Desde Sir Francis Drake hasta Donald Trump, el hilo que atraviesa la historia caribeña no es la excepción, sino la persistencia del saqueo bajo distintas formas
El robo del petrolero venezolano en aguas del Caribe, ejecutado por Estados Unidos bajo el amparo de sanciones unilaterales, y asumido públicamente por Donald Trump como demostración de poder, no constituye un hecho aislado ni una excentricidad coyuntural, sino que se inscribe en una escalada que combina coerción económica, despliegue militar y apropiación directa de recursos estratégicos, reinstalando a la región en el centro de una disputa que desconoce el derecho internacional.
Ese episodio ocurre mientras el Caribe es rodeado por una arquitectura militar desproporcionada frente a hipocresía de objetivos oficialmente declarados, ya que el reiterado discurso del combate al narcotráfico contrasta con la selección de blancos económicos y políticos, revelando que la seguridad regional funciona más como coartada que como finalidad real, en un contexto donde el control energético y la subordinación geopolítica resultan determinantes.
La coyuntura del despojo
La interceptación del buque con crudo venezolano introduce un hecho cualitativamente nuevo en la política de presión contra la República Bolivariana de Venezuela, porque desplaza la coerción desde el terreno financiero hacia la apropiación material de bienes estratégicos, avanzando más allá del congelamiento de activos o del bloqueo de transacciones para establecer el despojo directo como instrumento de presión política.
Ese paso se da en un contexto de creciente militarización del Caribe, donde la presencia naval y aérea estadounidense no guarda proporción con las amenazas invocadas, imponiéndose una lógica de control territorial y disuasión política más cercana a escenarios de confrontación que a operaciones de seguridad, reforzando la percepción del Caribe como espacio de maniobra imperial.
La gravedad del hecho no reside únicamente en la pérdida económica que supone para Venezuela, sino en la normalización de una práctica que sustituye el derecho multilateral por la voluntad unilateral, ya que la aplicación extraterritorial de la legislación estadounidense sobre bienes de otro Estado erosiona principios básicos del orden internacional y convierte a la región en laboratorio de métodos replicables.
Piratería de Estado en el siglo XXI
La apropiación de un buque petrolero no puede presentarse como un acto administrativo ni como simple extensión del régimen de sanciones, porque implica el uso directo de la fuerza para despojar a un Estado soberano de un recurso estratégico, y al no existir guerra declarada ni mandato internacional, la acción se sitúa fuera de cualquier marco de legalidad reconocido.
Conviene subrayar que el corso, figura histórica utilizada para legitimar el saqueo en nombre de una corona, fue abolido hace más de un siglo, por lo que en el orden jurídico contemporáneo no existe la piratería legal, y cuando un Estado intercepta y confisca bienes ajenos fuera de su jurisdicción, sin respaldo multilateral, actúa deliberadamente por encima de la ley.
Lo más inquietante es la pretensión de legitimar ese comportamiento mediante el lenguaje, porque presentar el despojo como “aplicación de sanciones” busca habituar a la comunidad internacional a que la fuerza sustituya al derecho, convirtiendo la excepcionalidad en regla y consolidando una forma de piratería de Estado compatible con discursos oficiales de legalidad.
Continuidad histórica del saqueo
La comprensión de este momento exige mirar hacia atrás, ya que el Caribe fue desde temprano tratado como espacio donde la violencia podía imponerse sin restricciones, como ocurrió cuando Sir Francis Drake asaltó Santo Domingo en el siglo XVI, un hecho celebrado por Inglaterra como servicio imperial y vivido por los pueblos del Caribe como piratería abierta que reveló la fragilidad del orden colonial.
Esa lógica no se agotó en episodios aislados, sino que se reprodujo durante siglos bajo distintas formas, en la medida en que el filibusterismo, las expediciones punitivas y las intervenciones llamadas “preventivas” respondieron siempre a una misma necesidad estratégica orientada al control de rutas, recursos y territorios, legitimando el saqueo como civilización, castigo o defensa de intereses superiores.
Con el ascenso de Estados Unidos en el siglo XIX, esa práctica no desapareció, sino que se reorganizó bajo nuevas doctrinas, porque la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto ofrecieron un marco ideológico que justificó la intervención permanente en el Caribe, transformándolo en frontera avanzada de la expansión estadounidense.
Zona de paz y realidad imperial
La proclamación del Caribe como Zona de Paz, adoptada por la CELAC en 2014, expresó la voluntad de los pueblos de la región de romper con esa herencia de violencia e intervención, pero esa declaración convive con prácticas que la contradicen abiertamente, ya que mientras se invoca la paz como principio se mantienen mecanismos de coerción económica, presión diplomática y presencia militar.
Desde Sir Francis Drake hasta Donald Trump, el hilo que atraviesa la historia caribeña no es la excepción, sino la persistencia del saqueo bajo distintas formas, porque ayer con cañones y abordajes y hoy con sanciones, guardacostas y tribunales domésticos, el Caribe sigue siendo tratado como frontera disponible, aun cuando sus pueblos han proclamado, con plena conciencia histórica, su derecho a vivir en paz y soberanía.