Mi testamento sociopolítico

Lunes, 07/07/2025 03:14 PM

España no ha dejado —ni dejará— de ser una anomalía dentro del paisaje europeo. La frase, atribuida a varios franceses célebres, resiste al tiempo como el oráculo de Delfos: "Europa empieza (o termina) en los Pirineos". La historia lo va confirmando. Pues la historia, si algo no suele perdonar, es la repetición sin conciencia.

Hace tiempo que vengo revisando mis numerosos escritos sobre política y sociedad, escritos que he acumulado desde los albores de la Transición. Todos ellos, por distintos caminos, terminan confluyendo en un mismo río de ideas, un cauce central: la causa de la causa. Esa raíz más honda, esa verdad soterrada que explica —a veces sin palabras— el modo en que aún respiramos bajo una atmósfera que se nos vendió como nueva, pero que nunca fue limpia.

Han pasado casi cincuenta años desde aquella noche en que la población española se acostó súbdita y amaneció demócrata. No hubo revolución. No hubo ruptura. Hubo un texto. Un texto cocinado a puerta cerrada por siete hombres: seis franquistas de larga trayectoria y un socialista que prestó su firma para dar barniz de apertura. El texto se vistió con el ropaje de Constitución. Y detrás de ese acto, como telón de fondo, una amenaza difusa, apenas pronunciada, pero latente: el fantasma del golpe militar. Si el pueblo no refrendaba ese pacto precocinado en las Cortes del franquismo, la espada de Damocles caería sobre la naciente democracia. Así fue como se construyó el nuevo edificio: sobre el miedo.

Desde entonces, la vida siguió. Pero muchos pilares permanecieron intactos. Los policías, entre los que me contaba, seguimos vistiendo los mismos uniformes, obedeciendo órdenes. Los jueces, sobre todo los magistrados de las altas instancias, siguieron dictando sentencias desde los mismos estrados. La justicia, en manos de hombres educados en la doctrina del orden y del castigo, mantuvo su sesgo ideológico. Y como es natural, el poder —cuando no cambia de alma— tiende a reproducirse con formas nuevas, pero con las intenciones de siempre. No voy a decir que respondiese exactamente como el emperador romano Calígula, "no importa que me odien con tal de que me teman". Pero no es muy distante aunque sí muy latente la respuesta.

La prueba más nítida de esta continuidad profunda se vivió con el procés. No importó que fuera un movimiento civil y político; no importó que hubiese urnas. Se sentenció a sus líderes con penas que, por su severidad, rozaban las que se reservan para el crimen de sangre. La desmesura no fue tanto jurídica como simbólica: se castigó no sólo a unos hombres, sino a una idea, a la aspiración de una mera contaduría de voluntades. Y esa idea era incompatible con la estructura mental heredada del franquismo que sigue viva en una parte nada menor de la judicatura.

Pero el miedo no es la única raíz de este árbol torcido. Hay otras causas de la causa. La segunda nace en el año 1936, cuando media España se impone a la otra mitad, no sólo con fusiles, sino también con despojos. Muchos vencedores, amparados por el nuevo régimen, se apropiaron de bienes ajenos y del suelo común, fundando así una nueva casta dominante que supo heredar y perpetuar su sitio en España, sin estar dispuestos a cederlo jamás.

La tercera se pierde más atrás aún, entre los pliegues oscuros de la historia monárquica y clerical. España no ha conocido un verdadero laicismo. La Iglesia católica, omnipresente y dogmática, ha sido durante siglos un Estado dentro del Estado, bendiciendo tiranías, domesticando conciencias, marcando la educación de generaciones enteras. La teocracia informal que impregnó el franquismo era sólo el eco de siglos de dominación espiritual también en las monarquías absolutas.

Con estos cimientos, la esperanza era difícil, pero no imposible. Durante la primera década tras 1978, aún confiaba yo en que la sociedad despertara. Imaginaba una ciudadanía consciente, capaz de exigir en el Parlamento —o en las calles— un referéndum real, sin coacciones ni trampas, donde se debatiera sin miedo la posibilidad de una nueva Constitución, e incluso la elección entre monarquía y república. Ese clamor no llegó. Los años pasaron, y con ellos se impuso otra lógica: la de la comodidad, el consumo, los fondos europeos, las pantallas. El orden social se transformó, pero el político sigue pendiente.

Hoy, a las puertas de otra década más, puedo decirlo sin rencor, pero sin resignación: España sigue funcionando con un modelo de democracia de mínimos, sostenida por una clase dominante que nunca cedió del todo el timón, y por magistrados cuya mentalidad está más cerca del franquismo que de cualquier impulso democratizador.

En estas condiciones, no nos engañemos: Europa sigue terminando en los Pirineos.

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