Del país profundo: El sepelio de María Magdalena Rodríguez

¿Quién te vestiría así con esa roja flor adornando tu corta cabellera? ¿Quién ha encerrado tu delicado cuerpo entre tantos encajes de blonda? ¿Quién te ha maquillado con el lápiz labial que te da ese aire de picardía?. Te pudieron bautizar como María de Castilla, la reina de Aragón ó María de Molina, la reina de Castilla, pero no pudo ser, porque te dieron el nombre de una santa y discípula de Jesús de Nazareth, santa católica, ortodoxa y anglicana celebrada cada veintidós de julio, y te quedaste así con ese nombre del día de tu nacimiento, tomado de la vida cristiana de un calendario de los pobres. El destino quiso que fueras la graciosa María Magdalena, siguiendo a Jesús, el verdadero Rey que te cerró los ojos esa tarde desvanecida de septiembre para no verte llorar por más tiempo.

La funeraria Virgen del Valle en Cumaná estaba de punta a punta aquella noche. Allí no cabía un alma. Unas horas antes Domelis González había tocado la piel de su misma sangre en el hospital y aún estaba tibia. Era risueña paz, la paz de la cantante María Magdalena Rodríguez que se manifestaba de cuerpo presente con sus versos preferidos subiendo a la gloria. No tuvo tiempo de barajear las cartas con sus cuatro palos, ni adivinar nuevos secretos. Acabó la famosa embriaguez antes de que empezara a oscurecer y se cortó su voz.

Muchas veces se repetía en un lugar y en otro lugar que murió María Magdalena Rodríguez, se dijo una vez y otra vez, pero este treinta de septiembre del dos mil catorce fue el verdadero día. Acababa de cumplir los noventa años. Vistió de azul el veintidós de julio cuando le celebrarían una vez más su nacimiento y le ofrecieron canciones hasta la media noche. Pero ya no había remedio. Murió a los pocos días de la preciosa celebración. Murió aturdida por la tormenta familiar y los recuerdos que la angustiaban tanto. Una paloma mensajera que era muy suya, descifraba sus pasos hacia otro mundo donde podía de nuevo caer con los desmayos, pero como había leído la biblia tantas veces, entonces todo aquel tránsito le resultaba demasiado amigable y podía escuchar de nuevo la música de los bandolines a la que estaba acostumbrada.

Fue una gran fiesta lo que quiso para ser sepultada y se cumplió. María Eugenia García la enfermera de la morgue prepara el acta de defunción en el Hospital Patricio de Alcalá. Elizabeth Hernández como siempre está vigilante. Muy cercano el nieto Israel Cumana Fuentes que mueve sus pisadas sobre un largo historial de sucesos y dificultades de familia. Sale el cuerpo a la calle y en el mapa de los recuerdos, Luis Acuña Cedeño se hace cargo de todo, más por amigo que por gobernador. Escogió el mejor ataúd. Movió el inesperado acontecimiento entre todos los noticieros de esa hora. Trajo el ritmo de la música que sin cesar se elevaba entre valses, merengues y joropos. Terminaba un mes y comenzaba otro la noche del velorio en el que todos los hijos, familiares y amigos entrañables desfilaban para mirar por última vez el rostro de María Magdalena con la roja flor invocando el pasado.
El milagro de la música de una escala a otra escala seguía hechizándolo todo.

Domelis González me detiene en medio de un zumba que zumba y sacamos cuentas, “Yo nací en Cumaná el 2 de junio de 1952 y estuve con mi tía María Magdalena desde que cumplí los 9 años”, asunto que ya sé, pero lo desconocido para mí, era que Domelis sería una parte de la suma de treinta y dos hermanos, todos sobrinos de María Magdalena. Hijos del mismo padre y pelotero Lorenzo González, “manayita”, el mayor de los hermanos de María, que en total eran ocho con Lorenzo y Francisco González, pero todos los demás llevaban el apellido Rodríguez: Gilberto, Mireya, Cristina, Olga, Perucho y Rubito. Ese era el álbum familiar procreado por Jesús Ríos entre el barrio Plaza Bolívar y El Dique de Cumaná.

