Gordofobia y Capitalismo. Trump otra vez

Martes, 30/09/2025 10:54 AM

Donald Trump, con su conocida afición a la comida chatarra, tobillos hinchados por su mala salud, piel enfermiza por su falso bronceado y famoso en su entorno íntimo por su desaseo y desidia personal, se ha burlado públicamente de un video con milicianas venezolanas gordas.

El episodio resulta paradigmático: un hombre poderoso ridiculiza cuerpos femeninos mientras cuenta con que el suyo no sea objeto de escrutinio. Lo más inquietante es que su burla resonó con fuerza en los medios sociales, incluso entre quienes se oponen a Trump. Y, digo yo, aquellos que no conocen la fortaleza y belleza interna de la mujer venezolana.

El nuevo «racismo» aceptable

Disfrazada de autocuidado, la gordofobia es el nuevo «racismo»: la creencia común y socialmente aceptada de que los gordos merecen burla o discriminación. Correlativamente, los cuerpos delgados, jóvenes y tonificados son vistos como mejores y merecedores de más visibilidad, respeto y amor.

Este canon oprime especialmente a las mujeres, que vivimos en permanente inconformidad con nuestra apariencia y peso, incluso las que no son gordas.

La gordofobia es pariente de la violencia estética y se sostiene en las ideas de que las mujeres necesitan ser controladas y de que el cuerpo femenino es un proyecto inconcluso, siempre necesitado de corrección. Ambos responden a motivaciones de poder: consumo capitalista y obediencia femenina.

Pies vendados y cuerpos vigilados

Si alguien encuentra estas afirmaciones «exageradas», basta recordar que, bajo sistemas patriarcales, los cuerpos femeninos han sido sometidos con crueldad. En la China imperial del siglo X, el ideal de feminidad exigía pies diminutos. Para lograrlo, se vendaban los pies de las niñas, quebrando huesos y atrofiando músculos hasta condenarlas a caminar con dolor permanente. A pesar de la brutalidad, el procedimiento era celebrado como símbolo de gracia y reforzado por las propias mujeres de la época, que lo transmitían con entusiasmo.

Aquí es pertinente mencionar el principio de Teun A. van Dijk: una ideología alcanza su cúspide cuando los mismos perjudicados la defienden.

Verbigracia, con sometimiento interiorizado, las mujeres chinas del imperio dañaban los pies de sus hijas, condenándolas al dolor y a la dependencia con la esperanza de que eso les diera aceptación y prestigio. Y funciona: después de la instauración y popularización del vendado de pies no hubo más emperatrices reinantes ni mujeres con posiciones oficiales de poder en China.

Diferente instrumento, misma lógica

Hoy la práctica se desplaza en casi todo el mundo hacia el control del peso y la reducción del volumen corporal. Quienes no encajan sufren ridículo y exclusión. Cambian los instrumentos, pero persiste la lógica de disciplinar y someter a través del sufrimiento, la desconfianza hacia el propio cuerpo, la obsesión con el espejo y la auto explotación disfrazada de disciplina.

Y, nuevamente, se trata de un modelo imperial. En este caso los imperios son Estados Unidos y Europa. Los pueblos perjudicados por ellos hemos adoptado esos valores —filtrados en portadas de revistas, programas televisivos y películas— sin advertir cómo nos perjudican y someten. Cúspide de la ideología.

El Índice de Masa Corporal y la absurda «mujer ideal»

La industria cosmética y de la moda del hemisferio norte impuso al resto del mundo un modelo de «mujer bella»: caucásica, alta y delgada. La «Barbie». Una pretensión absurda, equivalente a exigir que todos los perros tengan la misma altura, constitución y color.

Imaginemos que se considera que el galgo es el perro perfecto: entonces ponemos a dieta a los San Bernardo y a los bulldogs con la irracional pretensión de que tengan la estrecha cintura y figura del galgo.

Eso mismo sucede con los humanos bajo la cultura de dieta. Para sostener ese despropósito surgieron restricciones alimenticias, que ahora se disfrazan con nombres más escurridizos y peligrosos como programas fitness o de bienestar.

Así, la gordofobia y la cultura de dieta se asocian para convertirse en un instrumento muy eficaz del capitalismo colonial. Los cuerpos grandes, las formas diversas, se catalogan como un problema moral y de salud. Se inventa el término «obesidad» para legitimarlo médicamente.

Lo que subyace en la cultura de dieta es el supuesto de que los pueblos colonizadores tienen «mejor constitución». Si faltara algún argumento, sépase que el Índice de Masa Corporal (IMC) fue creado en 1832 por Quetelet, un astrónomo belga, como parámetro para varones blancos europeos.

