"La fuerza es el derecho de las bestias."
Publilius Syrius
85 a. C. – 43 a. C
Hay un tipo de poder que no negocia. Un poder que no persuade, sino que amenaza; no convence, sino que extorsiona. Lo hemos visto en las últimas horas, en esa presión brutal que, desde la Casa Blanca en Washington, se ejerce sobre Europa para que traicione sus principios y claudique en su posición sobre la guerra de Ucrania. No es geopolítica fina; es la lógica del capo que exige su tributo. La administración Trump, urgida por cerrar cualquier trato que pueda venderse como "paz" y empaquetarse como triunfo personal, ha desempolvado el manual del chantaje existencial: aceptas mis condiciones, o te quito el paraguas de la OTAN y te dejo solo frente al lobo. El mensaje es claro: la capitulación, o el caos.
Este ultimátum, tan innoble como efectivo, ha actuado como un ácido que deshace la pintura de la unidad europea, para dejar expuesta la herrumbre de sus profundas contradicciones. Y es que Europa, siempre una idea en proceso de construcción, nunca un bloque sólido de granito, se está quebrando en pedazos de sumisión. Cada nación, atenazada por sus fantasmas históricos y sus cálculos mezquinos, empieza a adoptar la postura de la genuflexión.
Para entender esta tragicomedia de poder, nada mejor que acudir a los grandes reveladores de la condición humana: la literatura. Porque lo que vivimos no es nuevo; es solo el mas reciente capítulo de una vieja historia de ambición y miedo.
Ciertas obras no son solo metáforas; son diagnósticos certeros. Retratan los mecanismos del poder con una lucidez que avergüenza a los analistas políticos más acuciosos.
En «El Padrino» de Mario Puzo (1969), Don Corleone perfeccionó la "oferta que no se puede rechazar". No era una negociación, era un hecho consumado respaldado por la amenaza de la violencia. Es la dinámica que emplea Trump: no debate el plan para Ucrania; lo impone. La retirada de la OTAN es la cabeza del caballo en la cama, el recordatorio siniestro de que el precio de la desobediencia es la inseguridad total.
George Orwell, en su «1984» (1949), fue más allá al describir la sumisión no como un acto, sino como un estado mental. El Gran Hermano no quería solo obediencia; quería que Winston Smith amara al Gran Hermano. Hoy, se pide a los europeos que acepten una paz fabricada, una rendición disfrazada, y la llamen "victoria de la diplomacia". Es la rendición orwelliana: no solo ceder, sino creer la mentira y mitificarla.
Hungría de Viktor Orbán es el Saruman de esta saga. Como el personaje de Tolkien, no se somete por fuerza, sino por convicción. Ve en el realineamiento con el poder de Trump y Putin una confirmación de su soberanismo antiliberal. Su genuflexión es cálida, casi entusiasta y celebratoria.
En la trinchera opuesta, los Países Bálticos —Lituania, Letonia, Estonia— encarnan la agonía de Jack Woltz, el magnate de El Padrino. Su apoyo a Ucrania nace de un miedo visceral a Moscú, pero su dependencia del paraguas estadounidense los obliga a una traición desgarradora. Su sumisión será amarga, fruto del terror puro, no de la convicción.
Y en el centro, la Alemania de Friedrich Merz juega al estratega de Sun Tzu. Su probable aceptación del ultimátum no es rendición, sino cálculo. Es la genuflexión temporal del que cede terreno para ganar tiempo, para reorganizarse y tal vez, en un futuro lejano, construir una nueva Alemania, que a diferencia del resto de Europa no necesite de protectores volubles.
Al final, el chantaje solo triunfa donde encuentra cobardía. La fuerza bruta, el "derecho de las bestias" del que hablaba Publio Siro, prevalece cuando el otro lado ha olvidado qué se siente al tener columna vertebral.
Mientras Europa siga balbuceando en coro desintonizado, sopesando si prefiere doblar la rodilla con elegancia o con pragmatismo, seguirá siendo un peón en el juego de otros. Putin lo sabe, y avanza. Trump lo intuye, y aprieta.
La verdadera pregunta no es qué tipo de sumisión prefieren los líderes europeos, sino si el proyecto continental, ese sueño de paz y soberanía, sobrevivirá a esta humillación. O si, como en una tragedia griega, estamos asistiendo a su lento, digno y autodestructivo final. La dignidad, al final, es un lujo que solo pueden permitirse los que tienen el valor de pagar su precio. Y hoy, en los pasillos del poder europeo, ese valor escasea.
Mientras tanto por aquí, en esta fachada Caribeña y libertaria decimos:
"Señor Irvine –se llamaba Irvine el señor, Juan Bautista Irvine, él le dice más o menos estas palabras–: no voy a caer en los ataques bajos", y le dice: "Mire, en cuanto a sus amenazas, sepa usted que aquí en Venezuela en 10 años de guerra –ya casi 10–, han muerto la mitad de nuestros compatriotas, y nosotros los que aquí quedamos estamos ansiosos por correr la misma suerte, si tuviéramos que morir todos enfrentando al mundo entero". Ese era Bolívar, grande Bolívar, grande, digno. Nosotros tenemos que ser dignos como él, hijos dignos de él.
Hugo Chávez Frías, 18 de julio de 2010.
Ojalá nos vaya bien.
Sean felices, es gratis.
Paz y bien.