La medicina contemporánea occidental, salvo Cuba, presume de avances tecnológicos, pruebas sofisticadas, laboratorios que emiten diagnósticos en minutos. Sin embargo, frente a un enfermo que llega con un síntoma simple pero incómodo —como una dermatitis inflamatoria— la excelencia clínica no siempre se traduce en eficacia ni en confianza.
Mi experiencia reciente con un médico cubano en el hospital Moncloa de Madrid puso esto en evidencia. Sin recursos especiales, sin pruebas inmediatas ni escáneres, el diagnóstico se basó en observación, escucha, exploración directa y juicio clínico. Cada gesto tenía sentido, cada pregunta contribuía a comprender no solo la lesión, sino al paciente.
El resultado: alivio rápido y sensación de ser tratado como persona.
Contrasté esto con la experiencia habitual en España: médicos con acceso a tecnología de punta, protocolos sin cuento, fármacos disponibles en cualquier farmacia. Sin embargo, la atención se diluye, el tiempo apremia y el paciente es un número, un caso, un formulario que llenar. La técnica, no digo siempre pero casi siempre, no va acompañada de criterio, de prudencia ni de humanización. No hay tiempo. Otro paciente espera…
Y es que yo creo que el buen médico no es solo porque prescribe lo correcto; es quien comprende, observa y decide con criterio, combinando la ciencia, su ciencia, con la sensibilidad. La medicina cubana, aun con limitaciones materiales, obliga a formar médicos así. La medicina española -no conozco la europea en general- en cambio corre el riesgo de que la abundancia de recursos nuble la necesidad de pensar y de mirar más allá de la pantalla o la prueba de laboratorio.
Mi reflexión no es un elogio simplista de la Medicina cubana, ni tampoco una acusacióna la Medicina española. Es un aviso: la excelencia médica requiere mucha técnica, pero sobre todo criterio y humanidad. La tecnología sin pericia es solo un cúmulo de aparatos; el criterio sin recursos es limitado, pero es capaz de salvar vidas y de transmitir confianza. La desolación que cada vez más siente el paciente por falta de humanidad y sobra de tecnología, puede acabar con la buena fama de la medicina española basada en un magnífico instrumental y en una cirugía magnífica. En todo caso, la conjunción de ambos, recursos clínicos y humanidad, es lo que distingue al buen médico del simple dispensador de recetas.
El médico cubano del Hospital Moncloa me escuchó como quien escucha a un amigo que llega con una pena. No miraba el reloj, sino la piel y las palabras. Observaba, preguntaba, fotografiaba lo que parecía un hongo en la piel. Y al fin diagnosticó.
El médico español, en cambio, suele mirar antes la pantalla que al paciente. Tiene prisa: la burocracia le pisa los talones y el siguiente enfermo ya golpea en la puerta. Y así, la medicina se convierte poco menos que en trámite.
En Cuba, la escasez obliga a afinar el juicio clínico y a tratar a la persona como si no hubiese nadie esperando. En España, la abundancia de recursos a menudo conduce a la pereza de pensar y el hábito de recetar, me recuerda al tenista cuando levanta el puño cantando su victoria.
El resultado es: allá, el enfermo se siente persona; aquí, se siente número.