La Soberanía Hacia una Reingeniería del Contrato Social

Miércoles, 12/11/2025 01:02 AM

A continuación presento un ensayo en diálogo con Simón Rodríguez, Simón Bolívar, Ezequiel Zamora, Enrique Dussel y Hugo Chávez*

El soberano no gobierna; elige, juzga y, si es preciso, revoca.

Simón Rodríguez, anticipando lo que Bolívar sintetizaría en Angostura: El pueblo es el único soberano legítimo… pero no debe gobernar, porque el gobierno es una función técnica y moral que exige preparación.

Ezequiel Zamora, que vivió esta máxima en los llanos: ¡Tierra y hombres libres! no era consigna agraria, sino llamado a una soberanía popular activa decidir, revocar, redistribuir.

Hugo Chávez, quien la codificó como principio constitucional y ético: El poder no se delega: se confía. Y toda confianza es revocable.

Inspirado en Rousseau, reinterpretado desde los andamios comunitarios del Abya Yala y profundizado por una tradición latinoamericana de pensamiento crítico que va desde Rodríguez hasta Dussel, con el presente ensayo intento dejar claro que:

La soberanía no es un concepto abstracto ni una fórmula jurídica heredada del siglo XVIII. Es, en su núcleo más vivo, una relación de poder legítimo que emerge de la capacidad colectiva de un pueblo para decidir su destino.

Para Enrique Dussel, esta afirmación no es retórica: es fundamento ético.

En su ética de la liberación, insiste: Lo primero no es el contrato, sino la vida. Y donde hay vida en comunidad, hay derecho a decidir. La soberanía no se deriva de la ley la funda. Es expresión del poder originario del "pueblo concreto: aquel que sufre la exclusión, pero que sigue siendo sujeto de derecho.

Desde las primeras formas de organización humana los ayllus andinos, los calpullis mesoamericanos, las asambleas consensuales de los pueblos originarios del Caribe y la Amazonía, la humanidad ha tejido modos de convivencia basados no en la dominación vertical, sino en la reciprocidad, la deliberación y la responsabilidad compartida.

Simón Rodríguez celebraba esto como la república natural: En los pueblos simples, la autoridad no se impone, se confía… y se revoca si falla. Él veía en estas prácticas los cimientos de una democracia auténtica, no delegada. Dussel las recupera como racionalidad comunitaria originaria y denuncia su encubrimiento por la razón eurocéntrica: El ayllu no es pre-político. Es contra-político: una alternativa ética al Estado moderno.

Estas estructuras no eran ingenuas utopías: eran sistemas complejos, con mecanismos de control, rotación de cargos y sanción social frente al abuso lo que hoy llamaríamos gobernanza comunitaria.

Hugo Chávez no las romantizó: las institucionalizó. Los Consejos Comunales, para él, no son una invención mía. Son la resurrección del cabildo, del ayllu, de la junta de vecinos. Es la democracia andina, amazónica, caribeña, puesta en el siglo XXI.

Y Henríquez Duzel las llamaba formas de ética comunitaria institucionalizada, recordando que la utopía no está en el futuro; está en los pliegues olvidados de nuestra historia.

Con la modernidad, sin embargo, la soberanía fue secuestrada por dos movimientos: por un lado, el Estado-nación centralizado, heredero del absolutismo europeo y luego del liberalismo contractualista; por otro, la colonialidad del poder, que impuso jerarquías epistémicas y políticas que deslegitimaron las formas autóctonas de autogobierno.

Simón Bolívar lo denunció con lucidez dolorida: Nosotros somos un pequeño género humano; ni indios, ni europeos, sino una especie mixta… tratada como extraña en su propia tierra.

Rodríguez lo llamó la tiranía de las copias: imitar formas sin entender sus fundamentos, sin adaptarlas a nuestra realidad moral y geográfica.

Dussel lo sitúa en 1492: La modernidad no nació en el Renacimiento. Nació con la invasión de América: allí se fundó el sistema-mundo moderno/colonial.

Y Chávez lo nombró como colonialismo interno: Nos colonizaron no solo con cañones, sino con ideas: que solo los letrados pueden gobernar, que el pueblo es masa.

Así, el soberano dejó de ser el pueblo en acción como en las tinkas mapuches o las asambleas kuna para convertirse en una ficción jurídica: un pueblo representado, delegado, administrado… y, con frecuencia, olvidado.

Dussel, en sus 20 tesis de política, es contundente: El pueblo de Rousseau es un pueblo abstracto, homogéneo y europeo. El pueblo concreto el que sufre, el que resiste es el que debe ser sujeto constituyente.

Henríquez Duzel lo llama la ficción de la representación perfecta: Cuando la representación se vuelve irrebatible, deja de ser mandato y se convierte en mandarinato.

Y Chávez lo vivió en carne propia: Durante 40 años, nos vendieron una democracia de conserjes: dos partidos administraban el edificio, y el pueblo pagaba los servicios… y no podía cambiar las llaves.