Domelis me trae la última estrofa de la canción Luna Cumanesa. “Desde que se fue, solo me dejó la desolación”. Me asegura que todos sus conocimientos los obtuvo de la gran tía y dueña de la música popular de aquel barrio sucrense, bailadora, comparsera, teatrera, adivinadora que dio a luz cinco hijos varones y dos hembras y me los va nombrando en orden de edad, Carlos Luis, Pablo Emilio, Oscar Enrique, Héctor Alfredo, Marja, Osvaldo y Mirna. Todos están en el velorio de María Magdalena menos Osvaldo que anda muy lejos y Marja, la única fallecida. En este grandioso día Domelis recuerda todos los temas musicales que le dejó María y me tararea otro, La Muerte del Torero que ella saca de su pecho con aquel vozarrón y me cuenta que su abuelo Dionisio Castillo era pescador y ella se lanzaba al mar cuando divisaba el bote, porque junto al producto de la pesca siempre le traía bombones y caricias. Madre de Domelis González, Adelfa Hernández que también era cantante. Aprendió con Magdalena Sánchez, quien la crió y la enseñaba a cantar boleros y merengues . También era comparsera como María Magdalena. Volvemos a hablar de María y me cuenta que ella escogió el traje para amortajarla. Era de color salmón claro la blonda y la falda estaba llena de blancos “faralaos”. Con esa vestidura y la infaltable flor, se le va a enterrar en el Cementerio de Cantarrana. Cuando menos imaginamos ya ha amanecido.

Comienza el otro gran día del ceremonial. De todos los barrios van llegando jóvenes y ancianas comparseras que quieren cargar el ataúd de María Magdalena rebrillando con sus faldas alborotadas. Van llegando más músicos y más cantadores. Flores y más flores se amontonan en el camino. Se escucha un vocerío y ya la cantante de Alma Cumanesa y Río Manzanares está en los hombros de sus amigas más queridas. Hasta en la inquietud de la muerte se mantuvo como La Tremenda. Sigue la música hacia el Parque Ayacucho donde el Mariscal Antonio José de Sucre está montado sobre su caballo de bronce. Frente al pedestal se atiza el baile de joropo con pañuelos y perfumes de mujer. Hablan los unos, hablan los otros y en medio de los honores le entregan las llaves de la ciudad para abrir las puertas de aquel cielo tan azul donde se habrán juntado Atanasio Rodríguez y Daniel Mayz en la invención de recibirla con la música magnífica del nacimiento de Cumaná. La ciudad se ha vuelto más imponente ahora en el primer día de octubre, armado con todo tipo de halagos. De nuevo el féretro se levanta en un oleaje de manos amigas que llevan el compás de las guitarras y tejen un baile de sebucán antes de entrar con un toque de diana al gran teatro que tiene su nombre. Las autoridades universitarias de la casa más alta dejan correr su verbo de despedida a un del costado “el pájaro” Eduardo”. El Diablo de Cumaná Luis del Valle Hurtado se dispone a intervenir, pero es convencido para hacerlo en el momento más íntimo del sepelio.

Con música y más música empieza a caer la tarde y el alborozo se hace grande al entrar a la capilla del camposanto donde un sacerdote intercala oraciones y las beatas retumban con sus coros. La gente menos conocida se asoma por puertas y ventanas cuando el tumulto de los bailadores toma el control del templo. Cada joropo tiene una contrarréplica que entona las potestades del estribillo. Se tuercen las maracas, se parten las clavijas de los cuatros, pero la música sigue inundándolo todo y los contrapunteadores ondean sus versos marineros. No hay silencio. Todas las amigas del club de madres y de los barrios Cumanagoto y Caiguire siguen aferradas al ataúd y el cantor del pueblo Carlos Castañeda ensaya malagueñas y fulías. Se anuncia la llegada de un Ministro. Reinaldo Iturriza, sudoroso, trae el encargo de la condecoración más alta del gobierno y se va en dirección a la necrópolis rodeada de cuidados jardines. La tumba ya está lista para honrar perpetuamente su memoria. Las grandes bocas gritan el nombre de María Magdalena. Empieza un nuevo ritual que tiene fin cuando el Diablo de Cumaná envuelto en una máscara llameante y caminando de lado con su bastón pide un aplauso. Asegura que ha perdido a su mejor amiga y que está triste, pero se declara inmortal. Entonces un baño de flores que no se detiene por minutos y la música que reverbera rebotan en aquel cementerio cuando el movimiento de los enterradores ha puesto el ataúd en su sitio final. La tarde huye de nuevo tras la sombra y María Magdalena Rodríguez sigue vestida así, con esa roja flor adornando su corta cabellera.

El sepelio de María Rodríguez el 1° de octubre de 2014
Credito: Rafael Salvatore


El sepelio de María Rodríguez El sepelio de María Rodríguez el 1° de octubre de 2014
Credito: Rafael Salvatore





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Benito Irady

Escritor y estudioso de las tradiciones populares. Actualmente representa a Venezuela ante la Convención de la UNESCO para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y preside la Fundación Centro de la Diversidad Cultural con sede en Caracas.

 irady.j@gmail.com

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