Últimamente aunque Donald Trump habla de paz su principal argumento, como todo imperialista es la guerra y lamentablemente nos incluye a nosotros los venezolanos en su perspectiva bélica amenazante. Nos defenderemos con todo lo que tengamos a mano, sin dudarlo pero esa perspectiva me recordó a Vietnam su guerra y las consecuencias.
Es que Vietnam demuestra que las guerras no terminan cuando se firma un acuerdo de paz o cuando se retiran las tropas, porque las guerras terminan solo cuando el tejido social y económico que ellas destruyen sana. Las guerras marcan a las sociedades tanto al agredido como al agresor que siempre es Estados Unidos, pues sobre ella se ha construido como nación y como imperio. En este sentido para Estados Unidos, como fue una guerra para el mal, Vietnam sigue activa en la memoria, en los presupuestos federales y en las vidas de quienes la padecieron.
La persistencia de sus costos revela una idea recurrente en la política, que las guerras pueden resolverse con rapidez y con consecuencias manejables. La realidad es otra. Cada guerra abre un ciclo de gastos y sufrimientos que se prolonga mucho más allá del combate.
La Guerra de Vietnam terminó oficialmente en 1975 con la caída de Saigón, pero su sombra se extiende hasta el presente. Con 50 años permanece como una herida abierta que sigue drenando recursos económicos y desgarrando la vida de miles de familias. La guerra, en efecto, no se apaga. Su costo económico y humano continúa resonando como un eco que revela la profundidad de decisiones político- militares de aquel tiempo.
Según estimaciones actuales, el costo total desde el inicio de la participación directa bélica de Estados Unidos en Vietnam, sin incluir el apoyo previo a Francia, superó los 300.000 millones de dólares en valores de la época, que a precios actuales llegaría a 1.000.000 de millones de dólares actuales. Sin embargo, este cálculo requiere ajustes y precisiones múltiples, porque la guerra no solo implicó gastos militares inmediatos, sino que generó un aumento significativo de la deuda pública norteamericana.
Esa deuda acumulada se continúa pagando hasta el presente y continuará gravando a las futuras generaciones. En ese sentido, Vietnam no solo fue una guerra costosa en el campo de batalla, sino también se ha convertido en una deuda impagable que se suma como la constante carga económica del conflicto, en la deuda total de ese país.
Es que el gobierno estadounidense sigue pagando pensiones y gastos a veteranos de Vietnam, por las secuelas físicas y psicológicas que ameritan atención. Estos pagos, que comenzaron como un reconocimiento al sacrificio de los soldados, se han convertido en una carga presupuestaria para varias generaciones.
Se suman costos como atención médica especializada, enfermedades derivadas del uso de químicos como el “Agente Naranja”, y compensaciones por discapacidades adquiridas. Cada hospital militar, cada indemnización es un recordatorio de que la guerra terminó en los campos de batalla, pero se trasladó a los hogares y a las instituciones de salud pública. El impacto financiero, lejos de ser marginal, se acumula año tras año y constituye una deuda histórica que el Estado mantiene con quienes participaron en el conflicto, principalmente sectores populares.
El sacrificio social fue evidente, hogares desestabilizados por la ausencia de sus miembros, mujeres que debieron sostener solas el hogar, hijos huérfanos. Así que la inestabilidad económica causada por el conflicto no se limitó al tiempo de la guerra; se prolongó hasta el presente, silenciosamente.
La carga emocional fue devastadora pues el trauma de los veteranos se convirtió en un trauma colectivo. Muchas familias convivieron con el silencio, la violencia doméstica, la depresión y el aislamiento social de quienes regresaron del frente. El conflicto siguió en las vidas y viviendas de muchos hogares estadounidenses. Según lo documentado por organizaciones el sufrimiento emocional continúa siendo un legado vivo, transmitido incluso a las nuevas generaciones que heredan cicatrices invisibles de esa guerra.
La persistencia de sus costos revela la idea de que los conflictos armados pueden resolverse con rapidez y que sus consecuencias son manejables. La realidad es otra. Cada guerra abre un ciclo de gastos y sufrimientos que se prolonga mucho más allá de la duración del combate. Los veteranos de Vietnam y sus familias son testimonio de ello.
Hablar de Vietnam hoy no es un ejercicio de remembranzas, sino que debe ser para ese pueblo un acto de conciencia crítica. La guerra que no se apaga nos recuerda que las decisiones bélicas tienen un precio que trasciende la elite que las tomó en su momento, pues se refleja en toda la población y donde ellos son los menos afectados.
Los gastos federales en pensiones y beneficios, los costos indirectos en salud y compensaciones, el sacrificio económico de las familias y la carga emocional que aún persiste son parte de lo mismo, el de una sociedad que sigue pagando por una guerra injusta contra un pueblo que luchaba dejar de ser colonia de Francia.
Es necesario leer a Vietnam como advertencia en los Estados Unidos. No basta con contabilizar los muertos ni con cerrar los archivos militares. Es necesario reconocer que cada conflicto abre heridas que se prolongan en el tiempo y que afectan tanto al Estado como a la sociedad. La guerra, en definitiva, no se apaga: se transforma en deuda, en trauma y en memoria. Y solo la conciencia colectiva puede evitar que se repita el mismo error.