El Ciclo de la profecía incumplida (narrativas de invasión y el desgaste psicosocial del pueblo venezolano)

Sábado, 22/11/2025 05:42 AM

Desde hace años, una parte del discurso político y mediático en el exterior de Venezuela ha girado en torno a la promesa o amenaza de una supuesta intervención militar extranjera que estaría “por comenzar” en cuestión de horas, días o fines de semana

Esta narrativa, repetida hasta el cansancio, se ha convertido en un mecanismo que alimenta la esperanza de unos, el terror de otros y la confusión de casi todos. Su persistencia, a pesar de la ausencia total de evidencias, revela mucho sobre la fragilidad emocional de un país sometido a prolongadas crisis y sobre la irresponsabilidad con la que ciertos actores manipulan expectativas para acumular relevancia política o mediática.

En el ecosistema comunicacional venezolano, profundamente distorsionado por la polarización, los rumores tienen una potencia que supera a la información verificada. Cuando actores de la diáspora, políticos, influencers o comentaristas difunden mensajes afirmando que una intervención militar iniciará “mañana” o “este fin de semana”, activan una maquinaria emocional cuya principal consecuencia es la zozobra constante en quienes aún vivimos dentro del país. La repetición del mensaje no solo erosiona la capacidad crítica de la audiencia, sino que introduce la noción de que lo extraordinario está siempre al borde de ocurrir. Quien vive en Venezuela, sometido a la presión cotidiana del deterioro económico, la incertidumbre laboral y los servicios colapsados, recibe este tipo de narrativas con una mezcla de incredulidad y ansiedad. Aunque la mayoría sabe que tales afirmaciones carecen de sustento, la insistencia diaria produce un ruido interno que afecta la estabilidad emocional. La mente se acostumbra a esperar lo inesperado, a vivir en alerta, a posponer decisiones o a moderar emociones por miedo a que lo anunciado termine sucediendo. Este desgaste psicológico constituye una forma de violencia simbólica que profundiza el cansancio colectivo.

Una intervención enfrentaría condiciones particularmente complejas: geografía urbana densa, instituciones militares significativas, riesgo de guerra civil prolongada y la posibilidad de fragmentación territorial. El costo en vidas civiles sería catastrófico, sin garantía alguna de éxito político. Sin embargo, algunos voceros minimizan estos riesgos o los consideran "sacrificios necesarios", revelando una deshumanización preocupante: es fácil abogar por la guerra cuando uno mismo no enfrentará sus consecuencias directas, cuando los cuerpos destrozados serán otros, cuando los hogares destruidos pertenecerán a familias lejanas.

Un elemento central en esta dinámica es el papel de las plataformas digitales y de los algoritmos (Tecnofeudalismo), que administran la visibilidad del contenido. En redes sociales, los mensajes más sensacionalistas, alarmistas o emocionalmente intensos son premiados por los sistemas de recomendación, que los difunden masivamente por generar más interacción que las publicaciones sobrias o verificadas. Esto crea cámaras de eco donde las predicciones de invasión se repiten sin cesar, amplificadas por usuarios que comparten contenido sin contrastarlo y por plataformas cuyo algoritmo prioriza aquello que despierta reacciones fuertes. Así, los rumores adquieren apariencia de tendencia, la ficción se disfraza de inminencia y la narrativa del “mañana” se convierte en un fenómeno autogenerado, alimentado por la lógica misma de las redes que privilegian el impacto emocional sobre la verdad.

Existe también un sector de la oposición aunque minoritario que, ante la frustración acumulada por años de estancamiento político, ha depositado sus esperanzas en la llegada de una fuerza militar extranjera que deponga al gobierno venezolano. Para estas personas, cada fin de semana sin invasión representa un nuevo ciclo de decepción. La narrativa de la intervención se convierte en una especie de mesianismo militar: la creencia de que la solución vendrá desde fuera, ejecutada por actores que asumirían los riesgos que la ciudadanía o la dirigencia local no están en condiciones de enfrentar. Lo paradójico es que muchos de quienes anhelan esa salida son plenamente conscientes del costo humano devastador que acarrearía una operación militar en territorio venezolano. Toda intervención implica bajas civiles, desplazamientos masivos, destrucción de infraestructura y heridas sociales que pueden durar décadas. La contradicción entre desear la intervención y temer sus consecuencias crea un terreno emocional erosionado por la frustración, donde el discurso del “mañana” funciona como alivio temporal, casi como una fantasía compensatoria ante la impotencia política.

Las narrativas de guerra cumplen un papel específico en contextos de inestabilidad: canalizan emociones desbordadas, ofrecen explicaciones simplificadas para realidades complejas y permiten identificar enemigos visibles o imaginarios. Quien las promueve obtiene atención inmediata, seguidores, engagement y en ocasiones capital político. Pero quienes las consumen quedan atrapados en un bucle emocional que agota la paciencia, reduce la esperanza y distorsiona la capacidad de imaginar soluciones viables. Desde una perspectiva ética, reproducir mensajes que sugieren guerras inminentes sin pruebas constituye un acto profundamente irresponsable. La palabra, en tiempos de crisis, puede ser herramienta de cohesión o de destrucción. Cuando se utiliza para agitar expectativas inviables, se alimentan miedos colectivos que tienen un impacto real en la salud mental y en la estabilidad social. Además, el discurso de la intervención perpetúa una idea peligrosa: la de que los venezolanos no pueden resolver sus conflictos por sí mismos y deben esperar la llegada de un agente externo que restaure el orden.

A pesar de su obvia inviabilidad, la expectativa de una intervención militar persiste. Ello no demuestra su posibilidad, sino la profundidad del trauma colectivo. La promesa de un cambio abrupto y externo funciona como válvula emocional para quienes se sienten atrapados en un escenario sin salida. Además, los contenidos sensacionalistas obtienen más alcance que los análisis responsables. Esta narrativa se alimenta también del vacío de liderazgo, donde la falta de estrategias claras deja espacio para discursos extremos que ofrecen certezas ficticias. Su permanencia evidencia hasta qué punto la desesperación puede convertir lo improbable en deseable, y lo imposible en tema cotidiano.

Construir un espacio comunicacional más sano implica fomentar la alfabetización mediática para fortalecer la capacidad crítica de la ciudadanía; promover contenidos centrados en soluciones internas que refuercen la noción de agencia colectiva; incentivar la ética comunicacional entre quienes influyen en la opinión pública, recordándoles que sus palabras tienen repercusiones reales; reforzar el diálogo plural que permita construir consensos sin recurrir a mecanismos fantasiosos; y reconocer abiertamente el dolor emocional acumulado por años de crisis, sin explotarlo como combustible para narrativas de confrontación.

La narrativa del “mañana ocurre la invasión” es más que una mentira reiterada: es un reflejo de un país emocionalmente herido y de un ecosistema comunicacional donde el sensacionalismo tiene más fuerza que la responsabilidad. Su efecto es corrosivo porque mantiene a la sociedad en un estado de alerta permanente, alimenta la decepción recurrente y normaliza la idea de la guerra como salida política. Superar este ciclo exige una comunicación sobria, humana y orientada a la paz; una comunicación que no explote la vulnerabilidad, sino que contribuya a sanar. El camino hacia soluciones genuinas comienza cuando dejamos de esperar la invasión salvadora y reconocer que la transformación duradera y legítima brotará desde adentro, no desde afuera.

NO HAY NADA MÁS EXCLUYENTE QUE SER POBRE

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