Donald Trump se hace de Pirata EEUU : Desmantelando el orden marítimo internacional

Sábado, 13/12/2025 12:21 PM

La justificación oficial de Estados Unidos en combatir el narcotráfico invocando un supuesto «conflicto armado» con organizaciones criminales, aun cuando la realidad jurídica pone en evidencia que estas operaciones violan sistemáticamente el derecho internacional en dos dimensiones fundamentales: el derecho del mar y la prohibición del uso de la fuerza.

El derecho del mar descansa sobre una regla cardinal según la cual en aguas internacionales, solo el Estado cuya bandera enarbola un buque tiene jurisdicción sobre él. Este principio consuetudinario codificado en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR), no es una formalidad técnica, se trata del fundamento que permite que millones de marineros, pescadores y comerciantes naveguen los océanos sin temor a ser abordados, detenidos o ejecutados por fuerzas navales extranjeras que invoquen sus propias leyes.

Cuando Estados Unidos destruye una embarcación con bandera venezolana o colombiana en alta mar, no está simplemente «combatiendo el narcotráfico», sino que está arrogándose jurisdicción que no le corresponde, estableciendo un precedente peligroso, dando a entender que un Estado pueden aplicar unilateralmente su fuerza militar contra ciudadanos extranjeros en espacios internacionales.

A la luz del derecho internacional, es evidente que los objetivos de política exterior de un Estado por loables que sean, no justifican violaciones a la soberanía de otra nación y en ese sentido, si bien el narcotráfico es un flagelo que debe combatirse, de ninguna manera resulta aceptable que se haga mediante la erosión del orden jurídico que garantiza la coexistencia pacífica en los mares.

Ahora bien, para combatir el narcotráfico marítimo está la Convención de Viena de 1988, ratificada por Estados Unidos, Colombia y Venezuela, la cual establece procedimientos específicos para enfrentar el narcotráfico en el mar. El artículo 17 es claro y conciso, estableciendo que cuando un Estado sospecha que una embarcación extranjera transporta drogas, debe primero solicitar confirmación de matrícula al Estado de bandera. Luego, solicitar autorización para adoptar medidas. Solo con dicha autorización puede proceder al abordaje e inspección.

Con mayor énfasis, cabe revisar la disposición mencionada en el artículo 17.5, que prohíbe expresamente «poner en peligro la seguridad de la vida en el mar». La Convención contempla detención de buques y personas para remisión a autoridades judiciales, no su destrucción mediante ataques militares. El contraste con la realidad es absoluto, más de 20 embarcaciones destruidas sin seguir ninguno de estos procedimientos, y cerca de 80 personas muertas sin determinación judicial de culpabilidad.

La decisión estadounidense de asalto armado de un barco petrolero Venezolano,en una operación que involucró a militares , marines y fuerzas de operaciones especiales que abordaron el buque desde helicópteros, constituye una acción ilícita y la violación de los Artículos 30 y 31 sobre los Derechos del Mar, además de una agresión a fuerzas navales de otro Estado.

La ilegal incautación del barco en aguas del mar territorial de la nación suramericana, en una acción que viola y coexistencia de la soberanía de los Estados, la convivencia pacífica, así como la autodeterminación de los pueblos ,el principio de la no intervención de la Carta de las Naciones Unidas.

El Tribunal Internacional del Derecho del Mar, en el caso Saiga (1999), estableció que el uso de la fuerza debe evitarse en la medida de lo posible y, donde sea inevitable, no debe ir más allá de lo razonable. Destruir embarcaciones con sus tripulantes a bordo difícilmente cumple este estándar de proporcionalidad. Estos no son "daños colaterales" en una guerra, sino que más bien se trata de ejecuciones extrajudiciales en operaciones que deberían regirse por estándares de aplicación de la ley, no por lógica militar.

Por otro lado, la caracterización de estas operaciones como parte de un «conflicto armado» constituye una distorsión fundamental del derecho internacional humanitario. Los narcotraficantes no son combatientes, son delincuentes. Las organizaciones de narcotráfico son empresas criminales que deben ser perseguidas mediante cooperación judicial internacional, no mediante operaciones militares.

Esta distinción no es semántica. Es la diferencia entre un mundo donde los criminales son detenidos y juzgados, y uno donde pueden ser ejecutados sumariamente si una potencia militar los considera enemigos. Si aceptamos que Estados Unidos puede declararle la guerra a organizaciones criminales y ejecutar a sus presuntos miembros en aguas internacionales, cualquier otro Estado podría usar los mismos argumentos para violar el derecho internacional y debería ser admitido.

La prohibición del uso de la fuerza, consagrada en el artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas, no admite excepciones creativas. Interpretando la jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia, no todo hecho ilícito constituye o se asimila a un «ataque armado» que habilite el uso de fuerza militar bajo el manto de la legítima defensa. Redefinir unilateralmente las categorías del derecho internacional para justificar operaciones militares socava todo el sistema de seguridad colectiva construido tras la Segunda Guerra Mundial.

En relación con la presencia de portaviones cerca del mar de Venezuela, es posible afirmar que el uso de la fuerza deja de ser necesario y pasa a convertirse en una amenaza del uso de la fuerza. El USS Gerald R. Ford no está desplegado en el Caribe para ejercer operaciones de navegación. Su presencia, junto con la de otros destructores, cruceros y submarinos, constituye la mayor concentración de poder naval en la región desde la Guerra Fría. Cuando este despliegue se acompaña de declaraciones por parte de altos funcionarios estadounidenses sobre posibles operaciones militares en aguas internacionales cercanas a Venezuela y de la continuación de ataques letales mediante aeronaves no tripuladas, trasciende la mera presencia naval y se configura como una amenaza prohibida por el derecho internacional.

El artículo 2(4) prohíbe tanto el uso como la amenaza del uso de la fuerza. El despliegue de capacidad militar abrumadora, vinculado a demandas específicas de política, configura precisamente el tipo de coerción que la Carta buscaba eliminar de las relaciones internacionales. Es el retorno a la diplomacia de las cañoneras, vestida con retórica de seguridad.

Si normalizamos que potencias navales ejecuten personas en aguas internacionales invocando sus propias definiciones de seguridad, habremos retrocedido siglos en la construcción del orden internacional. Hoy son los presuntos narcotraficantes, mañana podrían ser pescadores en zonas disputadas, activistas ambientales que «amenazan intereses económicos», o cualquier grupo que una potencia considere inconveniente.

Estados con flotas mercantes importantes —incluido Estados Unidos— dependen de que sus ciudadanos puedan navegar sin temor a ser ejecutados por marinas extranjeras. Erosionar este principio por conveniencia táctica es destruir un sistema del cual todos nos beneficiamos. Los 83 muertos en el Caribe no son solo víctimas de operaciones cuestionables, son los primeros caídos en el desmantelamiento del orden marítimo internacional.

Esta no es una discusión académica sobre tecnicismos jurídicos. Es una pregunta fundamental sobre si el derecho internacional mantiene relevancia cuando es desafiado por quienes tienen poder para ignorarlo. Los Estados de la región, las organizaciones internacionales y la comunidad académica tenemos la responsabilidad de responder con claridad. O defendemos las normas que permiten la coexistencia pacífica o aceptamos el retorno a un mundo donde el poder militar determina unilateralmente quién vive y quién muere en los espacios comunes de la humanidad.

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