La figura de Simón Bolívar debe trascender narrativa histórica para convertirse en un referente ético del ejercicio del poder no solo en Venezuela .
Simón Bolívar, nacido en una familia de la élite criolla caraqueña, no solo renunció a sus privilegios materiales, sino que entregó su fortuna, su salud y, finalmente, su vida en aras de la emancipación colectiva.
Su legado no reside únicamente en las victorias militares, sino en la coherencia entre su discurso y su práctica: un hombre que, teniendo todo, eligió vivir como los desposeídos para liberarlos.
En contraste con este ideal, la Venezuela contemporánea enfrenta una crisis multidimensional política, económica, social y ética.en la que la desconexión entre las élites y el sufrimiento popular ha alcanzado niveles alarmantes.
Esta brecha no es exclusiva de un solo sector político, sino que atraviesa transversalmente al espectro de poder, manifestándose en dos fenómenos profundamente regresivos: por un lado, la promoción abierta de la intervención extranjera como vía para resolver conflictos internos; por otro, la subordinación del interés nacional a lógicas de permanencia en el poder, sin compromiso con la justicia social ni con la reconstrucción institucional.
La traición a la soberanía, desde la oposición política invoca al imperio.Estw es uno de los hechos más graves en la historia reciente de la política venezolana que ha sido la normalización del discurso intervencionista en ciertos sectores de la derecha .
En múltiples ocasiones, voceros políticos han solicitado públicamente sanciones coercitivas, bloqueos financieros e incluso la intervención militar de potencias extranjeras como medio para forzar un cambio de gobierno.
Este enfoque no solo viola el principio de autodeterminación de los pueblos consagrado en la Carta de las Naciones Unidas y en el Derecho Internacional Público, sino que ignora deliberadamente el impacto humanitario de tales medidas.
Según un informe del Relator Especial de la ONU sobre los efectos negativos de las sanciones unilaterales coercitivas, presentado en 2019, las sanciones impuestas a Venezuela desde 2017 han tenido efectos devastadores en la población civil, afectando el acceso a alimentos, medicinas, servicios médicos y bienes esenciales.
El documento señala que las sanciones han exacerbado la crisis humanitaria, particularmente para los grupos más vulnerables, incluidos niños, personas mayores y pacientes con enfermedades crónicas.
Posteriormente, en 2022, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reconoció que, si bien existen responsabilidades internas en la gestión de la crisis, las sanciones unilaterales han limitado significativamente la capacidad del Estado para importar insumos médicos y alimentos, afectando desproporcionadamente a la población pobre (ACNUDH, 2022).
Estos hallazgos contrastan con la retórica de quienes, desde posiciones de relativa seguridad en el exterior o en enclaves privilegiados dentro del país, promueven medidas que saben, o deberían saber, que no afectan a las élites, sino a quienes ya nada tienen; los pobres en Venezuela.
Invocar el bloqueo como herramienta política equivale, en la práctica, a utilizar al pueblo como rehén en una disputa de poder.
En la búsqueda de referentes para la reconstrucción nacional, es fundamental distinguir entre modelos de desarrollo.
No todos los sistemas políticos del mundo desarrollado ofrecen lecciones válidas para una sociedad que aspira a la justicia, la cohesión y la dignidad. Mientras que los países nórdicos como Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia han construido sociedades donde la política sirve como mecanismo de reencuentro entre iguales, hoy en día los Estados Unidos atraviesa una profunda crisis de legitimidad democrática, cohesión social y salud pública, marcada por la polarización extrema, la desigualdad creciente, la fragmentación institucional y una epidemia de adicciones sin precedentes.
Según el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU. (CDC, 2023), más de 107,000 personas murieron en 2022 por sobredosis de drogas en ese país, la mayoría relacionadas con opioides sintéticos como el fentanilo.
Se estima que Estados Unidos consume el 80% del suministro mundial de opioides, pese a representar solo el 4% de la población global (ONU, Informe Mundial sobre Drogas, 2023).
Esta crisis no es solo sanitaria, sino profundamente social, afecta de manera desproporcionada a las clases trabajadoras, a las comunidades rurales y a los jóvenes, revelando un colapso en los tejidos comunitarios, la esperanza de vida y el sentido de pertenencia.
