De saxofonista a trumpetista: ¡Sálvense quien pueda!

Miércoles, 19/11/2025 06:26 AM

Las recientes imágenes de Donald Trump agarrando los testículos de Bill Clinton no son solamente un chisme grotesco ni un escándalo banal, son una metáfora brutal de la podredumbre moral que se infiltra en el corazón mismo del poder estadounidense. Si un país serio aspira a proyectarse como defensor de la democracia, la dignidad y los derechos humanos, ver a sus líderes comportarse de esta forma no solo es vergonzoso —es repugnante, degradante y sintomático de un derrumbe ético mucho más profundo.

Una bajeza ética y moral que avergüenza a la nación

Ver a Trump en esa escena, con una desconcertante imprudencia, no es solo un acto de mala crianza ni de provocación política. Es la exhibición pública de una cultura del poder que ha perdido todo filtro moral. Cuando los hombres más poderosos de Estados Unidos se comportan como matones de patio de colegio, agarrándose partes íntimas del otro para escándalo público, se revela una mentalidad infantil, tóxica, y completamente cínica. Ya no importa la presidencia, la reputación internacional, la decencia personal o el decoro institucional. El poder se utiliza para humillar, para ridiculizar, para reafirmar dominancia.

Esto no es un "momento divertido para la prensa". Es un síntoma. Un país donde estos gestos circulan sin castigo entra en un espiral de degradación cultural, donde los valores fundamentales —respeto, honor, responsabilidad— son pisoteados bajo la lógica del espectáculo y la humillación.

El contexto Epstein: el drama detrás del telón

Para entender la gravedad de lo que estamos presenciando, no basta con la broma soez o el gesto sexual. Este momento se conecta directamente con el escándalo de Jeffrey Epstein, un nombre alrededor del cual gravitan políticos, magnates y figuras poderosas. Epstein no era un simple delincuente, su red criminal involucraba tráfico de mujeres jóvenes —incluso menores— para satisfacer los deseos de hombres en posiciones de poder. La estructura de poder se mezclaba con la explotación: sexo, influencia, chantaje, corrupción.

Muchos de los implicados en la trama Epstein pertenecen o han pertenecido a las élites políticas y financieras de Estados Unidos. Que Trump y Clinton estén en esa imagen implica más que un acto indigno, evoca la posibilidad de una relación simbiótica entre poder, abuso y humillación. No es descabellado pensar que comportamientos como este —humillantes, sexuales y de dominio— puedan estar conectados con redes corruptas que han usado el poder para protegerse mutuamente. El hecho de que Epstein haya sido detenido —y luego haya muerto en circunstancias controvertidas— no nos exime de plantear preguntas incómodas sobre la red de encubrimiento y complicidad alrededor de estos hombres.

Este escándalo trasciende lo personal, es político y estructural. Porque cuando los más altos círculos del poder están vinculados con explotación sexual de menores y tráfico humano, no estamos ante errores aislados, estamos ante un sistema podrido.

El feminismo y un silencio injustificable

Resulta especialmente dolorosa la inacción de amplios sectores del feminismo institucional frente a estos casos. Durante años, muchas corrientes feministas han denunciado la violencia masculina, el abuso sexual, el acoso en los espacios laborales. Pero sorprendentemente, el clamor frente a figuras poderosas implicadas en redes de explotación como Epstein ha sido intermitente, tibio o condicionado por intereses políticos.

¿Cómo puede ser que ciertas voces de la lucha por los derechos de las mujeres guarden un silencio estratégico cuando se trata de denunciar las conexiones entre políticos de primera línea y redes de tráfico de menores? ¿Es que la denuncia se limita solo a los "políticamente convenientes"? Esta falta de coherencia no solo debilita la credibilidad del feminismo como fuerza moral, sino que perpetúa una doble moral insoportable, una denunciadora para los marginados y una permisiva para las élites.

Este silencio tiene consecuencias reales, permite que la explotación continúe, fomenta la impunidad, envía un mensaje brutal a las jóvenes víctimas de estos sistemas, no pertenecen a las prioridades reales del movimiento por igualdad.

Impacto social: desconfianza, depresión y desmoralización

El efecto sobre la población no es trivial. Escenas como la de Trump y Clinton, combinadas con los escándalos de Epstein, causan más que indignación, generan desesperanza. ¿Qué mensaje reciben los ciudadanos de a pie? Que la política no es noble, que el poder no es para servir, sino para humillar. Que los líderes no actúan por vocación pública, sino por interés, placer y dominación.

Para los jóvenes, para quienes crecieron creyendo en la promesa democrática, este tipo de escándalos erosiona su fe en las instituciones. Para las mujeres y niñas que han sido víctimas de violencia o explotación, ver cómo estos temas se manejan con ligereza en los más altos niveles de poder puede ser profundamente desmoralizante. Para el ciudadano promedio, produce una sensación de vacío, la política ya no es una herramienta para mejorar la sociedad, sino un teatro grotesco donde prevalecen la frivolidad y la inmoralidad.

Esta humillación del poder público también se refleja en la educación y la cultura de valores. Cuando los adultos en posiciones de autoridad no respetan ni los principios más básicos de dignidad, ¿qué modelo moral pueden ofrecer a las nuevas generaciones? ¿Qué clase de ciudadanía pueden promover?

La imagen internacional y la reputación del país

No debemos olvidar la dimensión global. Estados Unidos ha sido visto durante mucho tiempo como símbolo de democracia, Estado de derecho y derechos humanos. Escenas como ésta, unidas a los escándalos de Epstein, no solo dañan la moral doméstica, sino que también socavan la credibilidad internacional del país. Gobiernos que promueven su sistema como modelo de liderazgo liberal deben mirar con vergüenza cómo sus figuras más emblemáticas se exponen como caricaturas de poder tóxico.

Cada risa nerviosa, cada justificación absurda, cada silencio cómplice, debilita esa reputación. El mundo observa. Y muchos ya no creen en la superioridad moral estadounidense cuando sus líderes transgreden de forma grotesca los límites más básicos del respeto humano.

Conclusión: el momento de la indignación activa

Este escándalo no puede quedar en un simple chisme de tabloide ni en una anécdota grotesca para entretenimiento de las redes sociales. Es un llamado urgente a la indignación moral, política y social. Los ciudadanos debemos exigir responsabilidad, transparencia y consecuencias. No solo para Trump o Clinton, sino para todo el entramado de poder que ha permitido que la explotación, el humillamiento y la corrupción crezcan impunes.

El feminismo debe retomar su voz, especialmente las voces críticas, para denunciar sin concesiones a los poderosos. La sociedad civil debe movilizarse, las instituciones democráticas deben actuar, y los medios deben informar con rigor y valentía, dejando de lado la complicidad silenciosa.

Un país que permite que sus líderes actúen con semejante depravación pierde legitimidad. No solo como potencia política, sino como civilización con valores. Y cuando la dignidad personal es pisoteada en público, el proyecto democrático se tambalea.

No podemos mirar para otro lado.

Que esta vergüenza sea también un punto de inflexión. Que esta exposición pública de la bajeza moral despierte a una nación dormida. Que el poder vuelva a asociarse con el servicio, no con el abuso. Que la dignidad recupere su valor. Que la justicia se aplique para todos, sin importar el apellido ni la fortuna.

De un humilde campesino venezolano hijo de la Patria del Libertador Simón Bolívar.

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