El contrato social desvirtuado: del conserje

Como analogía podría usar la del condominio tan vívida en el imaginario popular, resulta sorprendentemente iluminadora.

Imaginemos que una nación es un edificio colectivo. Sus propietarios legítimos son los ciudadanos: los soberanos. Contratan a un administrador el gobierno para cuidar los bienes comunes: seguridad, salud, educación, justicia, entre otros. Le pagan con impuestos, le imponen reglas mediante una Constitución (el reglamento del edificio) y le exigen rendición de cuentas.

Hasta aquí, todo suena razonable: es, en esencia, la teoría del contrato social de Rousseau con matices republicanos de Montesquieu y Locke.

Pero en la práctica latinoamericana, el modelo se ha invertido:

El conserje (el gobierno) ya no responde a los propietarios.

El administrador del edificio (el partido político), que debía ser un instrumento de vigilancia ciudadana, se ha convertido en dueño de las llaves.

Y los dueños reales los ciudadanos son tratados como inquilinos incómodos: vigilados por cámaras fiscales, silenciados por leyes excluyentes, manipulados por aparatos mediáticos alineados al poder.

Rodríguez anticipó esto hace dos siglos: Cuando los administradores se creen dueños, la república se convierte en una compañía de seguros para los ricos.

Henríquez Duzel lo analiza como la burocratización de la soberanía: El Estado moderno no niega al pueblo; lo administra. Y en esa administración, lo desactiva como sujeto político.

Y Chávez lo sintetizó en una frase que condensa tu metáfora:

¡No queremos administradores! Queremos copropietarios.

Esto no es una distorsión accidental. Es un diseño estructural: desde los caudillismos del siglo XIX hasta los regímenes hiperpresidencialistas del siglo XXI ya sean de derecha, izquierda o centro—, el sistema político ha operado con una lógica gerencialista, no participativa.

Los partidos, en lugar de ser extensiones organizadas de la sociedad civil (como lo fueron, por ejemplo, los movimientos obreros europeos o las juntas de vecinos chilenas de los años 60), se han profesionalizado como máquinas de acceso al Estado. Su fin no es controlar al gobierno, sino capturarlo y controlar al soberano.

Rodríguez fue implacable: Los partidos no deben ser bandos, sino escuelas. Si no forman ciudadanos, son simples bandas de intereses. Bolívar, en su testamento político, lamentó: He arado en el mar… porque el partidos se ha apoderado de la revolución.

Dussel distingue entre representación delegativa (el representante decide por el pueblo) y mandataria (decide según el mandato): Un partido que no está sometido a mandatos revocables no es democrático: es una oligarquía con votación.

Y Chávez, autocrítico, advirtió: Cuidado con los partidos que se vuelven castas. Cuando un partido se burocratiza, traiciona su origen popular.

La colonialidad del partido: ¿mediador o mediador perverso?

Aquí radica el nudo crítico: la figura del partido político, en su versión contemporánea, no es neutral. Es un dispositivo histórico que nació en contextos específicos parlamentos británicos del siglo XVIII, revoluciones liberales y fue trasplantado a América Latina sin considerar nuestras tradiciones de asamblearismo y rotación de autoridad .

En muchos casos, los partidos no representan intereses sociales, sino que los fabrican: dividen, estandarizan, canalizan la demanda ciudadana hacia cauces institucionales controlables.

Henríquez Duzel los denomina instituciones de intermediación perversa: El partido no representa al pueblo; lo representa ante sí mismo y en esa representación, lo domesticiza.

Dussel añade que su función no es democratizar el poder, sino domesticarlo para la gobernabilidad del sistema.

Y Chávez lo llamó colonialismo interno: Un acuerdo de élites para excluir al pueblo del poder real.

Peor aún: cuando el partido se fusiona con el Estado como en los llamados estados-partido o partidocracias, la soberanía popular se diluye en una burocracia autoreferencial.

El ciudadano deja de ser soberano para convertirse en recurso: fuente de votos, de datos, de legitimidad simbólica. Es lo que Boaventura de Sousa Santos denomina la democracia vaciada: formalmente vigente, materialmente ausente.

Henríquez Duzel lo llama la mercantilización del sujeto político: Primero fue ciudadano, luego votante, luego audiencia, y hoy: dato. La soberanía se ha convertido en un insumo para la gobernanza algorítmica.

Dussel insiste: Se le reduce a consumidor… para ocultar que es, ante todo, un ser vulnerable que exige justicia.

Y Chávez, con crudeza ética: El pueblo no es base de datos. Es sujeto constituyente. Y mientras haya un consejo comunal reunido, la revolución no ha terminado.

Debemos ir hacia una reingeniería democrática: soberanía como praxis

Reclamar la soberanía hoy no es invocar un ideal romántico del pasado. Es proponer una reingeniería política y social, urgente y radical lo que Henríquez Duzel llamó la utopía posible: No se trata de regresar, sino de recuperar… La utopía no es lo irrealizable; es lo postergado por decisiones de poder.

