El mantuanaje y sus estudiantes

En la sociedad colonial venezolana la clase de los mantuanos ejercía un poder omnímodo. Sus miembros controlaban la economía, la política y las instituciones culturales y educativas. Eran ellos los propietarios de la tierra, los amos de esclavos, los dueños del comercio, los miembros del cabildo, los integrantes del clero, los componentes del claustro universitario, así como los oficiales del ejército regular y del miliciano. Nada en esa sociedad pasaba desapercibido para tan influyente grupo. Cómo descendientes de españoles gozaban de los privilegios que en aquella sociedad de castas, otorgaba el ser hijos de familias linajudas. Las leyes le otorgaban numerosas prerrogativas, que sus miembros defendían con mucho celo. Ningún integrante de los otros grupos sociales podía disfrutar de los beneficios, derechos y privilegios que el sistema colonial les reconocía. En fin, aquel orden estaba concebido a imagen y semejanza de la clase mantuana, para beneficio y disfrute de sus miembros. Esto ocurría por ejemplo con la universidad colonial, una institución transportada desde la península ibérica al territorio venezolano para que en la misma se educaran exclusivamente los hijos de los españoles. Una sola institución de este tipo hubo en Venezuela en los trescientos años de dominio colonial español, la Universidad de Caracas, creada el año 1725; la Universidad de Mérida, si bien es de raíz colonial, fue producto de un decreto promulgado en el transcurso del año 1810, por la Junta de Gobierno constituida en esta ciudad, luego de manifestar su adhesión al proceso independentista iniciado en caracas el 19 de abril de este mismo año.

La universidad colonial venezolana fue sin más una réplica del modelo hispánico de enseñanza superior; era ella una institución señorial, escolástica y clerical. Cumplió la función social de formar las capas letradas criollas encargadas de regir la vida colonial, un patriciado político subalterno respecto a los representantes de la metrópolis, muy sumiso a los intereses de ésta, pero al mismo tiempo muy déspota respecto a los sectores del pueblo colonial, esto es, respecto a los pardos, esclavos e indios. Por sus características, los profesores de esta universidad constituían una especie de burócratas de la mente, meros propaladores de las ideas coloniales, creyentes en la superioridad de la cultura europea, justificadores de la conquista y colonización suramericana, ejecutantes de la extracción de plusvalía ideológica colonial, defensores del rey y de su corte. Los alumnos, a su vez, eran los mismos españoles o criollos, blancos mantuanos, aspirantes a título universitario, otra prerrogativa más en la larga lista de privilegios que la sociedad colonial les permitía adquirir. Algunos rasgos característicos de esta universidad eran los siguientes: los docentes y estudiantes universitarios debían hablar y escribir en latín pues era esta la lengua en la que se dictaban las clases y se defendían las tesis; los docentes eran generalmente los mismos funcionarios de gobierno, en su mayoría eclesiásticos; todos sus miembros debían prestar juramento de fidelidad a la doctrina de la Inmaculada Concepción; los sueldos eran bastante exiguos, oscilaban entre los cien y doscientos pesos anuales. Por esto, la cátedra universitaria se ejercía más por el prestigio social que por los beneficios económicos generados por ella.

El título de Real y Pontificia conferido a la Universidad de Caracas no fue una concesión graciosa de las autoridades de Madrid y Roma. Nos indica exactamente esa calificación que la universidad debía ser servidora absoluta del Rey y del Papa, y que estaba obligada a velar por el resguardo de los intereses monárquicos y pontificios en tierra americana. De ella se esperaba que impartiera una educación al servicio del sistema colonial: “La misión de la universidad colonial se inclinaba fundamentalmente a defender los fueros y regalías del rey, velar por la pureza de la religión católica y formar profesionales (teólogos, canonistas, juristas y médicos) útiles al Estado y a la iglesia” (Tineo Deffitt. 2005, p. 1). Y eso fue lo que ella realizó. Difundió con preferencia la doctrina de la iglesia católica basada en las enseñanzas de Aristóteles, con sus tratados sobre las ánimas, los fenómenos metafísicos y Dios.

