Un día cualquiera en el palacio de Mirapoco

Cuando apenas asoma el sol por encima del puente Llaguno y unos rayos se cuelan tímidamente a través de los edificios de la avenida Urdaneta, se despierta otro nuevo duro día en el palacio de los Mirapoco, una antigua casona colonial cercana al barrio El Manicomio, ranchificada por efecto de la feroz crisis económica que aflige a los venezolanos. Se ha instalado en ella un ambiente sombrío, pesado; un desánimo que se puede sentir en los pasos cansados de las dos únicas personas que allí habitan. No es para menos. La situación ha sido dura para todos, sin excepción.

La rutina en el antiguo palacete es más o menos como la de cualquier familia que resiste con dignidad los estragos de la guerra encubierta y la escasez. Se levantan con las primeras luces y lo primero que hacen es alimentar las 4 gallinas que aún le quedan, con los restos de lo que sobró de la cena, que es casi nada: unos granitos de arroz mexicano y las masitas restantes del relleno de la arepa de anoche, con un toque mínimo de margarina, como un ensayo desesperado de engorde. Las pobres gallinitas, que han sido bautizadas, como es ya costumbre, con los nombres de las amantes de El Libertador: Fanny, Manuelita, Bernardina y Pepita, están famélicas, tanto que no son capaces de poner ni siquiera un pobre huevo salvador. Para ellos resulta una cuestión de orgullo histórico mantenerlas con vida. La civilidad de un país se mide por cómo tratan a su animales, después de tratar o maltratar a sus ciudadanos. No caeremos en la trampa burguesa de comérnoslas, se dicen, sin demasiada convicción.

Ya no hay servidumbre como otrora, por lo que la familia debe realizar las tareas del hogar de la inmensa casona, que ahora está más vacía que nunca y se antoja infinita. Cielito, que es el apelativo con el que se identifica la señora de la casa, se encarga de hacer magia y estirar las pocas provisiones que ha traído la bolsa del Clap este mes último pasado. Ellos han decidido obstinadamente correr la misma suerte del pueblo de a pie, como corresponde a quienes recuerdan levemente haber provenido de sus entrañas. Cuela el café, Cielito, por segunda vez, con la borra de ayer, y sale de allí un brebaje de un color dudoso, que, de seguro, agriará el estómago por la tarde, pero que, al menos dará un poco de energía para aguantar la jornada. Un íngrimo bollito de harina completa el precario desayuno. Algo es algo.

Está Cielito muy delgada y canosa. La ropa está desleída de tanto uso. Su descuidado aspecto se completa con unos lentes rotos que han sido pegados con tirro de embalaje, como último recurso. Nicomedes, el marido, está aún peor; es un costal de huesos unido a un bigote. Él, que era un tipo grande, más bien excesivo, se ha reducido a la mínima expresión. Los trajes, ya pasados de moda, son como el ropaje improvisado de un espantapájaros, confeccionado con los desechos de un robusto familiar difunto, de una talla superior. Nicomedes, termina ya de vaciar los cubos que recogen el agua de las las goteras que se han instalado persistentemente en varias de las instancias de la casa y se sienta a desayunar en silencio. Todo está derruido en aquel bastión de resistencia: las paredes despintadas, el lugar penumbroso; apenas subsisten unos pocos bombillos ahorradores y el grifo del baño gotea insistentemente como para recordar que pasa el tiempo y no hay manera de hacer las reparaciones con el precario sueldo que reciben. Pero aún así aguantan. Nadie les hará doblegar su postura inquebrantable.

- Demonios, se acabó el gas otra vez- exclama Cielito, con rabia contenida.

- ¡Qué vaina, mano! ¿Y ahora? - responde Nicomedes, preocupado.

  • No sé, será cocinar con la hornilla eléctrica que me regaló mi mamá en la boda.

  • Así se habla, Cielito. De todas maneras, me dijo el del consejo comunal D que le dijo la del Consejo Comunal C que tiene un primo que tiene un amigo que está en eso del gas y que, quizás, pueda hacer un contacto para que nos traigan la bombonita que nos correspondía por número de cédula hace dos meses.

  • Ojalá, porque se pasa mucho trabajo, Nicomedes.

  • Lo peor es lo del agua. Estamos haciendo una vaca con los vecinos de La Pastora para traer un par de camiones a la zona, pero, coño, están cobrando en dólares. Juegan con la sed el pueblo.

  • …su madre

  • ¿Ya mandó la remesa Yoster?

  • Nicomedes, aún va por Tunja. Cuantas veces te lo voy a decir. Le hace falta un buen trecho aún para llegar caminando a Lima. Después tendrá que buscar un trabajito. Ya te lo dije. Lo de las remesas tendrá que esperar un poco.

  • ¿Y ya te llegó el bono? Porque a mí no.

  • No he revisado. A veces se tarda.

  • Cuando llegue el bono nos podemos comprar un par de bistecitos para comerlos con pan de a locha.

