Crónicas de Caracas y Gomorra: Dos millones y medio

Unos 28 grados se hacían notar en La Candelaria, a eso de las 2 de la tarde. Decidida a ser más disciplinada con la lista de tareas que suelo hacer en la mañana, salí de la oficina a comprar una chupa nueva para el tetero de Luciana y a enviar una factura, una hoja tipo carta –ni más, ni menos- por MRW, hacia Valencia.

Ana Rosa me acompañó. Fuimos a Locatel primero, a buscar la chupa. Tomamos el ascensor del minicentro comercial ubicado frente a la plaza.

Una dama de la tercera edad pilotaba el asunto de subir y bajar y, cuando ya estaba a punto de cerrarse la puerta, un joven con el uniforme de la cadena de farmacias pide el chance.

-¡Espérate vieja!

La dama lo deja entrar y presiona el botón para mantener las puertas del ascensor abiertas, mientras el chico cruza unas palabras apuradas con otra empleada del centro comercial.

-¡¿Cuánto?! -Pregunta la muchacha-.

-¡Seis cajas de cigarros!, -puntualiza el trabajador de Locatel-, "¡Me avisas pa’bajátelas!". Y el asunto queda resuelto con el "OK" que alcanza a colarse entre las puertas.

Al comenzar, por fin, la subida hacia la farmacia, la dama que comanda los botones del ascensor consulta al chico, quien lleva en la mano un medicamento.

-¿Seis cajas de cigarro, por qué cosa?

-Por esta caja, -responde con tono de "más bien le salió barato"-, refiriéndose al fármaco.

Y la gente del ascensor, todos nosotros, miramos el conocidísimo antibiótico, no sé si tanto por sus bondades como por su ausencia en anaqueles y el precio que hay que pagar para llegar a tenerlo.

Pero no pasa nada. Nadie dice nada, más allá de la expresión que flota en el cubo sube y baja, a coro, todos juntos… "CoñoDeTuMadre".

Luego, ya en Locatel, pregunto por las chupas que corresponden al tetero de Lucy. No hay de esas, pero hay de otra marca y cuesta un millón y medio. No me sirve. Sin embargo, compro una compota. Cuesta 300 mil. La pago y me la dan sin bolsa. No hay bolsas, están muy caras. Pero la cajera no me dice nada, es sólo que yo entiendo todo, porque ya es normal. Y me voy, con mi beba en brazos y mi amiga Ana.

Salimos hacia la urbe que rebulle a 28 grados otra vez. Caminamos mientras hablamos temas varios. Pasamos junto a tres niños, como entre 8 y 10 años, que se reparten un bollito de esos que sirven en las polleras.

Ana y yo callamos. ¿Qué más decir? ¿Qué más?

Por un momento, soy honesta conmigo misma y me advierto. "¿Se me está enfriando el corazón? ¿Me estoy acostumbrando a esta vaina?".

Desafiamos el reto de caminar con tacones por las aceras rotas de La Candelaria, con resignación imperturbable, hacia el MRW que está frente a Beco, cerca de la esquina Perico. Ya para entonces, me doy cuenta que el pañal caro y malo de Luciana comenzó a dejar los orines por su cuenta sobre mi blusa. Pero decido que eso tampoco me robará la calma.

Por fin llegamos a la oficina de envíos. Justo allí, al entrar, escucho a una empleada que suelta:

-Dos millones trescientos, señor, porque le aseguraron el sobre.

Y el caballero que debe retirar la encomienda en cuestión, hace silencio. Todos lo miramos. Él dice que sí. Ni modo. Y paga.

Llega mi turno. Me dirijo a un chico, como de 30 y pico de años, tan impecablemente peinado que surgen dudas sobre un posible peluquín muy bien disimulado. Supongo que es él quien me va a atender; sin embargo, otro "caballero", a todas luces un motorizado, se cuela para despedirse del muñequito de torta de MRW:

-¿Quedamos así, mi pana? -plantea el motorizado-.

-Sí, me avisas, -garantiza el portador del peluquín-, con una sonrisa y discurso facial de operador "call center" modelo, en las cuñas de bancos y aseguradoras.

Yo también sonrío, de pendeja, pensando que la vaina será igual conmigo. Pero no. El muñequín suspende de inmediato su cordialidad y precisa, con toda la resequedad que puede:

-Buenas tardes.

Yo me ubico de inmediato en tiempo y espacio, entendiendo que al amigo no le resulto tan agradable como el motorizado. Ni modo. Así que recojo mi sonrisa y voy al grano.

