La sociedad española vive enloquecida de muchas maneras. La sociedad española y en general la occidental. La sociedad occidental vertebrada en una suerte de hedonismo jamás conocido: la del consumo.
Todas las energías psíquicas del occidental están dirigidas hacia él. Y es preciso tener en cuenta que del consumo participan tres sectores de la sociedad muy concretos: el sector de la producción de toda clase de enseres, de productos, sin otro control que la oferta y la demanda que se retroalimentan entre sí, el sector de la propaganda y de la publicidad que lo promocionan y estimulan, y el sector del consumo propiamente dicho, que es la mayoría de la sociedad.
Una sociedad a su vez establecida por una idea tan noble como destructiva: la libertad. Una libertad individual y colectiva sin apenas límites, y un mercado cada vez más libre. Libertad y libertades que sólo los Estados de distinta envergadura pueden y deben regular, pero que, llevando camino de convertirse en sociedades anónimas, en empresas privadas, inmersas en la divinidad del libre mercado como sistema económico a su vez marco de convivencia, cada vez son menos las posibilidades de que la regulación sea eficaz.
En estas condiciones, la Naturaleza es obviamente postergada, por más que, como sucede en tantos otros ámbitos de la vida pública, existan partes de la sociedad muy sensibilizadas respecto a ella. Pues, con el testimonio de esas partes se conforman los Estados y la sociedad en su conjunto, al igual que la filantropía y la caridad de minorías bastan en este mismo sistema, para conjurar la deprimente idea de la injusticia social.
Esta exposición sirva de introducción a la idea que me trae ahora aquí: los pavorosos incendios que sufre la península ibérica.
Al abandonarse desde hace muchas décadas el campo, los bosques, la vida rural; al poner la sociedad su máximo interés en la metrópoli, en la ciudad, en las ciudades; al ser en las grandes ciudades donde se ha puesto el máximo interés del bienestar y del máximo grado de desarrollo, se ha ido apartando al individuo de la naturaleza. De modo que, lejos de ver a la naturaleza como a la madre que nos amamanta y que virtualmente nos mantiene en vida, la propia sociedad, y los sectores de la sociedad que menciono en la introducción, la han ido tratando como trata a la ramera el proxeneta que abusa de ella sin otros miramientos que mantenerla viva como fuente de beneficios.
Así las cosas, los intereses de la construcción, los intereses madereros y los intereses de toda clase propios del mercado libre, determinan comportamientos incontrolados entre la desidia y la ambición. En el punto de mira de numerosos individuos están los factores que a la larga o a la corta desencadenarán más adelante fenómenos naturales, unos, y provocados, otros, como los incendios que amenazan consecuencias desastrosas más allá de los efectos dramáticos más inmediatos. De modo que la culpa de todo lo que sucede se puede atribuir a distintas entidades: desde la divinidad, quien crea en ella, hasta las lacras de un sistema de convivencia, el libre mercado. Un sistema cuya idea adyacente que lo refuerza es: fingir que se intenta corregir de diversas manera los excesos del mercado pero para dejar intactas siempre las causas. Un sistema que, aunque a tantos les parezca ahora imposible, anuncia, a través de sus estertores, su fin. La libertad, después de haber sido la fuente del hedonismo, habrá sido la causa del fin del sistema. Al final, libertad ¿para qué?. Muchas generaciones habrán vivido a cuerpo de rey, pero habrán legado a las siguientes las tribulaciones que vaticinan la Biblia…