En la historia de la psicología occidental, casi todo gran sistema empezó como una conjetura ingeniosa y terminó convertido en dogma religioso o profesional. Sigmund Freud es el caso más destacado. No describió el cerebro: describió una clínica. Construyó un aparato simbólico que funcionó como explicación total, tan seductor como cualquier mitología antigua. Y, como todas las mitologías bien trabajadas, sobrevivió a su época más por inercia que por ser verdad el relato general
.No es un fenómeno aislado. La medicina occidental ha demostrado una propensión casi automática a inventar teorías cuando no comprende el fenómeno que pretende tratar. Primero surge el marco teórico; después se definen los trastornos que caben en él; y por último, se impone el procedimiento que debe "curarlos". Así, el pragmatismo se convierte en coartada: no se trata de entender, sino de aplicar el método que la institución clínica reconoce como eficaz y legítimo. El resultado es una verdad práctica, útil para justificar la intervención, pero desvinculada del conocimiento real del cerebro, tan complejo es.
Michel Foucault desnudó esta maquinaria sin sentimentalismos. Los archivos de los manicomios franceses muestran que la llamada "locura" no es una entidad natural, sino una categoría burocrática cambiante según las necesidades morales y sociales de cada época. El caso de Mathurin de Milán, que refiere en su obra "Vida de los hombres infames" lo ilustra con claridad incómoda: un individuo puede pasar por "enfermo" "incómodo" o "disidente" según la perspectiva del poder que lo observa. Si la definición del trastorno es variable, ¿qué sentido tiene sostener certezas clínicas inamovibles? Foucault entresaca del registro del Hospital de Charenton la siguiente inscripción acerca de los motivos para internar a Mathurin Milan que ingresó en el hospital de Charenton el 31 de agosto de 1707: "Su locura consistió siempre en ocultarse de su familia, en llevar una vida oscura en el campo, en tener pleitos, en pasear su pobre mente por rutas desconocidas, en prestar dinero con usura y a fondo perdido, en creerse capaz de ocupar los mejores empleos".
Aquí entra la cuestión central. El pensamiento, cuando madura de verdad, se vuelve cauto. La vejez lúcida tiende al escepticismo, no por resignación, sino porque van cayendo las certezas una a una. Sin embargo, a veces ocurre lo contrario: el pensador anciano, aunque hubiese sido un médico célebre como lo fue Freud: se aferra a su propio edificio mental. No porque sea verdad, sino porque si no se aferrase a él, toda su biografía intelectual demolería el personaje que construyó durante medio siglo. Por eso, algunos, ya octogenarios, conservan con tono dogmático no una verdad, defienden hasta el último suspiro su identidad, actitud no solo impropia de la edad, si no también de la inteligencia que se le atribuye.
Lo que la razón depurada nos deja, una vez desprendidos los dogmas clínicos, religiosos o filosóficos, es lo contrario de toda afirmación categórica. Solo queda la constatación de que las preguntas últimas —la mente, el alma, Dios, el sentido— no van a resolverse por la vía racional. Ni el creyente puede demostrar al respecto nada absolutamente convincente, ni el ateo puede refutar el sentimiento sincero del creyente. Ambos se mueven por necesidad emocional: el creyente sincero necesita amparo; el ateo necesita un mundo cerrado que no admite la trascendencia.
Sin embargo, a mi juicio, la única postura intelectualmente honesta es una forma de agnosticismo firme: reconocer que la ignorancia, cuando es consciente de sí misma, tiene más valor que cualquier sistema total. Toda certeza sobre lo último ha de ser falsa por exceso de confianza. Y, sin embargo, la mayoría de los grandes nombres del pensamiento prefieren la arquitectura grandiosa de sus teorías para mantener su imagen, a la franqueza del "no sé".
Esa resistencia a dudar —a veces incluso en la última etapa de la vida— es el mejor espejo de las limitaciones y debilidad mental humanas y de la tozudez de la que pueden llegar a ser capaces los seres humanos sobresalientes y encumbrados en materias que al final de la vida se revelan inconsistentes; momentos en que no se defienden verdades; se defiende infantilmente una biografía. Hasta que no aceptemos de buen grado las palabras del escritor rumano Ciorán: "todo al final es para nada" no habremos culminado nuestro proceso vital razonador al completo.