Luego, la fórmula fue retomada y normalizada por médicos nazis que buscaban definir el «cuerpo ideal ario». Más adelante, la métrica fue entusiásticamente adoptada primero por —¡oh sorpresa!— las compañías de seguros médicos, después por profesionales de la salud y finalmente por la población en general, hasta convertirse en criterio universal de salud. Cúspide de la ideología.

El negocio de la inseguridad

La gordofobia y la cultura de dieta no son solo dependientes entre sí; son el resultado de una ideología con un objetivo claro: mantenernos distraídos y consumiendo. Para ello se enaltece la delgadez, se glorifican estrellas de cine, TV y medios sociales con cuerpos imposibles para la mayoría. De seguido se ofrecen inyecciones milagrosas, programas de adelgazamiento, cirugías, tratamientos láser, fajas, membresías de gimnasio, suplementos dietéticos y un largo etcétera.

Y, con todo, ahora hay más gordos que antes. La gordofobia lo llama «epidemia de obesidad», para ocultar un hecho comprobado: el aumento de peso en la población está directamente relacionado con la proliferación de dietas. Estas aseguran más y más clientes desesperados porque el fracaso en dar resultados garantiza el crecimiento del negocio.

En otras palabras, desde que hay más dietas hay más gordos. La investigación ya lo reconoce ampliamente: pasar hambre (sea por dietas, pobreza, guerra u otra razón) es el predictor más consistente de ganancia de peso cuando las condiciones de hambre desaparecen.

Las restricciones para adelgazar son tortura

En este punto, presumo que estoy a punto de perder a algunos de ustedes, convencidos de que intento defender o incluso promover la gordura e ignorar su relación con los problemas de salud. Veamos si podemos ir más allá.

Primero hay que comprender que las dietas tienen efectos psicológicos y de salud graves. A mediados del siglo XX, un ensayo científico conocido como el Experimento de Hambre de Minnesota lo comprobó.

Treinta y seis voluntarios, soldados jóvenes y saludables, fueron sometidos a seis meses de restricción calórica severa, parecida a una dieta para perder peso. Los resultados fueron devastadores. Durante la dieta todos perdieron peso y masa muscular, desarrollaron obsesión con la comida, depresión, irritabilidad, conductas compulsivas y pérdida de eficiencia mental.

Durante la rehabilitación, muchos experimentaron atracones, un aumento rápido de peso y mayor grasa corporal que la que tenían antes del experimento, además de una relación conflictiva con la comida y el ejercicio que persistió incluso años después.

Y téngase en cuenta que estos hombres no estaban sujetos a presiones psicológicas de necesitar parecer modelos. La gordura y los desórdenes alimentarios que resultaron del experimento fueron resultado tan solo de la dieta a la que se les sometió por seis meses

Los efectos postraumáticos en los soldados del Experimento de Minnesota perduraron por meses y, en algunos casos, por años, lo cual hizo que se prohibiera replicar el experimento por consideraciones éticas ligadas a la tortura.

Definición precisa: las dietas son una forma de tortura, y estoy segura de que la historia mirará con horror lo que la humanidad se ha hecho a sí misma para enriquecer a unos pocos. Probablemente con legítimo mayor espanto del que hoy sentimos al saber de los pies deformados de las mujeres chinas.

El estigma mata

Y en cuanto a quién se enriquece con nuestro sufrimiento, se calcula que la industria global de dietas, fitness y wellness (con nombres estratégicamente en inglés) mueve más de 250 mil millones de dólares anuales. Hay que decirlo de nuevo: 250 billones, con b. Su artefacto más diabólico es vender sus productos, culparte si no funcionan y motivarte a comprar más. Un mecanismo de autorecurrencia demente nunca alcanzado ni siquiera por la perversa industria armamentista.

Y se sepultan los resultados de investigaciones recientes que confirman que las dietas son el predictor más confiable de ganancia de peso a largo plazo. El llamado «ciclo del peso» o efecto yo-yo provoca enfermedades metabólicas, cardiovasculares, cáncer y depresión. Durante décadas, estos males se atribuyeron a la gordura, pero hoy se sabe que el efecto yo-yo y la estigmatización explican gran parte del deterioro de la salud y la mortalidad prematura de personas consideradas gordas.

Y, a propósito de la estigmatización, muchos médicos, casi siempre sin darse cuenta, culpan a la gordura de cuanta dolencia tenga una persona gorda, desde un resfriado hasta un cáncer.

Pero también abundan los francamente gordofóbicos que no tienen el menor reparo en prescribir baipases gástricos y otras cirugías «para adelgazar», responsables de graves complicaciones digestivas, deficiencias nutricionales permanentes, trastornos metabólicos, depresión, pérdida de calidad de vida e incluso muerte. Todo ello en nombre de la salud.

