La Guerra de Donald Trump contra los no blancos, como nosotros

Sábado, 25/10/2025 06:26 AM

Donald Trump es el presidente de los antivalores. Todo en nombre del bienestar de los Estados Unidos. La maldad, la violencia, los insultos y el asesinato están incluido en esa lista de antivalores que para el son valores. Todo en su cabeza esta al revés. Los anteriores presidentes de los Estados Unidos hacían lo posible por guardar las formas, eran como un amigo que decía que su tío era ladrón, pero era una persona muy decente.

Uno de los elementos que no se nombra, aun con la importancia que tiene, es que entre esos antivalores se encuentra, como el tío, la guerra contra los no blancos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos, estrategia sostenida por discursos, acciones militares y decisiones institucionales que refuerzan una lógica de exclusión y sometimiento. Estados Unidos violento y racista desde el principio, bajo el tristemente célebre liderazgo de Donald Trump, ha intensificado la lucha racial y racista, borrando las fronteras entre lo interno y lo externo, entre el ciudadano y el enemigo, entre el migrante y el nacional.

No es necesario declarar una guerra racial, pues basta con ejercerla como política cotidiana, como manifestación de poder, como pedagogía del miedo. Lo que antes se presentaba como política migratoria, control fronterizo o lucha antidroga, hoy se despliega como una campaña de intimidación, donde la violencia no es un exceso, sino una herramienta racializada y deliberada. Con gran orgullo Trump presenta las horrendas cárceles que construye para los no blancos inmigrantes que han llegado a ese país.

Con el concepto de guerra racial también podemos interpretar la violencia con la que Estados Unidos prorrumpe en el Caribe, donde los bombardeos a pequeñas embarcaciones acusadas post mortem de narcotráfico, han dejado víctimas civiles, pescadores y migrantes que no eran combatientes ni criminales, pero que fueron tratados como tales. La destrucción de lanchas, los cuentos de "submarinos narcos" y la militarización de aguas regionales revelan una estética de guerra que se justifica, no solo por supuestamente ser delincuentes, sino también por el color de piel y el origen geográfico. Para su visión, un latino muerto no es nada, solo un muerto.

La lógica es clara, si no eres blanco, si vienes del sur, si navegas en zonas vigiladas, puedes ser bombardeado por los Estados Unidos.

Esta misma actitud racista y despectiva se aplica dentro de Estados Unidos, allá la misma lógica se aplica a ciudadanos afroamericanos, latinos, indígenas y migrantes. También caen en el desprecio trumpiano los blancos pobres. Las protestas por derechos civiles son presentadas como amenazas terroristas. Las ciudades con mayoría no blanca son intervenidas por la Guardia Nacional. Los migrantes son descritos como invasores, y los barrios pobres como zonas de guerra. La retórica presidencial no distingue entre el extranjero y el opositor interno, ambos son enemigos, ambos deben ser sometidos. Esta disolución de fronteras permite que el aparato militar se despliegue contra la propia población, y que la violencia se normalice como parte del ejercicio del poder.

La guerra contra los no blancos no se limita a la acción directa. También se expresa en la legislación, en la negación de derechos, en la criminalización de la pobreza, en la exclusión educativa, en la vigilancia digital, en la estética del miedo. Las imágenes de cuerpos negros abatidos, de niños latinos en jaulas, de indígenas reprimidos en sus tierras, circulan como advertencias. Es un mensaje. El poder se reafirma mostrando lo que puede hacer, y lo que está dispuesto a repetir. La violencia se convierte en acción, en pedagogía del terror, en símbolo de autoridad. Y claro la unidad racial y social que los blancos en EEUU buscan desde los tiempos de Lincoln, excluyendo a los no blancos, es imposible de alcanzar, pero eso debe generarle más violencia mental.

No se busca el bienestar nacional ni la seguridad colectiva, esos para Donald Trump serían anti valores. Se busca consolidar un tipo de poder elitesco, de una oligarquía adinerada, que se alimenta de la división, del miedo, del sometimiento. La guerra contra los no blancos es una guerra por el control simbólico y territorial de Estados Unidos y sus zonas de influencia. Es una guerra que redefine quién merece protección y quién puede ser sacrificado. Es una guerra que transforma la democracia en un campo de batalla, donde la ciudadanía se fragmenta y la dignidad se negocia.

La impunidad presidencial no tiene límites personales ni fronteras nacionales. Las muertes se llevan mentalmente bien contabilizadas, pero no se explican. Las operaciones se celebran, pero no se investigan. La autoridad del discurso oficial de los Estados Unidos, se impone sobre los hechos, y la necesidad de guerra se convierte en sentido común.

La pregunta que queda es si esta guerra puede detenerse, si nuestros países podrán sobrevivir, no considerándolos como un territorio poblado por tribus salvajes, sino como naciones soberanas e independientes, pero sin bombas nucleares para defenderse.

Porque cuando el color de piel define el derecho a vivir, la naciones de América del Sur y Central han dejado de ser un espacio de convivencia para convertirse en un ghetto que debe defenderse de esa máquina de exterminio. Y esa máquina, hoy, opera sin fron

teras.

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