Cabe señalar, además, una paradoja poco discutida en el discurso internacional, mientras el gobierno de Estados Unidos publica anualmente listas de supuestos narcotraficantes en países productores o de tránsito.como parte de su política de sanciones y designaciones unilaterales, no existe una transparencia equivalente sobre las redes de distribución, comercialización y consumo dentro de su propio territorio.
No se conoce, por ejemplo, una lista oficial detallada de las organizaciones criminales, estructuras financieras o actores locales que operan en las ciudades, suburbios y zonas rurales estadounidenses moviendo toneladas de droga al año.
Esta asimetría sugiere que la política antidrogas global se ha convertido, en muchos casos, en un instrumento de presión geopolítica, más que en una estrategia coherente de salud pública y justicia transnacional.
Mientras se sanciona a gobiernos extranjeros, las dinámicas del mercado interno de drogas en EE.UU. alimentado por una demanda masiva y una lucrativa cadena de distribución permanecen opacas, protegidas por la complejidad del sistema legal y la falta de voluntad política para abordarlas con la misma intensidad con que se señala a otros.
En contraste, los países nórdicos han abordado el consumo de sustancias desde un enfoque de salud pública y derechos humanos, no de criminalización.
Noruega y Suecia, por ejemplo, combinan políticas de prevención, tratamiento accesible y reducción de daños, logrando tasas de mortalidad por sobredosis más de 20 veces menores que las de EE.UU.
Además, su enfoque integral que incluye vivienda digna, empleo, educación y atención psicosocial evita que la adicción se convierta en un síntoma de desesperanza colectiva.
Según el Índice de Desarrollo Humano (IDH) del PNUD (2023/24), los países nórdicos se ubican consistentemente entre los cinco primeros del mundo, mientras que Estados Unidos, pese a su poder económico, se encuentra en el puesto 21, rezagado en indicadores de salud, esperanza de vida y equidad.
Más preocupante aún, el Índice de Desigualdad de Oportunidades de la OCDE (2023) sitúa a EE.UU. como uno de los países con menor movilidad social entre las economías avanzadas. un niño nacido en la pobreza tiene menos probabilidades de salir de ella que en la mayoría de Europa.
Además, el sistema político estadounidense enfrenta una crisis de confianza sin precedentes.
Según el Edelman Trust Barometer (2024), solo el 39% de los ciudadanos estadounidenses confía en su gobierno, mientras que en Dinamarca esa cifra supera el 75%. Paralelamente, la violencia política, la desinformación masiva y la judicialización de la política han erosionado la estabilidad institucional del país, como lo evidencian los disturbios del Capitolio en 2021 y la creciente politización de la Corte Suprema.
Venezuela no necesita imitar a Washington, como quiere la oposición política . cuyo modelo está en crisis interna.
Necesita, más bien, dialogar críticamente con experiencias como las nórdicas, no para copiarlas, sino para inspirarse en su ética pública: transparencia, solidaridad, respeto a las instituciones, inversión en capital humano y primacía del bien común.
Es tarea nuestra, mirar hacia una refundación ética de la política. Ya que la salida de la crisis venezolana no puede reducirse a una mera alternancia de poder o a la aplicación de recetas técnicas importadas sin contexto.
Requiere, ante todo, una refundación ética de la política, basada en tres principios irrenunciables como los siguientes.
Soberanía plena, rechazo incondicional a cualquier forma de intervención extranjera, ya sea militar, económica o política.
Primacía del bien común, el poder debe entenderse como un mandato temporal y revocable al servicio de la justicia social, no como un patrimonio privado partidista .
Conciencia histórica y comparada, formación ciudadana permanente que rescate el legado ético de Bolívar y dialogue críticamente con experiencias internacionales exitosas como las nórdicas, rechazando modelos en crisis, como el estadounidense.
Honrar a Bolívar no consiste en erigir estatuas, sino en imitar su coherencia. En un momento en que millones de venezolanos carecen de lo esencial, mientras otros discuten el poder desde la comodidad del exilio o la impunidad, su ejemplo es más necesario que nunca.
Porque mientras haya quienes promuevan el hambre como arma política, o quienes conviertan la patria en botín, los huesos de nuestros libertadores seguirán clamando justicia desde los campos de batalla.