Entre dos mundos: Nueva York en sombras y la Venezuela que canta

Jueves, 27/11/2025 12:19 PM

Cada año, cuando llega el Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos, Nueva York se viste con una mezcla inquietante de brillo artificial y silencios incómodos. Las avenidas se iluminan para esconder la pobreza creciente, los supermercados rebosan de pavos y especias mientras millones de personas apenas logran pagar un alquiler, y los discursos oficiales celebran la abundancia en una ciudad donde el desalojo y la inseguridad se han vuelto la norma. La ceremonia del agradecimiento convive con la crudeza de un sistema que no garantiza techo, salud ni dignidad a sus habitantes. Es la paradoja más evidente de la nación que presume ser la más próspera del mundo.

Nueva York, la ciudad que alguna vez simbolizó la oportunidad y el progreso, vive hoy una realidad que duele: una crisis habitacional sin precedentes, una desigualdad estructural que se agranda cada día y una sensación colectiva de cansancio moral. Mientras los estadounidenses se congregan alrededor de la mesa para agradecer, millones de familias en la misma ciudad luchan por comer, por mantener un empleo, por sobrevivir en un ambiente cada vez más hostil y deshumanizado.

Y en contraste, paradójico, inesperado, luminoso, al otro lado del sur del continente, Venezuela empieza a sentir los primeros acordes de la Navidad. Un país golpeado por dificultades y desafíos, sí, pero que conserva algo que Estados Unidos parece haber perdido, el espíritu comunitario, la alegría colectiva, la capacidad de celebrar pese a todo. Mientras Nueva York se hunde en preocupaciones, Venezuela se levanta con gaitas, parrandas y ese brillo humano que no se compra en ningún mercado ni se fabrica en ninguna oficina de gobierno.

Este artículo no pretende romantizar ni minimizar los problemas de ningún país. Pero sí quiere resaltar una verdad incómoda. Estados Unidos vive un deterioro silencioso, profundo, casi vergonzoso, que contrasta con la resiliencia emocional de los venezolanos, capaces de llenar de música incluso los tiempos más difíciles.

Nueva York, abundancia sin alma, riqueza sin hogar. La crisis habitacional en Nueva York es brutal. Los precios del alquiler han alcanzado niveles absurdos, provocando el desplazamiento de familias enteras hacia refugios que ya no dan abasto. El llamado "sueño americano" se ha convertido, para muchos, en una lucha diaria que se libra en apartamentos hacinados, en colas de asistencia social o en empleos mal pagados donde se trabaja sin descanso para simplemente no perder el techo.

Las calles cuentan otra historia, diferente a la que narran los desfiles y las luces. Carpas improvisadas en parques, indigentes en estaciones del metro, jóvenes que no pueden independizarse, ancianos que deben trabajar hasta el último día para no quedar desamparados. Es una ciudad donde la prosperidad convive con la miseria, donde los grandes rascacielos proyectan sombras sobre una población que ya no encuentra dónde vivir.

A nivel económico y social, Nueva York refleja los síntomas de un país en declive moral, un sistema de salud inaccesible, un mercado inmobiliario salvaje, una violencia urbana que se normaliza, una brecha racial y económica que ya no se puede disimular, y una clase política más interesada en discursos que en soluciones reales. Mandani es consecuencia de esta situación. El Día de Acción de Gracias, con su retórica de gratitud y unión familiar, revela aún más la contradicción: ¿cómo agradecer cuando la ciudad expulsa, margina, endeuda y divide?
¿Cómo celebrar la abundancia cuando millones viven en la precariedad?

La nostalgia y el vacío emocional de Estados Unidos. Hay algo más sutil, más profundo que la crisis económica, la crisis emocional. La sociedad estadounidense parece haber perdido el sentido de comunidad. Cada quien vive para sí mismo, aislado, defendiendo su espacio, su agenda, su estabilidad frágil. El capitalismo extremo ha convertido las relaciones humanas en intercambios transaccionales. La vida se mide en horas trabajadas, créditos aprobados y deudas acumuladas. La soledad es hoy una epidemia silenciosa en los Estados Unidos. Incluso en días festivos, muchos comen solos, celebran solos y viven atrapados en un ritmo que nunca se detiene. Nueva York, aunque llena de gente, se ha transformado en una ciudad emocionalmente vacía.

Venezuela: la otra cara, el otro espíritu, la alegría invencible, y mientras tanto, en Venezuela ocurre lo contrario, comienza la época más hermosa del año, esa que el venezolano lleva tatuada en el alma. A pesar de los problemas económicos, de las heridas históricas y de las dificultades del día a día, el país entra en un estado emocional único: la Navidad venezolana. Desde octubre, el país se llena de: gaitas, patinatas, hallacas, luces en las calles, parrandas improvisadas, alegría espontánea, unión familiar, olor a pan de jamón, y, vecinos bailando al ritmo de "Amparito" o "Sin Rencor". Lo que en Nueva York es tristeza silenciosa, en Venezuela es celebración colectiva. Lo que allá es incertidumbre, aquí es esperanza. Lo que allá es individualismo, aquí es comunidad.

Venezuela tiene algo invaluable, humanidad, y no la humanidad abstracta, sino la verdadera, la que se siente en la calle, en el abrazo, en el baile, en la música. El venezolano se aferra a la alegría como un acto de resistencia cultural y espiritual. El dolor no lo aplasta; lo transforma. La carencia no la destruye; la vuelve creativa. La adversidad no la divide; la une.

La paradoja emocional entre dos mundos. Nueva York, con todos sus recursos, su infraestructura y su poder, parece incapaz de devolverle alegría a su gente. Venezuela, con menos, devuelve más, más vida, más celebración, más unión. El contraste es tan profundo que resulta casi poético. En Nueva York, el Día de Acción de Gracias se celebra en medio de contradicciones sociales, desigualdades abismales y una soledad que se multiplica; y, en Venezuela, los hogares se llenan de música, sonrisas, baile, solidaridad, fe y una magia navideña tan auténtica que contagia incluso a quienes ya no viven aquí.

La diáspora venezolana en Nueva York lo siente, mientras la ciudad se congela, el corazón recuerda el calor de su tierra, las gaitas que sonaban en diciembre, el bullicio de la familia, el compartir sencillo pero feliz. Es ahí donde emerge la mayor paradoja emocional, muchos venezolanos viven en la capital del mundo, pero extrañan una tierra donde la felicidad se conserva incluso en las noches más difíciles.

Como reflexión final. Este artículo no es una comparación para idealizar ni condenar. Es, más bien, una invitación a reflexionar sobre el valor de la alegría, de la comunidad y del espíritu colectivo. Nueva York necesita recuperar su humanidad. Venezuela necesita seguir protegiendo la suya. Porque un país puede tener riqueza, rascacielos y poder… Pero si pierde la capacidad de celebrar, de unirse, de sonreír, entonces lo ha perdido todo. Y Venezuela con sus gaitas, su fe y su espíritu navideño indestructible nos recuerda que la verdadera abundancia no está en las vitrinas ni en los bancos, está en la gente que sabe amar, compartir, cantar y vivir.

 

De un humilde campesino venezolano, hijo de la Patria del Libertador Simón bolívar.

 

 

Miguel Ángel Agostini

 






 

Nota leída aproximadamente 614 veces.

Las noticias más leídas: