Toda la existencia ocurre en dos dimensiones: la material y la inmaterial. En estos dos planos transcurren las contradicciones esenciales que crean el espacio-tiempo a la naturaleza y a la sociedad. La una preexiste a la otra, a la que generó a través del humano. La primera puede existir independientemente de la segunda, pero no a la inversa, la sociedad no puede existir sin la naturaleza, aunque puede transformarla permanentemente, incluso destruir parte importante de ella, hasta las condiciones que permiten la propia vida. Aquí sonamos a un bemol de Enrique Dussel, porque el humano es en primera instancia biológico, es una mínima parte de la naturaleza como totalidad abarcadora de la existencia. Sin circulación sanguínea no hay cerebro que funcione, ni ideas que liberen. Y no por minúscula deja de ser la criatura más peligrosa y problemática de la Madre Natura.
Naturaleza y sociedad (lo específicamente humano), se explican por lo permanente que es el movimiento, los cambios gestados por las contradicciones (dialécticas) rigen los hábitats “del cielo y la tierra”, las relaciones del humano con el entorno natural y entre sí, las relaciones sociales de producción, el Oikos-nomos, donde el trabajo creador sintetiza las características del humano como sujeto transformador del mundo material, creador/portador del inmaterial, generador del conocimiento, y actor (consciente o no) de la construcción societaria.
La espiral que tiene su punto de partida en la comunidad originaria, el espíritu gregario, la propiedad colectiva, es violentamente sacudida por la confrontación de otros que temen la diferencia superficial y sienten el poder de la apropiación de los bienes del otro y hasta de su persona. Estado nación etnocéntrico, esclavitud, imperios, feudalismo, capitalismo, imperialismo, y, en cada etapa, luchas de los oprimidos por su emancipación, guerras de invasión y resistencias de liberación. La espiral no se detiene, el humano no le da receso, ni las condiciones objetivas se aquietan solas. No se domestican los saltos de las fuerzas productivas, ni el afán de predominio de la categoría determinante del actual modelo civilizatorio: el capital.
Instituciones que fueron forjadas durante siglos por las fuerzas sociales que propugnaron en el mundo a favor de derechos, ciudadanía e igualdades (extraviadas), están siendo destruidas en estos momentos por poderes que se aferran a hegemonías impuestas en el pasado que parecen deshacerse, por instrumentos de esos poderes que pretenden erigirse superiores, herederos del mercantilismo con el que acumularon bienes (materiales e inmateriales) productores de riqueza, invadiendo, causando genocidios, colonizando, esclavizando y robando pueblos por todo el planeta.
Europa -a la cola de USA- ha asesinado la política, sustituyéndola por lobistas recaderos de las empresas transnacionales. Estados Unidos ha declarado -de hecho- el fin de la diplomacia. Israel -apoyado por los dos prenombrados- exterminó el humanismo. Tal es el caos del que intentan partir para recolonizar la humanidad, suprimiendo -con los veloces y eficaces nuevos medios de alienación- los sentimientos y la conciencia de una especie humana solidaria y no sumisa.
El ADN de la formación social dominante es la propiedad, con énfasis en la propiedad privada de los medios de producción a partir de la modernidad eurocentrada. El capital, que es la acumulación de esas propiedades en una elite violenta y engañosa, necesita que la población no propietaria, le sea servil, de manera que su fuerza de trabajo entre también en el inventario de lo apropiado por el entramado capitalista. De allí que el marxismo plantee que la historia de las sociedades se desarrolle según el principio de la lucha de clases: “La historia de todas las sociedades hasta nuestros días, es la historia de las luchas de clases”, dicen los autores del Manifiesto Comunista, Carlos Marx y Federico Engels.
Obviamente, los debates sobre el contenido total del Manifiesto durante estos ciento setenta y siete años, han sido muchísimos y muy profundos; lo cierto es que más allá de los determinismos cuestionados al llamado “marxismo ortodoxo”, el aporte del paradigma marxista, el materialismo histórico, sigue siendo una herramienta relevante para el análisis de los procesos socioeconómicos en el devenir de los pueblos y en las relaciones geopolíticas que han predominado el ámbito internacional.
No queremos concentrar las ideas de esta disertación en las categorías del clásico análisis marxista (“condiciones objetivas” y “condiciones subjetivas”), que hemos usado en el movimiento revolucionario para debatir coyunturas y determinar -cual nigromantes- el despegue de la crisis revolucionaria, ese momento ideal donde se interceptan la curva descendente de las condiciones materiales de vida de las grandes mayorías trabajadoras con la curva ascendente de la toma de conciencia de clase y capacidad organizativa de ese pueblo y sus organizaciones políticas. También hemos incurrido en la pretensión de decretar el fin del imperialismo, como si se tratara de una pandemia controlada por una milagrosa inmunización global.
Estaríamos entrando en el concepto de “momento subjetivo” desarrollado por George Lukács, que se refiere al potencial transformador por excelencia de las condiciones subjetivas de las clases oprimidas en una sociedad históricamente determinada, que llevaría al pueblo a la acción revolucionaria autónoma para transformar las condiciones objetivas a su favor, fundando una sociedad justa e igualitaria. Este planteamiento fue calificado de “idealista”. La experiencia histórica demuestra que los estallidos populares no necesariamente derrocan el poder explotador establecido, hemos constatado casos en que, incluso, si no son masacrados por las fuerzas represivas del sistema, pueden llegar a ser manipulados por los laberínticos senderos del poder constituido. Bolívar decía: “El débil necesita una larga lucha para vencer; el fuerte, como en Waterloo, libra una batalla y desaparece un imperio.”
El asunto al que quiero invitarles a dirigir la mirada, es al hecho que nuestros enemigos, los imperialistas y las oligarquías capitalistas y terratenientes, por medio de sus aparatos ideológicos y la intelectualidad que les sirve, también ha estudiado estas teorías marxistas en todas sus versiones, como también las han infiltrado para tergiversarlas, a través de teóricos, medios de desinformación, oenegés, industria cultural y universidades, captadas y cooptadas vía financiamientos “generosos” e “inofensivas” convocatorias a becas y foros internacionales que son el deleite de muchos académicos.
Dicho esto, paso a exponer lo que motivó este texto.
Las condiciones subjetivas generales a nivel global son extremadamente peligrosas para la existencia humana (sobre las ambientales advirtió Fidel en 1992). Los imperialismos están “al borde de un ataque de nervios” (Pedro Almodóvar, 1988). Estamos claros que la conducta psicopolítica de las potencias occidentales tiene entre sus causas fundamentales las condiciones objetivas actuales, consistentes en la pérdida de la hegemonía y privilegios que amasaron tras las guerras inter imperialistas de comienzos del siglo XX, particularmente el engolosinamiento que les “enloqueció” al derrumbarse el campo socialista en la URSS y Europa del Este (“El Imperio del Mal”, en palabras de Ronald Reagan).
De ese deslave político como hecho concreto que generó unas condiciones objetivas y subjetivas desastrosas para las fuerzas populares contrahegemónicas, los imperialistas concluyeron erróneamente que podían imponer un régimen de explotación más voraz, inspirado en el credo neoliberal, que decretó el fin de las ideologías y de la historia. ¡Vaya enajenación del oráculo capitalista!
Lograron hacerlo en algunos países, “a sangre y fuego”. Pero no pudieron enjaular la globalización en el dogma del neoliberalismo; porque -además de partir de unas premisas absurdas-, la globalización se movió como creatura objetiva-subjetiva en el espacio-tiempo del desarrollo de las fuerzas productivas, demostrándose otra enésima vez que la historia continuaba como resultado de la sencilla vida común de los seres humanos y las inevitables contradicciones inmanentes al sistema capitalista, con el insoslayable componente ideológico que conlleva todo proceso social, por ende, toda acción humana.
En el ámbito internacional, la contradicción entre la autodeterminación de las naciones y la tendencia imperialista al expansionismo y el neocolonialismo (“explotados y explotadores), también le insufló combustible a la (“¿difunta”?) historia; hemos afirmado y lo reiteramos que, en esta etapa de los decadentes imperialismos, fracasada la globalización neoliberal de conformación mononuclear, el primer derecho humano es tener patria, porque esos que vendieron y siguen traficando una supuesta disminución o eliminación del Estado, son los que más fortalecen sus aparatos estatales con fines opresores, priorizando el gasto en los departamentos bélicos y conspirativos contra el pueblo trabajador de sus países y otros pueblos que no se doblegan al yugo foráneo.
