La corrupción no tiene ojos ni corazón

En la Imprenta de aquel Estado había una impresora gigante, tan alta como una pared y tan grande como la historia que le tocó vivir. En verdad era inmensa, asombrosa y estaba muy cerca de cumplir doscientos años de existencia. Llevaba en su ser el gozo de haber vivido y de haber sido útil. Se dice que la trajeron en barco desde Alemania, donde vivían sus creadores, y por el camino tuvo que sortear tantos peligros como dificultades atravesaba nuestro país. Era época de hazañas portentosas; de guerras ineludibles, pues en ellas la nación iba labrando su personalidad; de muertes que eran conquistas; de vidas que se salvaban milagrosamente; de nuevos intentos; de libertadores que escasamente podían reposar unos segundos para seguir luchando; de mujeres que amasaban el pan con sentimiento libertario; y de hombres que amaban sin desistir. Era, sobre todo, tiempo de independencia, de dignidad y de honor. Como hoy, tampoco faltaban poetas, cantores, escribas, periodistas arriesgados, cronistas y fanáticos, en el buen sentido de la palabra, que iban dejando constancia de lo vivido y experimentado. Hasta los árboles en ese entonces daban sombra de libertad. El génesis de la emancipación se agitaba con fragor. Todo estaba en formación inicial y todo iba cobrando sentido a medida que los días transcurrían.

Los que la construyeron, a comienzo del siglo 19, en el país de Goethe y Einstein, la despacharon para Venezuela con la certeza de que, con el correr del tiempo, se convertiría en sujeto y contribuiría grandemente con el desarrollo de la nación. Esa era su noble misión y a ella sería fiel. Tendría una historia ilustre porque acompañaría a los libertadores y asimilaría el arrojo de los ciudadanos de entonces. ¡Qué gusto tratar con personas de tan elevados principios, de conciencias tan nobles y de convicciones tan irrenunciables! Por ellos, por los que iban construyendo la República, habría dado la vida sin que se lo pidieran. Lo habría hecho porque su naturaleza era así, por puro amor y porque entre sus engranajes latía un corazón amoroso. Aunque su estructura era de hierro, era un ejemplo de humanidad para los seres inhumanos, los fríos, los viejos, los caducos… los que sólo miran con los ojos y no ven más que su egoísmo.

Asombraba por su ingeniería, su tecnología y por lo bonita que era. Daba gusto verla. Nada más cerrar los ojos y la veías andando como un tren que al entrar al pueblo convocaba a todos a ver qué novedades traía desde lejos. Era un tren cuya única diligencia consistía en imprimir la historia de la patria que la acogía y a la que amaba sobre todas las cosas. Si hubiera conocido al Libertador Simón Bolívar, habría alcanzado su realización plena, pero siempre estuvo lejos de cristalizar ese sueño. Siempre que aquel Gran Hombre visitaba la ciudad, lo hacía de forma encubierta porque era un señor muy ocupado en las lides libertarias y su fama lo obligaba a mantenerse anónimo. Cuando la población advertía su presencia, se acercaba en tropa para conocerlo y manifestarle su admiración. Le pasaba como a Cristo: todo el mundo quería cobijarse bajo su sombra y tocar al menos el fleco de su túnica. Si Cristo fue el Liberador, Bolívar fue el Libertador. Tantas hazañas se le atribuían y todas eran verdad. Era un hombre de una fuerza extraordinaria, de un carisma inigualable y de un liderazgo excepcional.

Así era la historia que vivió nuestra máquina. En ocasiones de oídas, lo que se decía de ella, y a veces de primera mano, lo que ella inspiraba. Cada vez que la encendían, a su alrededor se congregaba un equipo de trabajadores que, como ella, amaban su desempeño: unos calibrando un engranaje por aquí, otros inyectando tinta por allá, y otros comparando una impresión con otra para saber si había alcanzado el color y el tono deseado. Parecía como si tuviera iniciativa, como si padeciera arranques de inquietud y como si le molestara la pasividad. A la par de esos trabajadores, había otros que le pasaban por un lado y no la tomaban en cuenta. Uno que otro, regularmente un visitante, se detenía a preguntar su edad, a curiosear sobre su procedencia o a discutir sobre su peso. Para ellos era un objeto más entre tantos objetos, y su valor radicaba en su utilidad. Ya llegaría el tiempo en que su historia hablaría por ella, narraría las hazañas que le había tocado vivir y declararía el inconmensurable amor que la impulsaba.