Dussel lo concibe como la transición al Estado ético, fundado en la vida concreta, la comunicación crítica y el reconocimiento de la alteridad.

Chávez lo nombró como el socialismo del siglo XXI: No es copia de nadie. Es la síntesis de Rodríguez ,Bolívar, Zamora, y la sabiduría popular.

Descolonizar la representación:

Incorporando mecanismos de democracia directa y deliberativa como los presupuestos participativos, las asambleas constituyentes territoriales o los referendos revocatorios, inspirados en prácticas ancestrales de consenso y rotación.

Podemos nombrar, por ejemplo, el caso de Bolivia con su Mandato Revocatorio (Constitución de 2009, Art. 240), aunque con limitaciones, apunta en esta dirección.

Rodríguez lo llamaba la democracia de los hechos: No basta votar cada cuatro años; hay que deliberar todos los días.

Dussel exige que la democracia representativa esté anclada en instancias de poder originario que la controlen, corrijan y, si es preciso, revocan.

Chávez legisló el Mandato Revocatorio y dijo: Es el mecanismo más revolucionario de la democracia: la posibilidad real de que el pueblo juzgue y corrija a sus representantes en cualquier momento.

Profesionalizar la política:

Limitar los mandatos, y reelecciones indefinidas, establecer sistemas de sorteo ciudadano para órganos de control como las juntas de vigilancia que propone el pensamiento comunal andino, y sancionar penalmente la captura de partidos por élites económicas.

Exigir políticos de carrera y no a la carrer: que quienes asuman responsabilidades de gobernabilidad sean estudiosos de las ciencias políticas; acabar con los clubes de amigos para responsabilidades de dirección de instituciones y empresas del Estado.

Rodríguez: Que no gobierne quien no ha pasado por la escuela del pueblo no títulos, sino experiencia en lo colectivo.

Henríquez Duzel: La política no debe ser una carrera, sino una responsabilidad rotativa.

Chávez propuso rotación obligatoria, formación ética y sorteo: El revolucionario no busca puesto. Busca misión. Y cuando cumple la misión, se va y enseña a otro a tomarla.

Reconstruir el contrato social desde abajo:

Apoyar estructuras híbridas: gobiernos locales con autonomía plena, consejos comunitarios con poder de veto en megaproyectos, escuelas de formación política popular no para formar líderes, sino para forjar ciudadanos capaces de ejercer el control soberano.

Rodríguez soñaba con una república de pueblos, no de ciudades: El poder debe nacer donde nace la vida.

Dussel exige comunidades de comunicación crítica donde el pueblo decida, no solo consulte.

Chávez instituyó los Consejos Comunales como células del nuevo Estado: El consejo no es asistencialismo. Es soberanía en acto.

Zamora, anticipando todo esto, gobernaba no con patrones con corbata, sino con hermanos con responsabilidad.

No se trata de abolir los partidos, sino de reubicarlos: que vuelvan a ser instrumentos, no fines.

Que cumplan su rol original: no como dueños del edificio, sino como comités de propietarios vigilantes y contralores de la conserjería (gobierno).

El soberano está vivo

El soberano está vivo y exige entrar. La soberanía no reside en los palacios ni en los códigos. Reside en las calles, en las asambleas barriales, en los colectivos que organizan ollas comunes, en los jóvenes que ocupan plazas con banderas y poemas.

Rodríguez lo dijo con claridad ética:

La soberanía no es un derecho: es un deber. Y como tal, debe ejercerse diariamente en la palabra, en la acción, en la vigilancia constante.

Está en los pueblos originarios que defienden sus territorios no por posesión, sino por responsabilidad cósmica.

Dussel recupera esta ética: La comunidad no es un agregado de individuos, sino una totalidad ética que cuida la vida en su integridad.

Chávez, en diálogo con el Buen Vivir, afirmó: Los pueblos originarios no defienden la tierra porque les pertenece. La defienden porque les pertenece a los hijos que no han nacido.

Está en las mujeres que tejen redes de cuidado como acto político.

Chávez lo reconoció: Las que cocinan en las ollas comunes no están haciendo caridad. Están tejiendo la trama de una nueva sociedad. Ellas son las verdaderas constituyentes.

Recuperarla no es utopía: es justicia histórica. Y no requiere una revolución armada, sino una reforma epistémica y institucional profunda una reescritura del contrato social que ponga al ciudadano, otra vez, en el lugar que nunca debió abandonar:

Dueño legítimo. Soberano en ejercicio. Dueño y no arrendatario fastidioso de la casa común la Patria.

Como Chávez cerró en su última proclama:

La patria no es un edificio. Es una casa común. Y sus dueños no son los que tienen las llaves, sino los que la cuidan, la limpian, la construyen y, si es necesario, la transforman con sus propias manos.

Y como Rodríguez lo anticipó hace dos siglos, con una frase que hoy suena como profecía cumplida:

No inventamos lo imposible. Solo recordamos lo olvidado: que el pueblo, cuando se educa y se organiza, no necesita dueños solo necesita espacio para actuar.

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