El interés de la corona al ofrecer oportunidades de estudios universitarios en territorio venezolano no era brindar educación a todo el que quisiera o la necesitara, sino a los que se la merecían y pudieran ingresar. Y los que podían y se lo merecían, dado su linaje blanco y sus recursos económicos, eran los españoles enviados por la corona a estas tierras a ejercer gobierno, además de los criollos, descendientes de españoles. Solo estos gozaron del privilegio de recibir oficialmente la cultura ilustrada y de obtener un título universitario, bien en teología, con cuyo diploma se encargaban de propalar y vigilar la doctrina de la iglesia católica; bien en ciencias jurídicas, esto es, profesionales dedicados a garantizar el cumplimiento de las leyes emanadas del gobierno monárquico para así resguardar su continuidad y permanencia; bien en medicina, es decir, especialistas en aliviar y curar las enfermedades contraídas por los colonizadores y sus descendientes.

Los egresados universitarios en las especialidades señaladas podían ejercer los oficios siguientes: “los graduados en teología podían aspirar a cualquiera de los altos cargos del cabildo catedralicio y también a las dignidades de obispos y arzobispos. Los borlados en cánones y en leyes podían ejercer funciones forenses en las audiencias y en los cabildos con el carácter de magistrados, procuradores, abogados de pobres, defensores de indios y como letrados en la Dirección General de Temporalidades de jesuitas. Los graduados en medicina podían desempeñar la dirección de los hospitales reales, o bien aspirar a una plaza como médico de ciudad, de un convento, de un seminario o del tribunal de inquisición”. (Leal. 1981, p 98)

En orden de prioridad, los estudios de teología iban primero; luego estaban los de derecho y, finalmente nos encontramos con los de medicina. Se explica esa jerarquización dado que los conocimientos teológicos eran considerados los más nobles para entonces, al tratar los mismos con asuntos referidos a Dios, a los ángeles y a su morada celestial. Así entonces, el dominio de estos temas proporcionaba a las personas una cualidad especial, los hacia propietarios de un saber divino, sólo accesible a los pocos privilegiados a quienes Dios había elegido para comunicarse con él. Mientras que, por otro lado, los conocimientos médicos, además de referirse a asuntos propios del mundo terrenal, tocaban aspectos más bien vulgares, como eran las enfermedades de las personas, muchas de las cuales eran consideradas castigo divino.

Por la importancia reconocida a la teología los docentes que impartían esta disciplina disfrutaban de mejores prebendas. Sus sueldos eran superiores al de los otros docentes, se les reservaban los sitios más distinguidos en los actos académicos, y tenían la prerrogativa, junto con los jurisconsultos, de poder ser electos para ejercer el Rectorado de la universidad, representación que estaba prohibido desempeñar a los médicos.

Por lo dicho, la matrícula estudiantil en la carrera teológica siempre fue superior a las otras. Luego encontramos los matriculados en jurisprudencia, y por último estaban los de medicina, cuyo número durante el tiempo colonial fue bastante exiguo. Entre 1763, año de inició de los estudios médicos y 1809, año previo al inicio de la gesta independentista, obtuvieron su grado de Doctor en Medicina solo once estudiantes, mientras que treinta y dos lo recibieron de Bachiller en esta misma especialidad.

Los títulos universitarios eran documentos sumamente codiciados en los tiempos coloniales, pues además de significar para su propietario ser poseedor de unos conocimientos valiosos por sí mismos, sumaban otro conjunto de privilegios, dignidades y prerrogativas, según nos deja ver Fray José Alberto Salazar en el siguiente fragmento. “Los graduados, dice este prelado, quedaban constituidos en dignidad; eran reputados nobles y les era permitido acomodarse a los usos de éstos; ante los tribunales contaban con una presunción de virtud, integridad y de inocencia; debíaseles tributar particular honor y respeto; las penas se les aplicaban con suavidad y consideración; permitíaseles lucir públicamente particulares insignias; blasón en su casa y objetos, anillo gemado en su mano, birrete cuadricornio en su cabeza” (Leal. 1981. P. 99).