-Necesito enviar esta hoja a Valencia, -puntualizo-.

-Le informo que las tarifas subieron hoy y que el precio de su envío sale en 2 millones y medio. ¿Lo va a enviar? –desgaja-.

-¡¿Dos millones y medio?! ¡Pero es una hoja tipo carta!, ¿no será que tú me estás dando el precio que dijo la señora hace un momento, para los paquetes que envían asegurados? –capoteo yo-.

-La información que la señora le dio al señor es una, y la que yo le estoy dando es otra, son diferentes. ¿Lo va a enviar o no? –Vuelve a rasguñar el CDSM-.

No me queda de otra. El asunto por resolver con la hojita del coño es importante y empeñé mi palabra; que yo enviaba eso porque lo enviaba. Así que acepto.

El HP, con toda su simpatía acaparada para clientes más anchos de mentón y de espalda, supongo, cobra el desfalco y me entrega el recibo. Yo intento preguntarle por el número de guía, pero el tipo me vuelve a ubicar en mi categoría de cliente "mujer bruta, ya vete de aquí" y, sin mirarme, por supuesto, con sus ojos instalados ya en la computadora, me descarga otro aruñetazo:

-La guía está en el stiker que acabo de colocar en el papel.

Salimos de la oficina, resignadas al maltrato y a las aceras rotas como lo hicimos con la bolsa. No obstante, a los pocos pasos, nos detienen, bajo plena pepa de sol, los gritos que vienen de una camioneta de transporte que se para en la calle.

Dentro de la unidad, dos mujeres reclaman al chofer, a toda garganta:

-¿¿¿¡¡¡POR QUÉ NO FUISTE A ALMORZAR ANTES!!!??? ¿¿¿¡¡¡POR QUÉÉÉÉ!!!??? ¿¿¿¡¡¡POR QUÉÉÉÉ!!!??? ¿¿¿¡¡¡POR QUÉ NO FUISTE A ALMORZAR ANTEEEEEESSSS!!!???

Y así repiten, sin cesar, una y otra vez, mientras el chofer trata de explicar algo que, de verdad no se entiende, porque las mujeres le llevan una morena en el oficio de la gritería.

Yo le digo a Ana:

-Debe ser que el chofer no quiere hacer la ruta completa, como hacen todos ahora; seguro les dijo que llega hasta aquí, porque va a almorzar, y nada, se tienen que bajar pues, a lo arrecho. Así es ahora, ellos cobran lo que les da la gana y llegan hasta donde les da la gana.

-Cónchale, pero a lo mejor el tipo de verdad no ha comido, -concede la ingenua Anita-.

Como el calor es brutal, pese a la frescura que me ofrecen los orines de Luciana regados por toda mi blusa, retomamos la tarea de burlar los huequillos de las acerillas y, más adelante, Ana comienza a reír a carcajadas, sin motivo aparente…

-¡Marica! ¡Esto parece una película surrealista, un musical!… ¡Sí, sí! Un musical. Tu llegas en harapos y con Luciana en brazos a enviar tu sobre, y el tipo grosero sale con una capa negra y el peluquín, desde las sombras, y te canta: "¡Dos millones y medio! ¡Dos millones y me-e-e-e-dioooo!"…

Yo lo veo todo recreado en un escenario, tipo "La La Land", y me detengo porque la risa no me deja caminar.

-Y en eso, -continúa Ana-, se para en medio del escenario un autobús, y sale una tipa por la ventana, "¿Por qué no fuiste al almorzaaarrrrr, almorzar, almorzar, almorzaaaarrrrrrrrr?"…

-¡Y no olvides las seis cajas de cigarro, y la chupa de un millón y medio! –Agrega la autora de la parodia-.

Agradecida por la sensación de desahogo que aporta la risa, me percato de que, otra vez, una voz me incomoda, me acusa dentro de mí. "¿Se me está enfriando el corazón? ¿Me estoy acostumbrando a esta vaina?"…

Pero otro pensamiento surge del fondo como un salvavidas. "Yo decido si me acostumbro. Yo decido si comparto mi comida. Si trato mal o bien a mi prójimo. Si sonrío o le hago una mueca de mal gusto a quien atiendo. Yo decido si me resigno al caos, o hago algo para combatirlo. Si educo a mis hijos para ser indiferentes. O diferentes".

Y decidí que no. Que no me acostumbro.

Periodista de profesión y corazón.

sirley97@gmail.com



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