En la presencia está el crimen

Domingo, 02/03/2025 09:44 AM

En 1830, la salida de Bolívar Bogotá, tiene las tonalidades místicas y dolorosas del Tolstoi atormentado que huye de Yasnaya Poliana. Afrontan los mismos espantos: la revelación de una pronta hecatombe que está en el aire, en las siniestras figuras de hombres ambiciosos, en la pronta convulsión de un pueblo largamente esclavizado y que irremediablemente habrá de ser confundido con los nuevos dogmas.

Los clamores, las alertas continuas de sus visiones se pierden en el mare magnum de las intrigas: una horda de badulaques liberales, con frenesí agresivo, en cada caso, se mofan de ambos pensadores (Bolívar y Tolstoi); es el calvario que precede a la nada. Ninguno de los dos sabe ciertamente adónde ir. La tierra, el aire, el hombre mismo, se les hace insoportable. Buscan el camino del olvido y de la impersonalidad eterna: aniquilar toda presencia, que es la causa de las agresiones y de las infinitas inconformidades de sus semejantes.

Tolstoi llega a la miserable estación ferroviaria de Astopovo, agitado, agotado, tembloroso: con su muerte se desplomará la vieja Rusia; él que la ha penetrado hasta los tuétanos con su genio, en sus obras... El otro llega a Santa Marta, lívido, descarnado, con una nube congelada de tristeza en la mirada. Está desahuciado de toda esperanza; son dos tragedias aparentemente diferentes en lo circunstancial y político, aunque reflejan la agonía asfixiante de dos partos desgarradores para la humanidad.

Y la naturaleza que los había convertido en una fuerza rectificadora del mal, los deja morir en sus propios medios, allí donde recibieron sus sueños, sus glorias y sus tormentos.

Acerquémonos más a la materia humana, a la sangre y a la conciencia dolorosa de donde provenimos; mentes sutiles y profundas han llegado a ver en nosotros una mixtura misteriosa de impaciencia y maldición. (El proceso de la santidad, en nosotros, al contrario de otras razas, se da por una alta purificación interior. No necesitamos recurrir al infierno para salir mejor formados y endurecidos de él: hemos nacido con el infierno por dentro). Hay algo torturante: el odio profundo de mezclas que pugnan por integrarse, por buscar su lugar, reconciliarse en nosotros mismos; se perciben en nuestro espíritu el esfuerzo agotador de este reacomodo de culturas tan dispares. ¿Una lucha dolorosa, donde de momento parece triunfar la equivocación y lo grotesco? No hay una personalidad definida en la conformación de esta tierra que se liberó de la abominable España y sus reyes; hemos estado deambulando, como a ciegas, en medio de la más terrible desorientación. En esta confusión de autodestrucción -dice Teresa de la Parra- se encierran nuestros errores, nuestra absurda democracia, nuestra errante inestabilidad.

En contraposición a lo anterior, encontramos que de esa composición han provenido también individualidades extraordinarias, muy coloridas y vivaces, como jamás podrían darse en ningún otro lugar de la tierra. Bolívar es tal vez el ejemplo más completo de este crisol: Todo su ser se desarrolla en una incertidumbre de profundas melancolías; sus ojos negros y brillantes: el fuego atávico de lo sublime, místico y salvaje de lo español, del negro, del indio. Elementos, también, justamente vivaces en la obra de José Martí. Se revela Bolívar a veces taciturno, retraído, dominado por sombríos pensamientos; parece un indio que contempla resignado y triste la pérdida de sus antepasados, sus costumbres y su cultura. Otras veces ríe franca, ingenuamente, como esos muchachos mestizos de nuestros pueblos bulliciosos; o estalla en una verbosidad colorida, penetrante, burlona o divertida de la que nadie puede sustraerse: la plasticidad vivaz y expresiva del negro. Agreguemos que es feo y sublime como el español; lleno de un desprecio amargo por la vida: desafiando a la muerte con desparpajo y serenidad. Quizá pensando en él Teresa de la Parra dijo que se elabora en nosotros algún tipo social exquisito y complejo que aún no sospechamos.

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