No obstante la energía que la rodeaba, la misión que la animaba y la experiencia que iba adquiriendo día a día, la impresora no estaba sola. Formaba parte de un bosque de máquinas que como ella marcaron la historia y descansaron el mínimo. ¡Ay si las paredes de la Imprenta de aquel Estado hablaran! La historia de la ciudad y la vida de la patria se harían más comprensibles, verdaderas y dignas. Pero eso a nadie importaba. Nadie valoraba esa evocación de ellas.

Doscientos años después, cuando la iniquidad se cernía sobre la nación como una sombra diabólica y la soberanía se hallaba en entredicho, la máquina continuaba en el mismo sitio, pero sin funcionamiento. Otros vientos soplaban y nuevos peligros acechaban. Aunque no poseía movimiento físico, su espíritu la seguía envolviendo con una mística que iba más allá de lo estrictamente material y le inyectaba nuevos ánimos de seguir. Su presencia era un milagro que hablaba de encuentro, entrega, sacrificio, República, misterio, revelación, derechos y libertad. Su vocación de servicio seguía iluminando el entorno. Los trabajadores de ahora reconocían su utilidad en otros tiempos, pero no su sacralidad y mucho menos su sacramentalidad. ¡Cómo iban a reconocerla si no tenían ojos para mirar, sino para espiar, calcular y aprovechar! ¡Cuánto habían cambiado las cosas! La ceguera espiritual, la frialdad de sus corazones y el peso de sus intereses les impedían ver la bondad, la dignidad y la trascendencia que había en ella.

Aunque la consideraban objeto, ella nunca se entristeció. Ella se consideraba sujeto y se enorgullecía de su recorrido por la historia. El problema no radicaba en ella, sino en los seres humanos que no sabían leer la realidad con ojos limpios. Y si no eran capaces de descubrir su grandeza, mucho menos tendrían razones para respetarla. Esos humanos eran, en apariencia, buenas personas, y había quienes lo comentaban en voz alta para congraciarse con ellos, pero en realidad eran seres detestables. En lo físico andaban como todo el mundo, pero en lo espiritual se arrastraban como gusanos; hablaban como todo el mundo, pero su voz no reflejaba la fuerza de la Palabra verdadera; tenían corazón, pero no amaban con ardor; miraban como cualquier persona, pero no observaban ni eran contemplativos. Faltaba que por ahí, por la Imprenta de aquel Estado, pasara una fuente que alimentara su sensibilidad y les abriera el entendimiento para que el asombro entrara e hiciera morada en ellos. A cambio del interés y la perversidad que marcaban sus vidas, les faltaba espíritu y capacidad para descifrar el mensaje que la impresora llevaba inscrito en su presencia. Su vida era símbolo de una época gloriosa, testimonio del afán de otras personas, imagen de las manos que la crearon y señal de lo que esperaba ser la naciente República. ¡Qué triste y peligroso es que las cosas comiencen a hablar y los corazones permanezcan dormidos o sean incapaces de levantar la mirada del suelo!

La corrupción llevaba tiempo esperando el momento oportuno para sentarse a la mesa con sus hijos predilectos y alimentarlos con el fruto de la descomposición. Al fin volverían a robar, retornarían a sus andanzas, y en la rebatiña cada uno cargaría con su mejor tajada. "¿Qué importa si un niño muere de hambre, si la estructura de una escuela cede por causa del abandono, o si un enfermo no encuentra el medicamento que requiere para su curación? ¿A quién puede importar eso? ¡A nadie, por supuesto! Lo importante es llenar los bolsillos y hacerse la vista gorda. Si todo está dispuesto y no existe riesgo ni peligro, ¿para qué darle vueltas al asunto?" –pensaban los hijos de la podredumbre. De esa manera la nueva directiva de la Imprenta de aquel Estado, en complicidad con algunos trabajadores maléficos, encontraron una oportunidad de oro para hacer dinero, se frotaron las garras con malignidad y comenzaron a hurtar las piezas de la impresora hasta desaparecerla. Lo harían con facilidad porque no había quien los vigilara, les pidiera cuentas o les exigiera un compromiso.

La directora de la Imprenta de aquel Estado era una mujer despiadada que tenía la nariz como una bruja y la conciencia como un enjambre de abejas asesinas. Se le veía siempre acompañada de cuatro hombres y una mujer que no se detenían en menudencias ni escrúpulos. Uno era un saco de complejos, otro, un abogado mostrenco, otro, un gordo ladrón famoso, y el último, un pobre hombre que se nutría de las migajas que caían de la mesa de sus jefes. Todo lo que existe y vive sobre la tierra posee dignidad por ser creatura de Dios, pero él no lo sabía y se dejaba manipular como un trapito. La otra mujer era un cuerpo vacío, que no sabía administrar ni su moral, sin corazón, ni sentimientos, ni valores humanos.

