La sombra del Ouroboros

Lunes, 13/10/2025 05:49 AM

Vivimos tiempos inusitados, marcados por la acción de un poder invisible, omnipresente e incoherente. La figura que mi conciencia febril evoca es el Ouroboros, serpiente ancestral que se muerde la cola, símbolo egipcio del ciclo eterno, adoptado por alquimistas, gnósticos y mitologías nórdicas. En su versión escandinava, Jörmungandr rodea el mundo hasta cerrarse sobre sí misma, como si la humanidad estuviera atrapada en un bucle de expansión y autofagia.

‎Este arquetipo, cuya esencia es lo regenerativo —nacer, morir y renacer— encuentra en la dimensión cronológica su mayor desafío. Porque en la mecánica biológica del nacer, crecer, reproducirse y morir, mientras más tiempo dure el proceso, más devastador es el agente que define su finitud. Cien años. Ese es el tiempo que ha transcurrido para que esta serpiente completara su ciclo sobre la humanidad planetaria.

‎Su impronta se hizo sentir en Occidente, donde el capitalismo —como sistema de acumulación, exclusión y consumo— creció sin ver su cola. Mientras se expandía con placer, no percibía la amenaza que lo aguardaba en su extremo. Tal vez nació con un propósito más altruista en la intención de sus creadores originarios, pero el tiempo lo desvió hacia la incoherencia. Sus acciones, en todos los ámbitos, se convirtieron en una fotografía de la ignominia.

‎La esperanza de un mundo humano y coherente se fue pudriendo como todo lo biológico cuando es atacado por agentes perniciosos: virus, hongos, bacterias. Solo que este cuerpo social, económico, militar y político fue contaminado por la corrupción en todos los niveles de su existencia. Entonces miró su cola. Era un elemento desconocido, peligroso, y vaya que lo era. Sucedió lo inevitable: había que atacarlo, había que morderlo.

‎Así comenzó el ciclo de la agresión continua y permanente. Guerras, sanciones, manipulación política, financiera, mediática. Una situación límite, sin posibilidad de recuperar una sección con hueso sano. Un proceso metastásico que corrompió estructuras sólidas y suaves en un cuerpo social desahuciado.

‎‎Hoy asistimos a genocidios en vivo y directo, donde sus protagonistas anuncian —tras la limpieza con bulldozers— la construcción de una Riviera para el disfrute de los privilegiados. Hoy, mentes febriles de deseos irreprimidos colocan poderosos equipos de guerra frente a territorios declarados de paz.

‎Y entre esos territorios, Venezuela resiste. Nación de vocación pacífica, sembrada de cantos, rituales y memoria, hoy se ve amenazada por la sombra de esa serpiente global. La maquinaria bélica se aproxima con sus fauces tecnológicas, como si la paz fuera una provocación. Pero aquí, donde la tierra aún canta y los símbolos aún florecen, el cuerpo social se niega a ser devorado. Venezuela, con su voz crítica y su espíritu ceremonial, se levanta como territorio ético, como frontera simbólica ante la locura del poder.

‎‎Sin embargo, allí resuena la expresión: No hay mal que dure cien años...

‎Lo simbólico del Ouroboros ha permanecido intacto desde la primera mirada. Es el arquetipo de la muerte y el advenimiento de una nueva oportunidad. Esta vez tampoco nos fallará. Mañana amanecerá nuevamente, y los BRICS llegaron para quedarse.

 

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