Según vemos, la educación universitaria no fue una actividad popular. Una minúscula proporción de la población venezolana en tiempos coloniales fue la que pudo recibir los beneficios de la formación académica. De manera que, en aquellos tiempos, el sector estudiantil no fue, respecto al número, una cantidad significativa. En casi un siglo de existencia, de 1725 a 1810, los egresados universitarios venezolanos no sumaron más de dos mil, cifra por demás reveladora, pues nos dice que las luces de la educación alumbraron en muy pocos hogares de la Capitanía General de Venezuela. Contadísimos eran los profesionales universitarios que podían encontrarse en cada una de las ciudades y pueblos venezolanos, situación ésta que se correspondía con la organización social del sistema colonial, pues así como era minoritaria la clase mantuana, también era reducida la población estudiantil universitaria. Lo que ocurría en verdad en el caso de la universidad era que sus estudiantes no eran otra cosa sino los mismos jóvenes mantuanos ocupando las plazas de ésta. Era simplemente el mantuanaje habitando los pasillos y aulas del recinto académico. Era el mantuanaje con birrete; en fin, era el mantuanaje estudiantil, que a través de esta vía obtenía otro credencial más a sus ya numerosos y exclusivos títulos aristocráticos.

Por lo dicho, no puede considerarse a los estudiantes del mundo colonial venezolano como un sector social aparte, como un grupo autónomo, autárquico, definible por sus rasgos particulares, políticamente independiente. Los estudiantes de entonces eran la misma clase mantuana, que a través de sus vástagos ocupaba los espacios de otra de las instituciones coloniales gobernada celosamente por los suyos. Era entonces la universidad colonial, una institución al servicio de los intereses de los propietarios de la tierra, de los esclavistas, traficantes y propietarios; de los gobernantes del cabildo, de los dueños del comercio, de los curas católicos, es decir de los mismos mantuanos, la exclusiva élite colonial, hermanada en sus intereses con el monarca y su corte real madrileña. Por eso no encontramos en toda la historia de la universidad colonial un atisbo de rebeldía, salido de su seno, en contra de ese orden manejado desde Madrid, y mucho menos hallamos ninguna manifestación crítica, que pusiera en duda el dominio ejercido en Venezuela por la oligarquía blanca, los españoles criollos, sobre el resto mayoritario de la población, sobre “la gente vil”, tal como ellos mismos calificaban a la gente de color, constituida por los pardos, los negros y los indios, el pueblo impedido de ingresar a la universidad, pues, según el mantuanaje, de hacerlo “vendrá a hacer esta preciosa parte del universo (la universidad) un conjunto asqueroso y hediondo de pecados, delitos y maldades de todo género, y llegará la corrupción” (Milán, Mario, 1993, p, 56).

Por tanto, de acuerdo con lo dicho, está reñida con la verdad histórica la pretensión de las actuales autoridades de la Universidad Central de Venezuela, de encontrar allí, en el seno de la universidad colonial caraqueña, “la génesis de una república soberana de ciudadanos y para los ciudadanos” (Nicolás Bianco, El Nacional, 10-06-11, opinión, p, 9), la matriz de las luchas libertarias del pueblo venezolano, el origen de la revolución anticolonialista venezolana, pues ese proyecto libertador y republicano fue liderizado en verdad por hombres como Francisco de Miranda, Simón Bolívar, José Félix Ribas, Antonio José de Sucre, Manuel Piar, José Antonio Páez, Rafael Urdaneta, entre otros, ninguno de los cuales pisó nunca las aulas de aquel claustro. En ese claustro, en aquellas condiciones, no podía germinar nunca ninguna idea libertaria, anticolonialista, republicana. Ese era un claustro realista, mantuano, godo, colonial. Hubo que esperar, por esta razón, el paso de muchos años y que las condiciones materiales y espirituales cambiaran para que empezara la universidad a revelarse contra su condición colonial. Esto ocurrió más adelante, entrado el siglo XX, en ocasión de las luchas estudiantiles de 1928 contra el tirano Juan Vicente Gómez, y luego, en 1958, con las luchas de este mismo sector contra otro déspota, Marcos Pérez Jiménez.

Esta es la verdad histórica, la que los universitarios debemos seguir y enseñar. Lo demás es ideología, es decir falsa conciencia, la cual gustan propalar los políticos manipuladores, pero, según vemos, algunos de estos parecen encontrar cobijo dentro del recinto universitario venezolano de estos tiempos.


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Sigfrido Lanz Delgado


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