La impresora temía a todos, especialmente a la directora, porque era una vieja desalmada que no sentía respeto por nada y en su afán de enriquecimiento se había llevado a otras cuatro máquinas que poseían su misma edad y evocaban su misma historia. Nunca la contempló, siempre la miró, como se mira a las cosas desde fuera, desde arriba y desde el valor puramente material. Entonces la encontró fea, envejecida y aprovechable. La fea y vieja era ella, la directora, pero no había quien se lo dijera o se lo echara en cara porque, como era la jefa, todos le temían. Nunca se había fijado en ella y, ahora que se acercaba, lo hacía para atropellarla, irrespetarla y explotarla.

Después de reunirse con sus secuaces, se retiró unos días a pensar qué haría con ella. Pasó días analizando alternativas, comparando ofertas y estudiando posibilidades, cual si se tratara de un recipiente sin arte ni parte o de un objeto carente de importancia. El final de la máquina estaba decidido porque ella tenía poder y ambición. La codicia la mataba. Sus intenciones eran totalmente opuestas a los ideales del Libertador.

Ahora, lo que nadie sabía, ni sabe, es de dónde salió un buen amigo que comenzó a denunciar a la directora y se dedicó a ello con entrega plena. Al enterarse, la directora se ofendió porque la llamó ladrona en su cara y la comparó con Alí Babá, con el Monstruo de la Laguna Negra y con Adolfo Hitler. Al Gobernador, el hombre que la colocó en ese cargo, nunca le importó lo que pudiera ocurrir porque entre sus ideales no entraba la lucha contra la corrupción. Prefería dejar las cosas como estaban porque tenía cosas mucho más importantes de que ocuparse. Nadie se atrevía a decirle que cambiara de actitud, que no podía seguir aguantando la delincuencia, encubriendo ladrones y amparando corruptos. No sabía que mientras un colegio de un barrio se caía a pedazos porque no había dinero para mantenerlo, los ladrones de la Imprenta y de otras instancias gubernamentales continuaban robando sin la menor muestra de vergüenza o escrúpulos. El amigo que denunciaba creía que la autoridad se implicaría y pondría a cada uno tras las rejas, pero con el paso de los días se fue convenciendo de su error y se sintió abatido. La lucha contra el descorazonamiento y la desesperanza es más dura que cualquier otra batalla. La actitud de sus compañeros de trabajo también lo traía decepcionado: ¿cómo podían callar ante robos tan escandalosos y evidencias de corrupción tan inocultables? En este, como en todos los casos de corrupción, callar es consentir, y aceptar una prebenda es vender el alma al diablo. Entonces tomó una decisión: así se me vaya la vida en el intento, seguiré denunciando. Nadie me escucha, pero yo seguiré alzando la voz.

El amigo buscó encontrarse con el Gobernador para, a pesar de la desconfianza que le inspiraba, presentarle el caso y mostrarle las pruebas, pero el intento se quedó en la aspiración. Solicitó la ayuda de amigos periodistas, políticos y miembros del gabinete ejecutivo regional, pero no avanzó ni un paso. Fue imposible acceder a la autoridad. La realidad lo forzaba a doblegar el ánimo y a sentarse a analizar la situación. Como último recurso formalizó por escrito la denuncia y la presentó ante el Ministerio Público, pero una llamada pesada cambió el curso de los hechos y lo convirtió (¡a él!) en culpable. ¿Qué profundo descorazonamiento podría experimentar aquel hombre que en su vida jamás había denunciado algo y se sentía abandonado por sus amigos? Hasta la compañera que lo alentaba últimamente se alegró de su estruendoso fracaso y lo celebró con risas que retumbaban en el cielo. "Eso te pasa por creer en pajaritos preñaos y considerar que las cosas pueden cambiar. Esas personas no están ahí para servir. Pon los pies sobre la tierra. Querer con corazón no vale". Entonces lloró un mar de lágrimas y los ojos se le pusieron rojos como un tomate. Lloró con dolor, con hombría y con rabia. Buscó un horizonte y no lo encontró. Ni el ladrido de los perros se asomó por su ventana.

Al final la corrupción sonrió con satisfacción. A la máquina la despedazaron, la vendieron por partes y le arrancaron el corazón. En menos de un mes ahogaron su trayectoria, asesinaron su espíritu y cesaron por completo su vida útil. Era la quinta que se llevaban. Con ella se fue un pedazo del corazón del pueblo que libertó Bolívar. La corrupción ganó la batalla. Ahora, lo que nadie entiende, ni el amigo ni nadie, es por qué la esperanza sigue brillando. Ha pasado un tiempo y cada vez que el amigo dice "Buenos Días", su voz resuena con ilusión. Es que los sueños y la fe son cosa seria.

 

nelcidofratello@yahoo.es



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