para este imparable deterioro es, únicamente, la aplicación de las sanciones estadounidenses que, aunque es cierto que han golpeado la economía del país, son solo una arista más en la transformación de Venezuela en una tierra arrasada postapocalíptica.

La célebre frase de Lord Acton, "el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente", puede aplicarse a la nueva oligarquía que conduce la tiranía venezolana, cuyos infames dirigentes, mediante el abuso del poder y el desprecio hacia el ser humano, llevan a la patria hacia un contexto medieval, donde los ciudadanos pasan a ser súbditos mal pagados, frustrados, desmotivados y sin derechos de ningún tipo, es decir, esclavos de la casta gobernante.

Este colapso del Estado fallido madurista resulta evidente en todos los ámbitos de la vida nacional. El dictador, envalentonado cuando se acuartela rodeado por militares y seguidores incondicionales, posee terror de darse un baño de pueblo. Su miedo a las masas incrementa la violencia y la represión, como una señal del odio que siente hacia un pueblo que, cansado de vejaciones, le dio la espalda y espera un cambio del actual modelo económico y político.



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