  • No llega.

  • Bueno, una pechuga de pollo.

  • No creo.

  • Unas alitas, pues.

  • Menos.

  • ¿ Y entonces?

  • Nada, mango o yuca, que es lo más baratico, como para darnos un gusto.

  • ¡Pero esa vaina no es comida!

  • No te quejes, Nicomedes, recuerda que estamos en una guerra.

  • ¡Ah, verdad! A veces se me salen estos resabios burgueses… ¿Quieres bailar?

  • ¡Ay, Nicomedes!; ¿a qué viene eso? Tú a veces le metes al loco- le replica Cielito, mientras pasa el coleto con agua y coniciervo.

Nicomedes, se ríe, se levanta de la mesa y se dirige al baño. Mientras se asea con el agua de un tobo y una totuma improvisada hecha con el culo de una botella de refresco, reflexiona sobre estos últimos años de resistencia y siente un repentino orgulloso. Él que ha podido regodearse con la seguridad que da ser un funcionario prominente; comer carne que se deshace en el paladar, como la hacen en Turquía; libar licor hecho con las aguas perfectas y limpias de Escocia, usar camisas rojas confeccionados con el mejor algodón egipcio, ha decidido vivir como vive el pueblo, y lo ha hecho con una dignidad y una altivez digna de elogio. Una cosa es ser pobre y tener que aguantar -se dice- y otra cosa es poder tenerlo todo y aún así aportar estoicamente como los demás por pura solidaridad y convicciones profundas. ¡Que le quiten lo baila’o! Nunca mejor dicho.

Al mediodía una sopita reconfortante condimentada con lo poco que ha brotado del precario huerto familiar que atiende cada mañana Nicomedes con mucho mimo. ¡Ay, si hubiésemos hecho caso y se hubiera instalado un gallinero vertical en cada casa, ahora las cosas serían diferentes!, exclama con un deje de añoranza. Por la tarde se sientan en la sala enorme y vacía a ver la televisión. Parecen dos ancianos desamparados en sus últimos días. Nicomedes es mucho de Homo Zapping, Cielito de Kaína. Enjugan sus lagrimas con un poco de distracción superflua que los ayuda a vadear tanta pena y sufrimiento.

  • ¿Cuándo se acabará esto, Cielito?, le dice Nicomedes, en medio de la publicidad de Polar.

  • Quizás deberíamos ir a probar suerte en otro lugar donde al menos podamos comer, le replica ella, reflexiva.

  • Es nuestro deber resistir junto al pueblo, como Cristo en la cruz…

  • Será.

  • ¿Tú sabes de qué me siento orgulloso?

  • Ajá.

  • De que toda la gente que trabaja con nosotros, todos, sin excepción, están sufriendo las mismas penas que el pueblo. ¡No te parece conmovedor! El otro día vi a Mercy Rodríguez comprando medio kilo de hígado de pollo en el mercado de Catia. Si la vieras, está flaquita; la ropa buena, pero viejita, tú sabes, esa que le habrá quedado de mejores tiempos.

  • ¡Ay, Señor, cuánta dignidad! Me dan ganas hasta de llorar, te lo juro.

  • Tú te imaginas si uno fuera un indolente de esos cualquiera, estuviera gordo como aquel que vendió al contado, y se la pasara bailando y regodeándose con ropa nueva y camionetotas y todo eso. ¿Qué pasaría?

  • ¡Ay, no!, ¡Qué fallo, Nico! Nuestros hermanos nos nos querrían.

  • ¡Ahí está ! Por eso te digo.

Y así se pasan los días en aquel antiguo castillo, ahora herrumbroso, habitado por dos almas en pena, fantasmas que se pasean enjutos pero altivos por el palacete, arrastrando sus carnes marchitas por el cansancio de tanta lucha, que han decidido inmolarse junto a sus vecinos de El Silencio y La Pastora, los de la Cortada del Guayabo, los de Solís a Camino Nuevo, y todos los demás, en la búsqueda de un futuro mejor para todos.

  • Nicomedes

  • ¿Qué?

  • Corre que está llegando el agua.

Sentado en la tapa de la poceta, Nicomedes se da presto a la tarea. Observa absorto cómo sale agua terrosa de la ducha y golpea con poca fuerza el fondo encachazado del tobo Manaplás de 40 litros. Sin avisar, y como siempre, el agua se va repentinamente. Es en ese preciso momento cuando le aflora un quejido inesperado, un lamento animal contenido, casi silencioso, que parece provenir de los más profundo de su alma, y que suelta entre dientes: "¡Coño, esa vaina sí es arrecha ser pueblo!". Cielito lo escucha tras la puerta, conmovida, y le brota una lagrimita de resignación y orgullo.

 

gssanfiel@gmail.com



Esta nota ha sido leída aproximadamente 1594 veces.



Noticias Recientes:

Comparte en las redes sociales


Síguenos en Facebook y Twitter