Los estudios más recientes de Salud en Cualquier Talla (Health at Every Size, HAES, un movimiento científico y social que promueve la salud sin discriminación por peso) demuestran que el estigma no produce un simple malestar: es un factor de riesgo real que resulta en exclusión médica. El 42 % de las personas gordas retrasa o evita consultas por miedo a maltrato y casi el 50 % recibe diagnósticos tardíos o tratamientos inadecuados.

Esto se traduce en vidas más difíciles para las personas catalogadas como «gordas»: 25% más de riesgo de enfermedades crónicas, peor atención médica y un incremento de entre el 30 y el 60 % en mortalidad temprana asociado al estigma. Pero es más fácil culpar al «sobrepeso».

La objeción inevitable

No me sorprendería que en este punto aparezca la objeción: todo suena bien en teoría, pero ¿qué ocurre en la práctica? ¿Debemos aceptar pasivamente la gordura, aunque implique rodillas adoloridas, dificultad para caber en los asientos «normales» o el cansancio que vuelve más difícil moverse y ejercitarse?

Respuestas a inquietudes como estas no caben en un párrafo, ni siquiera en un libro: requieren tiempo, pensamiento crítico y mucho desaprendizaje. Porque lo primero es reconocer que no existen soluciones breves ni instantáneas. La cultura de dieta ha dejado y continúa dejando heridas profundas: millones de personas hemos vivido en ciclos de restricción y culpa en busca de una solución mágica para encoger nuestros cuerpos y parecernos a lo que nos han vendido como merecedor de respeto y amor.

Nuestra relación con el movimiento y el disfrute está severamente dañada por la vergüenza y la culpa asociadas al cuerpo. Antes de saltar a conclusiones fáciles de que nuestras dificultades se deben exclusivamente al exceso de grasa y peso, conviene recordar que la carga postraumática (como la de los soldados del Experimento de Minnesota) nos paraliza, nos rigidiza y nos roba la posibilidad de gozar del movimiento. Todo eso necesita sanar.

Entre la herida y la esperanza

Sin embargo, hay esperanza. El cuerpo, como la naturaleza, siempre busca volver al equilibrio. Cuando dejamos de imponerle castigos y lo escuchamos, la recuperación es posible.

La Alimentación Intuitiva (un modelo anti dieta que recupera el valor emocional y cultural de la comida) es un camino para reconectar con esas señales internas del cuerpo (hambre, saciedad, bienestar, satisfacción interna) que la cultura de dieta nos ha enseñado a ignorar. Cuando ignoramos al cuerpo y sus necesidades indefectiblemente surge una relación problemática, culposa e indiscriminada con lo que nos hace bien y lo que nos daña.

Pero también hay que decirlo con claridad: muchos de los llamados «cuerpos gordos» en realidad no lo son. Son cuerpos diversos que han sido clasificados (casi siempre autoclasificados) como «demasiado grandes» en función de prejuicios, racismo y expectativas irreales sin base médica. En otras palabras, el problema no está en el cuerpo, sino en la mirada estigmatizante que lo evalúa.

Recuperar el cuerpo como territorio propio

La gordofobia agrega un sufrimiento injustificable: diagnósticos tardíos, exclusión médica, discriminación laboral, ansiedad y depresión. Si no se transforma el sistema de creencias, si no se revela quién se beneficia de nuestra inseguridad y consumismo, no se resolverá la raíz del problema.

Y el capitalismo no va a aflojar su agarre. Al contrario: necesita que sigamos sintiéndonos insuficientes para vendernos la próxima inyección milagrosa, la nueva faja reductora, la membresía de gimnasio, la app de dieta, el suplemento «natural» o el programa de bienestar con nombre en inglés. Esa maquinaria se alimenta de nuestra incomodidad corporal, porque cuanto peor nos sentimos, más consumimos.

Sanar implica tiempo, paciencia y una revisión cultural profunda. Algunas respuestas estarán en lo individual, otras en lo social, todas requieren un cambio radical en cómo entendemos la relación entre cuerpo, salud y dignidad.

Recuperar el cuerpo como territorio propio es un desafío urgente. Significa rechazar el sometimiento disfrazado de salud, reconsiderar los estándares de belleza y sus raíces coloniales, rescatar la integridad que la cultura de dieta no puede otorgar y reconocer la soberanía que comienza con el derecho a habitar la propia carne con respeto, sin castigos ni condicionamientos.

Trump no es solo un personaje grotesco, misógino y peligroso. Es también el recordatorio de cómo el poder utiliza la gordofobia, el racismo y el sexismo para distraer, dividir y seguir beneficiándose de nuestra inseguridad corporal.

Nota leída aproximadamente 1513 veces.

Las noticias más leídas: