Muchos sociobiólogos lo han advertido: si el destino de la especie humana tiene una forma terminal, esa forma es el suicidio colectivo. No el desgaste lento de una civilización, ni la extinción biológica como otras especies, sino la aniquilación súbita por mano propia. Y no les falta razón. La humanidad es la primera criatura en la Tierra capaz de exterminarse a sí misma con un solo gesto. Por eso hoy, más que nunca, hay que preguntarse: ¿será esa la salida?
Los analistas militares y los medios comienzan a hablar con cierta frivolidad de la posibilidad de una guerra nuclear localizada. Se especula con Israel, Irán, Estados Unidos, Rusia, China… como si fueran fichas estratégicas en un tablero abstracto. Bombas tácticas, explosiones contenidas, "respuesta proporcional"… Pero todo eso es lenguaje para no mirar de frente la realidad: no hay posibilidad de contención cuando se cruza un umbral de esta naturaleza. La nación que emplee por primera vez un arma nuclear, aunque sea de baja potencia, sabe que la respuesta estará asegurada. Lo sabe, y esa conciencia es la única barrera real entre el mundo y su final.
La Tercera Guerra Mundial no es posible, salvo que los dirigentes de las naciones estén dispuestos a dar la razón a los sociobiólogos que anticipan ese final colectivo. No es posible ni siquiera en términos de cálculo militar, porque no hay manera de improvisar un código de contención válido una vez iniciado el intercambio. Ya no hay espacio para guerras mundiales con salidas negociadas. Solo hay espacio para el colapso total.
Lo único que impide esa guerra es el miedo. No la moral, no el derecho internacional, no la política. Solo el terror profundo a desaparecer, compartido incluso por los más cínicos de los estrategas. Y sin embargo, el mayor peligro no es la voluntad de destruir, sino el error de cálculo. Un fallo técnico, un juicio precipitado, una escalada mal medida. La historia de la Guerra Fría está llena de episodios en que el mundo estuvo a segundos del abismo. Y ahora, más que entonces, los automatismos estratégicos, la presión mediática y la decadencia de las élites hacen que el error no sea improbable.
Hay una palabra para describir este equilibrio: suicidio aplazado. No hay paz, sino contención. No hay racionalidad, sino miedo. Vivimos bajo un chantaje nuclear continuo, disfrazado de diplomacia. La especie humana, en su forma más compleja —la civilización tecnológica—, o se contiene a sí misma, o acaba en el abismo.
Esa contención, por ahora, funciona. Pero bastaría una chispa, una negligencia, un fanatismo en el momento equivocado para que el suicidio colectivo dejara de ser un vaticinio sociobiológico y se convirtiera en nuestro último acto. Por eso, mientras ese desenlace no se consume, el hecho de que la Humanidad aún se contenga es, paradójicamente, su único rasgo de verdadera lucidez al lado de tanta locura.