Sin ninguna duda, el plan de recolonización de los territorios y la consiguiente apropiación de sus recursos, ha sido destruir Estados Nacionales por medio de la intriga y la violencia, valiéndose en muchos casos de mercenarios bajo la figura de contratistas con las que tercerizaron el negocio de las guerras de invasión. Un hito de esta práctica fue el descuartizamiento de Yugoslavia, la guerra de Kosovo, donde bombardearon a placer a la población serbia principalmente. Luego vinieron Irak, Libia, Siria, Sudán; es demasiado evidente el proyecto de desestructurar países y regiones para tomar sus riquezas por medio de pandillas armadas por las agencias de inteligencia y contrainteligencia de Estados Unidos, Inglaterra, y el Frankenstein de Asia Occidental y bisagra con África Nororiental: Israel.
Este engendro genocida enclavado en territorio ancestral palestino, que crearon con el propósito de mantener en jaque al mundo árabe y a Irán, que desde su gestación infestó la región de conflictos y violencia permanente, que las potencias imperialistas convirtieron en el más sofisticado engranaje militarista, con el arma atómica disponible en forma instantánea, la cual estuvo dispuesta a vender al régimen del apartheid en Suráfrica, es hoy una de las principales amenazas a la paz mundial y a la existencia de una “especie en extinción”.
Hace un siglo Lenin estableció cinco condiciones para definir al imperialismo como “fase superior del capitalismo”, aunque, en una de ellas no acertó, en la quinta que afirmaba: “ha terminado el reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes”. Pareciera no ser tan recomendable darle un uso tajante al participio pasado del verbo “terminar”, en el análisis de procesos históricos. Dos décadas después estalló la Segunda Guerra Mundial, los imperialismos se empeñaron en ese “reparto territorial”, los pueblos antes colonizados lucharon por la liberación nacional con experiencias exitosas (al influjo -entre otras- de las ideas leninistas), y todavía hoy continúa esa refriega planetaria por un mundo multicéntrico y pluripolar.
El tema que me jala a retomar el “momento subjetivo” es el esquema de valores que llevó a una parte de la humanidad a dominar y/o destruir a otros humanos, a quienes ni esa condición les reconoce. La superestructura moral que justifica la más vil y cruel opresión, los genocidios, el exterminio y el saqueo. Ese impulso “divino” que llevó a los primeros “colonos” ingleses a asesinar a millones de originarios del norte de Abya Yala, repitiendo lo que España hizo desde 1492, y que el fraile dominico Bartolomé de las Casas resumiera en conmovedor testimonio: “Mis ojos han visto estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras escribo.” [1]
Pero ese es el humano mi querido hermano Bartolomé.
Estados Unidos se limita cada vez más a su rol de imperialismo bélico, mientras pierde terreno en su carácter de superpotencia económica y tecnológica. Esto tiene un impacto severo en el estado de ánimo de su población, convencida a lo largo de cinco siglos estar destinada por designios superiores a cumplir una misión encomendada por dios, tal como lo creyeron los invasores españoles y los nazis del Tercer Reich.
La ideología dominante, basada en exaltar y amoldar el ego, instaló una cosmovisión del egoísmo (individualismo), con el egocentrismo como pauta de ascenso social, y la egolatría como motor del etnocentrismo desde el cual se proyecta el odio a la diversidad humana, que sí es una condición cultural inmanente al desarrollo de sociedades nacionales.
Dice Wilhelm Reich: “Nos han enseñado que la falsificación de los hechos y los enardecimientos por sugestión superficial conducen con certeza al descorazonamiento de las masas, desde que la férrea lógica del proceso histórico revela la realidad.” [2]
La elite hegemonista de Estados Unidos, Inglaterra y Europa, diseñaron y diseminaron campañas de rusofobia, islamofobia, sinofobia, xenofobia, aporofobia, en simultáneo con la promoción de políticas armamentistas, antiinmigrantes, neoliberales reduccionistas de la inversión social, recrudeciendo la represión a los movimientos sociales, eliminando derechos laborales, todo lo cual ha creado la crispación dentro de esos países y en el ámbito internacional, con el riesgo de guerras a gran escala pendiendo sobre la frágil coexistencia que “tiembla mientras escribo”.
Permítanme una pausa, no quise aburrirles. Por los momentos les dejo un fragmento de carta del cacique Powhatan al jefe de la invasión inglesa (“colonos”) John Smith: “He visto morir a dos generaciones de mi gente. Conozco la diferencia entre la paz y la guerra mejor que ningún otro hombre de mi país. ¿Por qué toman ustedes por la fuerza lo que pudieran obtener por vía pacífica? ¿Por qué quieren destruir a los que les abastecen de alimentos? ¿Que pueden ganar con la guerra? ¿Por qué nos tienen envidia?”.