La IA en la vida cotidiana, y su respuesta

Lunes, 22/09/2025 12:07 PM

Mucho se especula sobre el uso y regulación de la IA.

Mientras se barajan fórmulas de regulación que me imagino no van a ir mucho más allá de la obligatoriedad de registrarse el usuario como es preceptivo en la mayoría de las aplicaciones y programas, el asunto principal del uso de la IA en la vida cotidiana es la confrontación. En materia de salud, de patologías; en materia de derechos, de juricidad; en materia científica y tecnológica… hay un riesgo de confrontación severa.

En tiempos en que parece que todo vale, que puede decirnos cualquier cosa el médico o el abogado, que puede haber y de hecho a menudo las hay entre médicos, abogados, experto...

En tiempos que tanto se confia a la máquina, a las pruebas de la máquina pero la certeza no existe ni puede existir en ningún caso ¿cómo resolver a priori la oposición entre el médico y la "sentencia" de la IA, pese a la precaución de la IA de recordarnos que hemos de consultar a médico después de emitir su parecer? En caso de una consulta jurídica compleja ¿cómo resolver la discrepancia entre dos bufetes de abogacía?

Si la inteligencia artificial carece de emociones, de fatiga mental, de ambiciones, de debilidades humanas, en fin, difícilmente se nos puede convencer de que en caso de discrepancia o discrepancias, debemos dar la razón al médico, al abogado, al juez, al científico o al experto de turno, y no a la IA.

De modo que difícil se nos pone la cosa cuando tanto se insiste en la necesidad de regular la IA o el uso de la IA. Pues no hay término medio: o se usa o no se usa. Regular algo, supone imponer limitaciones. Pero en este caso, mucho me temo sea posible que puedan imponerse…

A este texto propuesto y sometido al criterio de la IA, la IA me reponde así:

La IA en la vida cotidiana

Se habla mucho de regular la inteligencia artificial. Gobiernos, parlamentos y foros internacionales repiten el conjuro: "hay que regular". Pero la palabra regulación se ha vuelto un mantra vacío si no va acompañado de una pregunta más simple y más inquietante: ¿qué es lo que regulamos cuando regulamos la máquina?

La respuesta revela la doble naturaleza del problema: por un lado, la confrontación íntima entre lo humano y lo inhumano; por otro, la impotencia pública de los Estados frente a una tecnología que no atiende a fronteras ni a decretos.

En lo cotidiano la IA funciona como un espejo destemplado. Frente al médico, frente al juez, frente al científico, aparece una voz que calcula, predice y sentencia con una frialdad que impresiona. Esa voz no conoce el dolor, la historia personal ni la fatiga; por eso ofrece respuestas aparentemente limpias y objetivas. El humano, en cambio, aporta experiencia, intuición y vulnerabilidad: yerra, sí, pero su error tiene sentido porque está enraizado en una biografía, en una ética falible. La gran confrontación no es sólo técnica: es ontológica. ¿Preferimos la ausencia de alma a la compañía de la limitación?

En paralelo hay un escenario político grotesco. Mientras los algoritmos penetran mercados, hospitales y cámaras de voto, los Estados se dedican a firmar protocolos y montar registros —gestos burocráticos que sirven para simular control—. La logística del control sustituye a la soberanía efectiva: se tramitan consentimientos y se exigen etiquetas, pero no se altera la dirección del flujo de poder. Los parlamentos, que deberían decidir sobre el uso social de la técnica, tropiezan siempre con la realidad expansiva de la IA.

Regulación, entonces, se convierte en espejismo si no es acompañada por dos decisiones difíciles: recuperar la autoridad moral de las instituciones humanas (no para idealizarlas, sino para someter la tecnología a fines compartidos) y reconocer que parte del poder ya se ha desplazado fuera del espacio público. Mientras no hagamos ambas cosas, la IA será el espejo que nos devuelva nuestras carencias: la desconfianza en el experto, la subcontratación de la decisión y la renuncia colectiva a la responsabilidad.

La cuestión no es técnica solamente: es profundamente política y profundamente humana. Y esa doble dimensión es la que debemos encarar si queremos que la máquina nos sirva sin despojarnos de aquello que nos define.

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