“Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende.”
Simón Bolívar.
Carta a John Baptist Irvine.
Angostura, 7 de octubre de 1818
El umbral no es solo una frontera física. Es la línea invisible donde lo real se entrelaza con lo esotérico, donde las fuerzas visibles de la historia se cruzan con las corrientes ocultas que mueven a los pueblos y a los líderes. Hoy, nuestro país se encuentra ante esa puerta simbólica: presiones externas que parecen inminentes, pero que, como sombras proyectadas en un muro, pueden desvanecerse lejos de nuestra geografía. El misterio no está en la amenaza misma, sino en lo que vendrá después de cruzar este umbral.
La historia reciente demuestra que Estados Unidos no necesita largos plazos para iniciar una guerra. En Afganistán, bastaron menos de treinta días entre el ultimátum del presidente Bush y la invasión. En Libia, apenas dos jornadas separaron la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU de los primeros bombardeos de la OTAN. En Irak, aunque la preparación fue más extensa, la percepción pública fue la de un desenlace inmediato tras el discurso sobre armas de destrucción masiva y la invasión del 20 de marzo de 2003. La conclusión es clara: cuando se trata de imponer su fuerza, la maquinaria militar estadounidense parece capaz de cruzar de inmediato el umbral entre la amenaza y la acción.
Pero la realidad de hoy es distinta. Venezuela no está sola en el tablero. En un mundo multipolar y pluricéntrico, actores globales como China y Rusia han marcado intereses estratégicos en nuestro territorio. China ha invertido en petróleo, minería y telecomunicaciones, integrando a Venezuela en su proyección latinoamericana dentro de la Franja y la Ruta. Rusia, por su parte, mantiene cooperación militar y energética, enviando asesores y equipos técnicos, y utilizando la relación con Caracas como punto de presión geopolítica frente a Washington. Este entramado convierte cualquier amenaza en un dilema global: cruzar el umbral hacia una acción militar directa contra Venezuela no sería una decisión unilateral de Estados Unidos, sino un riesgo de confrontación con potencias que ya no se abstienen, sino que intervienen para proteger sus espacios de influencia.
Si el tablero internacional complica cualquier acción militar, el escenario interno de Estados Unidos lo hace aún más difícil. La administración Trump es un saco de gatos de intereses contradictorios: empresarios que temen sanciones, militares que buscan justificar operaciones, y políticos que calculan cada movimiento en función de las urnas. A esto se suma la conducta conocida como "TACO Trade" (*Trump Always Chickens Out*), término acuñado por analistas financieros para describir el patrón de anunciar medidas duras y luego retroceder cuando los costos se vuelven demasiado altos. En este contexto, las amenazas contra Venezuela se convierten en gestos más que en hechos, y el umbral se desplaza hacia un desenlace distinto al que se pretendía.
No menos importante es la condición genética de nuestro pueblo. Somos caribes, herederos de una tradición que nunca aceptó la sumisión. Somos la patria de Simón Bolívar, epicentro de una gesta continental que aún vibra en nuestra memoria. Somos los hijos de Chávez, con una resistencia histórica de 25 años frente a sanciones y bloqueos. Y si a esto se suma la conducta errática de una oposición incoherente, que agotó su capital político y traicionó a la diáspora que alentó, Venezuela se presenta hoy como un país que, más allá de sus diferencias, no acepta ser amenazado. Esa es nuestra genética: la certeza de que cada intento externo termina en derrota frente a la fuerza de nuestra identidad.
Las columnas que sostienen el umbral anuncian la nueva Venezuela. La primera es la memoria de independencia, cuando Bolívar recordó que la patria había perdido gran parte de su población y que los sobrevivientes estaban dispuestos a seguir resistiendo contra todo aquel que intentara mancillarla. La segunda es la determinación contemporánea, cuando el 11 de septiembre de 2008, en solidaridad con Bolivia y en rechazo a la injerencia estadounidense, el presidente Hugo Chávez expulsó al embajador de EE. UU. en Caracas y pronunció la célebre frase: *"¡Váyanse al carajo, yanquis de mierda!"* Ambas columnas son el impulso para traspasar el umbral y convertirnos en el país imaginado: unido en sus diferencias, resiliente en su historia y parte del concierto de la humanidad deseable.
El verdadero umbral no está en la amenaza de la invasión, sino en el instante posterior a la retirada de quienes la anunciaron. Allí, Venezuela se posiciona en el lugar que se quiso impedir: una nación fortalecida, consciente de su destino y capaz de proyectarse más allá de las fronteras del miedo. Ese es el misterio del umbral: la derrota de la intención que abre paso a la consolidación de lo inevitable.
Ojalá nos vaya bien.
Sean felices, es gratis.
Paz y bien.
En "La Gruta", desde el empíreo, en el santoral de San Andrés el Apóstol primer obispo de Bizancio, Patriarcado de Constantinopla. cabeza de la Iglesia Ortodoxa Griega del 2025.